Ese año, algo mágico pasó. Esperaba ansiosamente mi estación favorita: la primavera. Pero algo sucedió: la primavera no llegó. Estaba demasiado triste, pues ninguna de mis flores favoritas floreció. Fui a la biblioteca con la esperanza de encontrar respuestas. Lo que más llamó mi atención fue un libro que describía exactamente lo que estaba viviendo. Descubrí que la primavera no florecía porque las personas ya no valoraban las flores. Si no hacíamos algo, el mundo desaparecería.
Cerré rápidamente el libro y fui a devolverlo. Justo cuando lo dejaba, tropecé con un chico de mi misma edad, Tomás. Nos disculpamos y nos quedamos callados por un momento. Noté que tenía el mismo libro que yo estaba leyendo. Le pregunté si lo había leído hasta el final, pero me dijo que solo hasta la parte en que el mundo se iba a acabar. Le dije que también había leído hasta ahí.
Nos sonreímos y conversamos todo el camino de regreso a casa. Nos preocupaba lo mismo y buscamos una solución. Llegamos al acuerdo de que todo el mundo en sus casas debía tener una flor. Hicimos llegar el mensaje al alcalde, que promulgó una ley que obligaba a todos a tener una flor en sus hogares. Así, cada año la primavera florecía más hermosa, y yo era feliz al ver mis flores favoritas, pensamientos, cada primavera junto a mi nuevo y mejor amigo.
Sin embargo, mientras la primavera florecía afuera, dentro de mí crecía una sombra. Nunca pensé que todo terminaría así. No estuve solo; hubo cómplices y testigos, pero solo yo fui señalado como culpable. Todo se había torcido por unos centímetros y un poco de viento. La historia podría haber sido diferente, pero aquel fatídico disparo fue inevitable y el único verdugo fue el destino.
¿Y si ese destino hubiera sido diferente? Sería amado y alabado, sería un héroe, el más grande de mi pueblo, el más querido por todos, en lugar del odiado enemigo en que me convertí: traidor de la patria, ladrón, ¡asesino! Silencié a más de doscientas mil personas y les arrebaté lo más preciado.
Nunca me perdonaron. No hubo noche en que la misma pesadilla no me despertara, ni día en que se me permitiera descanso. Una y otra vez revivía ese mismo instante: aquel silencio de muerte, aquellas miradas como plomo sobre mi cabeza, el miedo de darme cuenta, desesperado, de que había sucedido lo imposible.
Solo, pobre y aborrecido, morí, recordando el amargo gol por el que 50 años antes me condenaron sin juicio ni compasión. En los periódicos del día siguiente simplemente se leyó: “La segunda muerte de Barbosa”.
Tomás y yo seguimos buscando la verdad detrás del misterio de la primavera, mientras nuestras vidas tomaban caminos inesperados. Vagabundeando por Santiago en busca de comida y hogar, encontramos la amistad en los barrios pobres, donde la gente compartía lo poco que tenía sin juzgar. A pesar de las dificultades, encontré más humanidad y compasión allí que en otros lugares.
Un día, mientras caminaba por las calles de Santiago, conocí a Valeria. Pasaron 10 años desde aquel inesperado, intenso y fugaz romance. Hace unos días supe que volvería, y todo mi cuerpo se llenó de ansiedad. Hago ejercicio frenéticamente para liberar la energía acumulada y así, disminuir la ansiedad un poco.
Mi último recuerdo es él con una maleta y una guitarra en el aeropuerto, y mi último recuerdo es de mí en el suelo con una fractura en el pie izquierdo. Tanto tiempo, la incertidumbre me mata lentamente.
No sé si le dará gusto verme, si continuaremos lo que dejamos o si todo simplemente se acabó con aquella despedida. Tantos años tal vez enfriaron todo y ya no podamos sentir nada al vernos. Me da miedo que no haya quedado nada de aquella pasión arrebatada. Estoy llena de pavor si soy yo la que no siente nada al verlo, si es él quien no siente nada, o si somos los dos. Aunque tal vez ni siquiera me busque, o responda a mi búsqueda.
Todo es incierto. Gracias a las redes sociales, todo pensamiento es de dominio público. Él publica su recorrido y yo monitoreo la cada vez más breve distancia que nos separa.
La diferencia es que ahora vivo en Valparaíso, a 200 kilómetros de donde él llegará, y lo sabe. Lo que no sabe es que iré a su encuentro, solo ese encuentro, porque ya tengo una vida hecha que no pienso abandonar, aunque mis impulsos me piden lo contrario.
Si el encuentro se concreta, él encontrará un cuerpo orgullosamente maltratado por la maternidad, con cicatrices nuevas en el cuerpo y el corazón. Encontrará una mujer más madura, más racional y más contenida; aunque tal vez al verlo vuelva a ser la recién casada desorientada y frustrada.
El futuro no es claro, pero tengo una certeza: si todo resulta positivo, volveré con una sonrisa; si no, volveré sin extrañarlo, triste pero con la certeza de que todo acabó junto con la añoranza y la incertidumbre. Pase lo que pase, encontraré la tranquilidad y tal vez ya no necesite volver al gimnasio. |