Los negocios habían salido mal, el hombre se encontraba en la ruina total, no había una solución real que pudiera salvarlo. Más bajo no podía caer. La única opción posible era el suicidio. Por eso estaba en aquella habitación de hotel, dispuesto a hacerlo. No podía enfrentar la vergüenza de ir a la cárcel ni enfrentar a sus acreedores.

De pie, frente al espejo del tocador de la habitación y con el revólver en su mano derecha, llevó éste hasta su sien. Lo único que faltaba era decisión para apretar el gatillo.
Permaneció así mucho tiempo, mirando su imagen en el espejo, dispuesto a terminar con su vida. Muchos otros habían también elegido abrir esa puerta.

Se le vinieron en tropel los recuerdos y las imágenes de su esposa Claudia y sus dos hijos pequeños. Los extrañaría. Sin pensarlo más, se decidió. Apretó el gatillo. Pero no salió ninguna bala. Revisó el arma. Estaba vacía.

Decepcionado, lleno de cólera, arrojó el revólver sobre la luna del tocador, el cual se estrelló en múltiples pedazos. El hombre ya no podía contemplarse más. Que viniera lo que tuviera que venir. Comenzó a llorar.