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Había sido ingresado al hospital de Sanidad Pública por un dolor súbito en el pecho. El médico pensó que tenía que descartar un infarto y por precaución me internó. Me acompañaba Matías. A un lado de mi cama un anciano le hizo una seña que se acercara. Al verlo solo, mi buen amigo, acudió.
—Perdone el atrevimiento, me llamo Lupe. Tal vez piense que estoy loco, pero no, solo estoy muy enfermo y quiero morir en paz —rogó con voz quebrada.
El anciano hablaba con dificultad. Su piel ajada, pálida, que si bien revestía un cuerpo delgado, no mostraba la evidencia de una enfermedad terminal.

—¡Se va a curar! —dijo don Matías, va a ver que dentro de unos días estará compartiendo con los nietos.

—¡No! Sé que no. Dándole el énfasis de quien tiene la muerte a su lado. Solo le pido un favor. —Me quedé en silencio, dando por hecho mi aceptación.

—Localice a mi hermana y dígale que me perdone. Se llama Eduviges, Eduviges Pineda y vive en Carboncillo.
Conozco a Matías desde hace mucho tiempo. Es mayor que yo, y le debo favores que me hacen apreciarlo. Sé de su bonhomía, así que cuando me pidió que lo acompañase a esa comunidad, le dije que sí.
Ocho días después, partimos hacia Carboncillo, un pueblo metido en la Sierra Madre.
—¿En qué problemas se mete, don Matías? Tan siquiera el pueblo donde vive ese tal Lupe estuviese a la vuelta de la esquina. Para darle una idea, son cuatro horas y pico manejando. tenemos que dejar el automóvil en el pueblo de La Chaca y rentar unas bestias resistentes y de buena alzada.

—Hace algún tiempo me dijiste que conocías por esos lugares —respondí.

—No, don Matías, le dije que mi abuelo había nacido por esos lugares y que un día mi padre nos llevó cuando era un quinceañero. Fue por los meses de julio, y mi padre nos dijo: «Llévense sus abrigos porque allá hace frío». Desde donde vivía mi abuelo hasta ese lugar se hace como tres horas.

El auto, un "vochito" color azul en buen estado, contenía en el asiento trasero dos chamarras de piel con forro interior de borrega, agua para beber y algunos emparedados para no detenernos hasta llegar a La Chaca.


Salimos antes de que abriera la mañana. Después de pasar el lomerío, encontramos la carretera que corría paralela al río Carboncillo, un río joven e impetuoso que formaba meandros y pequeñas pozas durante las lluvias. Desde una loma se veía su longitud: parecía una larga víbora reflejando los rayos del sol, como un hormiguero de pequeños espejos.

Después de evadir baches, topes y retenes, llegamos a La Chaca, el último poblado. Localizamos al señor Enrique, mayordomo del rancho de los Aguachales, quien nos rentó las bestias para internarnos en el corazón de la Sierra de las Nubes.

—Tengan cuidado al subir; la laja, por estos meses de lluvia fina, se vuelve resbaladiza. La yegua prieta es asustadiza; la pinta es tranquila —dijo don Enrique—. La mayor población de Carboncillo es indígena. Es un pueblo antiguo donde la iglesia tiene más de trescientos años y parece que el tiempo se ha estancado allí.

—Gracias, don Enrique —dijo Matías—. ¿Cómo estará el camino?

—Por este tiempo, aunque es camino real, no pierdan las huellas de los arrieros. Si se topan con alguno, lo mejor es seguirlo. No pasen por debajo de las ramas; evítenlas si pueden. Algún animal puede asustar a las bestias, entre ellas las víboras. Este solecito no es de fiar; por allá el clima cambia rápidamente. Siempre sigan el camino real. Ya para llegar al pueblo, se divide en varios caminos. Si encuentran algún caminante, pregúntenle con respeto cuál es el correcto. La gente por allá es buena, pero muy desconfiada.

Don Matías montó a la prieta; yo me llevé a la pinta, que era más nerviosa.

La mitad del recorrido fue un regalo: una naturaleza primaveral en medio del otoño. A medida que ascendíamos, la brisa se volvió un murmullo frío y húmedo. Tras la empinada cuesta, la llovizna helada nos caló la piel, obligándonos a enfundarnos en las chamarras. Pedazos de neblina aparecían al levantar la mirada; pronto el día rubio empezó a nublarse.

El río Carboncillo apareció a lo lejos, serpenteando entre la neblina como un ser vivo, hambriento y expectante. Al cruzar el puente de madera, un crujido nos detuvo en seco. Don Matías hizo un ademán para seguir adelante, pero no pude evitar cómo su mano temblaba al soltar las riendas.

Íbamos en silencio. Yo me había criado en esas zonas rurales y sabía hablar totonaco. A medida que avanzábamos, sentíamos rachas ventosas y el camino dejó de ser claro. A lo lejos escuchamos sonidos similares a cohetes.

—Habrá fiesta —dijo Matías.

—Puede ser, pero aquí les gusta tronar cohetes por cualquier motivo —respondí—. A veces son cazadores buscando venado o jabalí.

Fueron veinte minutos entre niebla densa y ventisca. Así como vino, se fue, y nuevamente salió el sol, espantando la oscuridad de las nubes. Muy cerca atravesamos un arroyo. Mientras las bestias tomaban agua, aprovechamos para estirar las piernas y comer un bocadillo.

A lo lejos vimos a un nativo acercándose. Vestía camisa blanca y sombrero color maíz; una bolsa de yute colgaba del hombro. Tenía facciones suaves que no permitían adivinar su edad; sus ojos brillantes contrastaban con su cabello canoso.

—¿Amigo, este es el camino a Carboncillo? —preguntó con amabilidad con la voz ronca.

El extraño nos miró intensamente antes de dirigirse a don Matías, asintiendo con la cabeza.

—Perdone —continuó Matías—, ¿conoce a doña Eduviges Pineda? Ella es hermana de don Lupe Pineda.

El anciano mostró una leve emoción reflejada por un leve arqueo de su ceja al mencionar su nombre.

—Sí —respondió en español—, conozco a doña Eduviges... Me la saluda de parte de Ramón Pérez cuando llegue allí.

Calculaba que pasaban de las tres cuando ingresamos al pueblo. Algunas tiendas estaban abiertas, pero las casas permanecían cerradas. Era un pueblo silencioso envuelto en neblina. Cerré los ojos e imaginé los millones de pisadas que habían transitado por aquellas calles; casi podía escuchar los ecos de las carretas y el trote de las bestias.

Don Matías notó que sobre las puertas había amuletos.

—Ellos creen que sirven para ahuyentar los malos espíritus.

Matías, con una sonrisa que estalló en carcajada, me dijo un mal chiste.

—Pero si hay malos... tiene que haber buenos.

Le hice una seña para que guardara silencio y la estridencia se apagó, quedando el dibujo en su cara. En voz baja le informé que, si bien nosotros no veíamos a los pobladores, ellos sí nos veían a nosotros. Si supiera cuántas miradas tenemos encima...

Al llegar a la casa, parecía deshabitada. Golpeé varias veces sin respuesta hasta que finalmente escuchamos una voz suave:

—¿Quién?

—Buenas tardes —dijimos—. Somos amigos de Lupe Pineda. ¿Aquí vive su hermana?

Después de un largo silencio:

—¡Venimos de lejos! ¡Queremos saludar a doña Eduviges! —exclamó don Matías.

Un silencio pesado volvió a caer antes de que ella respondiera:

—¿Quién?

—¡Soy Matías Castro, conocido del hermano! ¡Venimos a darle un recado!

Las guacamayas volaron haciendo estrépito mientras esperábamos ansiosos su respuesta. Después quedó en el ambiente un hueco de silencio y se oyó, lejos, un rumor de campanas invitando a la misa vespertina...


Era una casa de madera, sucia, quemada por el sol, con el techo de palma percudido por la humedad. Se escuchó el quejido de un catre y, después, el sonido de la puerta desatrancándose. En el frente, los tallos desnudos del rosal estaban cubiertos por redes de arañas que formaban geométricos ojos entre las plantas.

Finalmente, la puerta se abrió. La mujer vestía una falda negra hasta los tobillos y una blusa cerrada hasta el cuello, marcada por el desgaste del tiempo.

—Ustedes perdonarán... estoy enferma... ¿En qué puedo servirles? —dijo con acento cansado.

Don Matías preguntó:

—¿Es usted hermana de Lupe?

Ella frunció el ceño, confundida.

—¿Qué Lupe?

Nos quedamos sorprendidos mientras ella aclaraba:

—Tengo dos: Lupe, mi hermano, y una sobrina —explicó rápidamente.

Don Matías insistió:

—El señor Lupe...

—¿Cuándo lo vio?

—Hace como una semana.

—¿Y?

—¿Cómo le diré?

—Me imagino que lo vio muy enfermo. Seguro que algo le pidió.

—¿Cómo lo sabe?

—Lupe es así, siempre lo fue. Decía que sus días estaban contados. Era una enfermedad tras otra; hasta cuando reía se notaba triste. Pero... a veces caía en el enojo, y aunque no se le viera en la cara, era tan fuerte el disgusto que su piel enrojecía.

En el rostro de don Matías se notaba el deseo de darle el recado, pero ella se adelantó:

—¿Qué le dijo en el hospital?

Perplejo, Matías respondió entrecortadamente:

—Suplicó que lo perdonara, que ha sufrido demasiado y no quiere morir en agonía. "Dígale que me perdone para que pueda morir en paz". —eso me dijo.

El rostro de ella reflejaba calma, pero yo también tengo sangre de indio y sé que el nombre de su hermano removía viejas emociones.

—Sí, él sabe muy bien por qué —exhaló las palabras.

Parecía mirar las ramas altas de la ceiba, pero en realidad miraba hacia dentro, removiendo lo que sucedió una noche.

—Eso fue hace muchos años... yo traía el pelo hasta debajo de la cintura —fijó su mirada en Matías—. Se podrán imaginar...

—Debió tenerlo muy hermoso —dijo él, sonriéndole.

Una bandada de zanates pasó sobre los árboles, buscando resguardo de la lluvia. El viento frío trajo el tañer de las campanas y, entre las ramas, se escuchó el graznido de los papanes.

Sentí que el tiempo, la casa y la niebla daba de vueltas.

Don Matías se agarró del tronco, se estremeció como si lo hubiesen golpeado. Se tensó, y con los dedos engarruñados, rasgó la madera hasta caer. Me miro: sus pupilas parecían gotas resbalando por la mejilla. La señora Eduviges centelleaba una luz cálida como el sol cuando anuncia la mañana. Yo también caí, víctima de un mareo súbito, pero sin perder el conocimiento.

Años después, Matías me contó:

—Por un instante sentí que la tarde se volvía crepúsculo y luego noche. En el cielo, sobre la luna, pasaban jirones de niebla como en una procesión. Nunca supe qué pasó. Solo me vi oculto entre los cafetos, estrujando las hojas de un arbusto. Arriba, las ramas chocaban por el viento y la luna hundía su resplandor sobre la silueta de los búhos.

—¿Qué más recuerda?

Se quedó en silencio, mirando sin ver y moviendo la cabeza.

—Nada, nada se me borró.

Yo, lo que recuerdo de aquella tarde gris y húmeda, es que me vi bajo el ceibo, divisé su espalda y su rostro en el cabello largo de una mujer. Con la nariz abría su pelo y me llegaban aromas de hierba triturada. Las luces chisporroteaban, como las que brotan de la leña en una hoguera. Una Eduviges joven, besándose con usted, y luego ella corrió por el camino que conduce al potrero. Le dio alcance.

—¡Qué pasa! —le decía con voz alterada.

—Parece que es mi hermano. Me pareció ver su sombra entre los troncos, detrás del mango.

—No hay nadie. Solo es tu miedo. Mira, no le tengo temor. Es prudente hablar con Lupe, aclararle que te quiero y que ya eres mi mujer.

—No, no lo busques. Cada vez que se enoja, me dice que te matará.

Soltó un llanto de impotencia y descansó su cara en su pecho. Se besaron. Danzaron dando vueltas y, sobre la hierba, los suspiros chillaron como zanates en las ramas.

—¡Vete! Hazlo por el amor que me tienes. Si algún día estoy libre, seré yo quien te busque.

Escapó de sus brazos y se fue. La vi de lejos, a la luz de la luna.

La niebla desapareció y la tarde se hizo clara. Las campanas de la iglesia volvieron a sonar, era la última llamada a misa.

—¿Cómo supo que su hermano estaba en el hospital? —le pregunté a doña Eduviges.

Su voz sonó como la de una niña con pelo largo que esconde su vergüenza.

—No se inquiete. Ramón vino a verme y me contó todo. ¿No se lo encontró por el camino? A veces, cuando mira a alguien a los ojos, no puede evitar contarle su vida. Es su forma de hacer sentir su existencia. A Ramón lo he soñado muchas veces. Anoche lo vi en la cañada, la que está cerca de las nubes. Ahora disculpe, pero este tiempo es bueno para que hagan fiesta los reumas... y también para ensoñar.

Don Matías seguía agarrado al tronco con las manos tensas, contraídas y con su mirada vacía

¡Ah... miren...! Dijo la señora frunciendo el ceño…y con una voz sonante «hay cosas que nunca se perdonan».

Texto agregado el 31-01-2025, y leído por 53 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
02-02-2025 Nada hay que deje más liviano que perdonar. Nada hay a veces que sea más difícil. Y nada hay que cuando uno toma consciencia, se dé cuenta que en realidad, nada hay que perdonar. MujerDiosa_siempre
31-01-2025 Creo que no es fácil perdonar y menos aún olvidar, pero muchas veces hasta nosotros creemos que hemos olvidado y perdonado hasta que, un leve recuerdo nos dice que nadie olvida ni perdona cuando la falta es grave, sólo disfrazamos esos sentimientos mintiéndonos y tratamos de seguir con la culpa de no poder perdonar y cargamos una mochila demasiado pesada... saludos. ome
31-01-2025 —Cuento largo que leo dos veces y me hace pensar... —Siempre he creído que pedir perdón es fácil, incluso vemos en la televisión connotados personajes pidiendo perdón por lo que hicieron otros y ni se arrugan para hacerlo. —Pero perdonar, eso sólo está en el que sufrió el agravio, en cuanto le dolió y en cuan profunda fue la herida causada por el agraviante. Por eso se podría pensar que es posible soslayar o disfrazar de olvido, pero perdonar... ahí lo dejo para pensar. —Saludos vicenterreramarquez
31-01-2025 Buen cuento en el que la narración se ve emnellecida por ños detalles de la natyraleza que agregas. Es confuso el principio,no entiendo quien relata el cuento.Te felicito.. yvette27
 
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