Andrés recorre la Alameda a paso lento. Sus ojos, de inconmensurable tristeza, esconden una historia de amor infinito. El sol empieza a esconderse detrás de los edificios de Santiago. Antigua parece su belleza, su gloria y su grandeza. La novedad ahora sólo está en su nombre y en su misteriosa resurrección. En su cielo se han borrado las columnas de humo que nublaban las imponentes cúpulas de una ciudad ya sin furia. Sólo Andrés sobrevivió. Como un milagro divino. Casi como una trampa del destino, sólo él quedó.
Ese extraño experimento realmente funcionó. La cápsula lo protegió por un largo tiempo, hasta que el sistema mecánico lo liberó. Y se encontró con la extraña realidad de un desolado lugar. Con el tiempo se acostumbró a ese ambiente enrarecido. Ni un bosque de pinos podría cambiar ese sucio hedor a destrucción. Una metrópoli gris que no vivirá una nueva reconstrucción.
Como un abatido ángel de la soledad, Andrés recorre las veredas gastadas en busca de su más fiel compañera, con la esperanza de volver a ver su rostro y sentir su mano amiga. A cada paso la realidad le regala postales macabras de una ciudad que ha perdido su único querer. Una niña, cubierta por una descolorida manta, deja ver sus pequeñas manos, de una blancura indescriptible y de un frío sepulcral, sosteniendo tres rosas rojas, marchitas por el tiempo, flores gastadas de sangre seca que acompañaron su final.
Unos metros más adelante, cientos de cuerpos amontonados, con sus corazones negros por el dolor, bañados con la pena lejana de océanos de lágrimas que ya se secaron y no volverán, porque ahora sólo está Andrés, y él ni una lágrima derramará.
De pronto, su palpitante corazón se sacude con una agitación inusual. A lo lejos, una sonrisa difusa le hace recordar a Sonia. Corre con desesperación varios metros, hasta que encuentra a la mujer que espera dormida en su sueño eterno. Su anhelo se vuelve a fundir en otra desilusión.
Cansado por el peso de los días y de las noches de tanto andar sin encontrar, se detiene a descansar un rato, cerca de aquella monumental escultura marmórea que se muestra imponente en el centro de la Plaza de la Ciudadanía. Con mucha dificultad retoma su marcha para seguir su búsqueda. Su fuerza comienza a flaquear. Los síntomas de la enfermedad lo agobian. La sequedad de su lengua y la dificultad para respirar son un sombrío aviso del final. Pronto se convertirá en una leyenda más. La plaga finalmente lo vencerá.
Sin embargo, Andrés seguirá su búsqueda mientras tenga fuerza, aunque ella esté lejos. Porque su corazón no entiende de razones. Con un último esfuerzo, Andrés se desplomó junto a la estatua. El silencio de Santiago lo envolvió, y su mirada se posó en un cielo que alguna vez fue azul. Con su último aliento, susurró el nombre de Sonia y cerró los ojos, sabiendo que su búsqueda había terminado. Su espíritu, al fin, se unió al de su amada, descansando juntos en la eterna ciudad de sus recuerdos. |