El médico le ordenó a Catarino reposo y tranquilidad. Rentó una choza a la orilla del lago. Desempacó una tarde de primavera, mientras una brisa fresca llegaba y el canto de los pájaros acompañaba el momento. Suspiró profundo y exhaló por pausas. Las sábanas olían a jabón y las almohadas, con fundas de lino, parecían hechas a medida para su cuello.
A medianoche, lo despertó el ruido de un monstruo que, rompiendo el himen del agua, le mostró su boca ensangrentada. "Es una pesadilla", se dijo. Cuando caía en el sueño, un mosquito rondaba cerca de su oído, chillando.
Al amanecer, fue a la cocina para prepararse un café. En el primer sorbo, llegó una parvada de patos, haciendo un ruido infernal. Más tarde, un centenar de motociclistas armó un campamento cerca de su choza. Regresó a su departamento. Cuando llegó al cementerio, pensó que por fin descansaría. Su tumba quedó entre el gritón de la lotería y un comerciante que, sintiéndose vivo, no dejaba de gritar:
—¡Llévelo, llévelo, todo a diez pesos! ¡Barato, barato! |