Me dijeron que tarde o temprano el verdadero amor llegaría a mi vida, pero que no debía esperarlo sentado.
Siguiendo tan célebre consejo, di rienda suelta a mi curiosidad y me puse a disposición de toda musa quinceañera que quisiera disfrutar un poco de lo mío, que aunque no sea mucho, es lo suficiente como para que quisieran repetir lo probado una y otra, y otra vez.
Mi mayor problema fue mi ingenuidad. Al decidir abrir mi corazón y explorar los caminos del amor, topé con mujeres inescrupulosas. En lugar de dejarme lindos recuerdos por el intercambio de cariño en los días de gloria, muchas dijeron haber complacido un antojo, y otras haber ganado una apuesta.
La culpa fue mía por creer en sus palabras cuando me decían que yo era el primero. Quizás, en ciertas ocasiones, sí lo fui. No el primer hombre en su vida, sino el primero en pagar todo lo consumido por ella y sus amigas.
A pesar de ello, era feliz. Cada una de ellas representaba en mí la esperanza de haber encontrado a la mujer de mi vida, cosa que el tiempo se encargó de desmentir. Me ilusioné, fui feliz, y ahora estoy solo, recordando besos y caricias que aún viven en mí. Hoy forman capítulos de mi pasado, de mi hoja de vida, y como prueba de que, antes de que llegara mi verdadero amor, fui feliz.
No me arrepiento de lo vivido, ni celebro lo pasado, porque de no haberme aventurado a ver más allá del corazón, no tendría hoy nada que contar, ni nada que se asemeje a la dicha de haber gozado de los placeres de la vida, o a las bendiciones de un desamor.
Los días pasaban y aún sentía que debía esperar a la mujer de mi vida, hasta que un día mi padre, con la voz de la experiencia, me dijo algo que hasta ahora me tiene confundido. Me dijo que la mujer de mi vida, o mi media naranja, existe… pero que no siempre la mujer que uno desea va a ser la madre de nuestros hijos, y que al final terminas por amarla. |