Lo sé, lo siento, aunque no lo he comprobado, ahora me importa menos. En mis primeros años de convivencia, cuando tenía más ilusiones, mis sueños se desmoronaron. Trataba de ser la mejor en todo. Aprendí a cocinar platos especiales con la esperanza de sorprenderlo, pero él ya los había probado en algún restaurante con sus amigos una o dos veces al mes. Mi esfuerzo por complacerlo no valía nada; siempre algo faltaba o hacía algún comentario que debería haberse guardado. Mi mejor sonrisa y mi cariño se ocultaban. Como toda situación humana tiene su límite, fui construyendo una coraza para protegerme del desapego y el silencio que se instauró en nuestro hogar.
Tengo mi empleo, y siempre trataba de ahorrar minutos y horas para ser la mejor dueña de casa. Las miradas amorosas y risueñas, llenas de comprensión, de los primeros años, se perdieron en el silencio. Concluyó el tiempo de la fantasía, de hablar de nosotros y de los problemas de la vida, conformándonos con la imposibilidad de ser padres que la naturaleza nos impuso.
Ahora estoy segura de que él me engaña. No tiene nada que contarme y su mirada vaga y huidiza cuando lo observo delata el frío beso de despedida y los abrazos sin fuerza ni calor después de llegar tarde. En la mañana, lo noto nervioso y me da miedo que descubra algo de mí. Y, sin que yo se lo pida, justifica su llegada tarde del día anterior y mi temor desaparece. Ella debe ser alguien de la empresa, soltera y más joven, supongo.
Por mi parte, vivo en constante ansiedad, temiendo que la esposa de Ernesto, mi jefe, descubra nuestro romance. Él es cariñoso y galante. Tiene hijos adolescentes a los que se debe, y así lo acepté, como si no me importara. Pero me dolió verlos salir de un cine juntos.
Mi esposo piensa que sigo creyendo sus cuentos, imaginando que aún soy la misma ingenua de antes. No es así. Cuando llego tarde a casa, lo observo fijamente y él se contiene de hacer la pregunta que nunca pronuncia. Aprovecho ese silencio para descansar y acumular las verdades que nunca revelo. |