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Capítulo 2: La suerte del principiante.
Carapartida tenía una larga memoria. Él recordaba claramente el día en que había conocido a cada uno de sus muchachos, como le gustaba llamarlos, y las circunstancias en las que había ocurrido. Recordaba los ojos grandes y vidriosos de Guadaña, cuando aún no se llamaba de esa manera, y pedía limosnas en las calles; recordaba el desdén con que le miraba la gente: miraban a un niño de diez años como quién ve a una rata por mendigar, y cinco segundos después estaban dentro de la Catedral, escuchando la Misa de Navidad. “Tiene manos, ¡qué trabaje!”, decían aquellos que juzgaban el asunto digno de una mención; era eso o una nariz fruncida, y Carapartida se había asqueado de la ironía y le había dado unas monedas. No fue hasta sino años después, cuando el crío flacucho de ojos tristes finalmente se convirtió en un mozo intimidante, que le hizo trabajar para él por primera vez; muchas monedas, cenas en la posada más cercana, y conversaciones en un callejón tras las campanadas de medianoche, se habían convertido en historia y a la historia no se le puede dar la espalda.
Al Dados lo había conocido de adulto, hecho y derecho, y en una situación infinitamente más vergonzosa. Se había encargado de repetirle a menudo sus memorias de aquel evento: recordar es una poción mágica que pone a la gente rápidamente en su lugar, y por ende al Dados lo mantenía humilde. Era un mal necesario, no era por gusto, solía decirse a sí mismo: alguien tenía que lidiar con el orgullo de ese tipo.
También recordaba a Friedrich. Nunca iba a olvidar cómo había conocido a Friedrich. De él recordaba muchas cosas. De todos ellos recordaba más de lo que ellos mismos creerían posible. Por eso podía decir con total confianza que los conocía bien; los conocía mejor que nadie. A él no podían mentirle; le ofendía el mero hecho de que se creyesen capaces de hacerlo.
El Dados y Guadaña dormían a pierna suelta junto al fuego, desde su sitio podía oírlos roncar. Friedrich estaba sentado junto a la fogata, dándole vueltas a ese anillo suyo, absorto en el reflejo de las llamas sobre el metal. Le daba vueltas y vueltas, sin levantar la cabeza, por la tercera noche en un hilo. Carapartida no era tonto: sabía tan bien que ese era un anillo de bodas, como sabía que algo le estaba comiendo la cabeza al muchacho. Y, aunque desconocía la razón que lo tenía tan afligido, mientras le veía girar y girar el anillo, podía hacerse una buena idea: tendría que ver de seguro con la golfa con quién se había casado. Se le ocurrían muchas razones -y ninguna de ellas muy santa- para adelantar una boda; pero ninguna para llevarla a cabo en secreto. Podía esperarse eso de poetas, románticos y otras variedades de gente ingenua, que pensaban que eso en efecto podía funcionar y perdurar; Friedrich no era ninguna de esas cosas: había visto los horrores del mundo desde demasiado joven, a veces expuesto a ellos por su propio bien por alguna mano amiga que le quisiera espabilar. Fuese lo que fuese el motivo para celebrar esa boda en secreto, no podía ser algo bueno, y tampoco llevaría a algo bueno.
Se paró desde la roca en la que le observaba desde las sombras con un quejido, la lluvia de ese día y del día anterior le había arruinado los huesos. La mata de cabellos rojizos que Friedrich llevaba en la cabeza no se enderezó, fue como si no le hubiese escuchado, y Carapartida soltó un bufido. “Y así monta guardia”, se dijo. “A nadie le sirve así”. No fue hasta que le puso el cuchillo entre las costillas y por sobre la capa, que el muchacho alzó la vista al tiempo que se llevaba la mano a la bota para sacar una daga.
- ¡Tiene ojos! – exclamó Carapartida burlonamente dejándose caer sobre un tronco junto a él. La humedad se le pegaba a la tela del pantalón -. Porque los oídos mucho no están ayudando.
- Sabía que eras tú – la voz de Friedrich sonaba desgastada, ni siquiera tenía la energía para poner el énfasis necesario para convencerlo. Le daba igual.
- Y por eso has intentado sacar la daga que llevas en la bota – la mirada del viejo se le clavó en las pupilas lo suficientemente fuerte como para dejarle en claro que no le engañaba. El pelirrojo ni siquiera hizo el intento de protestar. Carapartida arqueó una ceja, no pasándole desapercibido ese detalle, y le ofreció la bota de vino. El líquido caliente y afrutado era bien recibido durante las noches en duermevela en medio de la Selva Negra, un bosque frío, tupido y en el que no entraba la luz del sol o la luna -ergo el nombre-, lleno de lobos y otras bestias, y con escarpadas pendientes que no era poco común notar demasiado tarde. El muchacho le dio un sorbo. Carapartida fue quién deshizo el agradable silencio que se había hecho entre los dos; ambos habían sabido bien que no iba a durar -. ¿Te dije alguna vez por qué te puse “El Cuervo”?
Friedrich bufó antes de recitar una frase que sabía de memoria: - “Cría cuervos y te comerán los ojos”.
- Así que a ti también te dije esa tontería – dijo Carapartida, recuperando la bota y dándole un sorbo. Friedrich no hizo amago de decirle que esa era la única explicación que había escuchado desde que era un crío, incluso si hubiese tenido razón de hacerlo.
- Tiene sentido: era un traidor – las palabras de Carapartida salieron de la boca de Friedrich una vez más.
- Lo hice porque eras un chico leal y muy astuto; los cuervos lo son – dijo el viejo mirándolo a los ojos y, aunque tenía su mejor mirada de “Este trato va en serio y no acabará con un cuchillo en la espalda”, Friedrich no le creía:
- Era un traidor y un ladrón – repitió. Los cuervos eran leales a su manera, eran leales al modo en que lo era Carapartida: la lealtad es tan férrea como volátil; se acaba ante la menor amenaza, convirtiéndose en puro veneno. Eso no era lealtad, se dijo Friedrich; ser fiel cuando es conveniente, ser un enemigo vicioso cuando deja de serlo. No sabía tampoco qué era, a decir verdad. No era oportunismo; era una cosa recíproca, mas carente de confianza. Carapartida le llamaba ser inteligente, y no podía negar que tenía razón; pero eso no lo volvía correcto.
- Te eras leal a ti mismo, Friedrich – dijo el viejo. Rara vez usaba su nombre de pila, querría hablar de algo serio y eso le intrigaba: ¿Por qué toda esta fanfarria innecesaria? -. Viste que la mano que te daba de comer no iba a hacerlo más: toma coraje saber reconocer ese momento.
El viento arreció y la luz de las llamas lamieron el rostro de Friedrich: con el brillo de la flama en su piel y el fuego en el cabello, parecía un espíritu encantado desde la mismísima flama. La mirada que le dirigió a Carapartida era tan torva como breve y silenciosa, y éste la notó pero no le hizo caso; en cambio, le esbozó una sonrisita a la que le faltaban los dientes y que metía algo de miedo. Por un momento no lo estaba mirando a él, al hombre en quién se había convertido, sino que a ese crío que había sido hace diez años, en el Levante durante ese agrio 1271.
- Y a partir de entonces, fuiste leal – continuó el viejo, mirándolo a los ojos y viéndolo nuevamente por lo que era: un hombre; la inocencia se había marchado de sus ojos verdes hace tiempo, también lo había hecho el miedo, que tampoco dejaba huella ya en su rostro huesudo y alargado. En sus rasgos, desde el entrecejo resquebrajado hasta la barbilla puntiaguda, sólo había escrito recelo. Friedrich se había convertido en un hombre y lo había hecho bajo su tutela. Él lo había convertido en un hombre -. Demasiado leal, incluso cuando ya no tocaba. ¿Por qué nunca volviste con tu familia?
Las pupilas de Carapartida se le clavaban una vez más, sometiéndole a juicio. Friedrich sintió el impulso de encogerse, de recoger sus largas extremidades en una maraña torpe, como una araña haría a punto de morir. Apartó la vista, sabiendo que el viejo seguiría con los ojos sobre él hasta que contestase algo.
- No tenía a qué volver – su voz era apenas un susurro gastado cuando finalmente lo hizo. Las cejas alzadas del parisino hablaban suficientemente alto sobre el canto de los grillos: no era una explicación que bastase -. ¿Qué se suponía que le dijera?
Carapartida soltó una risita ronca, una cuyo significado Friedrich había aprendido a reconocer después de tanto tiempo como “Te estás ahogando en un vaso de agua”, y que aplicaba para cualquier dilema de sus muchachos que él juzgase como ridículo, lo cual era a menudo. A Friedrich no le hacía ni la más mínima gracia.
Había dejado su hogar en Constanza con apenas quince años, cuando llamaron a la última Cruzada en 1271. Entonces nadie sabía que lo sería. El hijo de un molinero no tenía mucho que hacer entre caballeros, religiosos y mercenarios, y aunque en casa no eran ricos, tampoco e iban a la cama con hambre; pero él había querido más. “Me haré soldado, padre. Voy a hacer que estés orgulloso de mí”, le había dicho la última vez que hablaron. Su padre le había abrazado y dado su bendición: “Ya eres todo un hombre; es hora de que busques tu camino”, era lo último que había escuchado de él. No podría haber estado más lejos: Friedrich no era entonces un hombre, era sólo un niño: impresionable, ingenuo e ignorante ante lo que iba a ocurrir.
Se había unido al ejército del Príncipe inglés, como muchos chicos de su edad. No sabía la menor cosa sobre Inglaterra, excepto que quedaba en una isla allá al norte y el poniente, y que era al parecer un reino muy importante. Tan malos no podían ser después de todo, se había dicho, si querían recuperar la Tierra Santa. Estaba seguro de que más temprano que tarde, alguien se fijaría en sus agallas y en su talento, y le tomaría bajo su ala. Apenas se había unido a esa columna, se había convencido a sí mismo de que su historia sería como la de los caballeros en las canciones: viviría una aventura, probaría su valía y sería recompensado.
Y, aunque había llegado a Túnez famélico y exhausto, había seguido creyendo. Había creído demasiado. Demasiado tarde había llegado el día en que había abierto los ojos y había visto su alrededor agreste, pobre y duro por lo que realmente era: su realidad y, para más inri, la que él mismo había elegido para sí. Pero lo había hecho: había caído en la cuenta de que ningún caballero veterano y de renombre le haría su sirviente, sólo para más tarde darse cuenta de la buena madera que tenía para tallar y convertirlo en su escudero; todos aquellos estaban demasiado ocupados huyendo del frente de regreso a Europa o conspirando entre sí.
Estaba perdido: era un muchacho más entre filas y filas, una columna interminable de vidas inconclusas que no tenían ningún valor. Tendría que haber tomado su propia decepción como un augurio y haberse marchado, pero no lo había hecho: se había repetido a sí mismo una y otra vez que había honor en la lucha. Ahora de mayor sabía que no era cierto, había visto lo que había querido ver, para no sentir en toda su potencia el horror de aquella verdad que comenzó en ese momento a echar raíces en su corazón: estaba solo en tierra extranjera, naufragando en un mar de desconocidos y se ahogaría en sus aguas sin que nadie en casa lo supiera.
Él no era un caballero, nadie presentaría su espada a sus padres y les ofrecería sus condolencias; era sólo un crío. Moriría bajo el puñal, la flecha o los cascos del caballo de un hombre al que no conocía y quien no le odiaba, y tal vez ni siquiera tenía asunto o motivo en esa carnicería, ninguno que de veras importase. Su cuerpo caería y nadie lo movería del sitio en que había caído, la arena bailaría sobre su forma inerte y continuaría yaciendo y yaciendo bajo los rayos del sol, el viento y el picoteo de las aves; lo haría hasta que dejase de ser un objeto bofo y maloliente, y se convirtiese en un montón de huesos sin nombre, memoria o significado. Lo había visto antes, lo había visto muchas veces: el viaje de hombre a polvo en aquellos que todavía recordaba hablándole y sonriéndole no le era ajeno. Sus padres le echarían en falta. Primero se dirían que ya vendría con las huestes rezagadas, hasta que un día, sin darse cuenta de cómo, sabrían sin necesidad de pruebas que había muerto. Tal vez sentirían dolor o sólo un profundo agotamiento por haberle extrañado infructuosamente, y lentamente eso daría paso al alivio y se convertirían en un par de viejos que de vez en vez rememoraban a su hijo, aquel que había ido en la Cruzada y jamás había regresado. Todo eso mientras él se pudría en un sitio sin nombre en medio del Levante, mientras las aves hacían un festín de su carne maloliente y flácida, que eventualmente se despegaría de sus huesos; se convertiría en un montón de huesos bajo el ardiente sol, cubierto en harapos que antaño habían sido su mejor ropa de domingo.
- Le podrías haber dicho que fue un fracaso. No hubiese sido mentira – dijo Carapartida -. Después de meses de comer mal y vivir peor, en un despropósito como lo fue aquel, sólo un hipócrita te culparía de volver a casa -Friedrich no creía en su empatía y lejos estaban los días en los que intentaba hacerlo. Sabía que esta no era una absolución por sus pecados; se había rendido de buscarla y, si algún día lo intentase de nueva cuenta, no sería a través de Carapartida; era quién menos derecho tenía a ofrecerla. El día que había conocido al viejo, llevaba tres días sin comer, tras una escaramuza que había salido mal. Las provisiones habían comenzado a escasear hace tiempo, pero ahora sabía que tenían nombre y apellido, y que jamás serían el nombre y el apellido del hijo de un molinero. Su osadía no había pasado desapercibida y, si Carapartida no le hubiese ayudado a escapar del campamento y le hubiese ofrecido consejo gratuito, le hubieran colgado antes de que anocheciera.
- Sus opciones eran recibir a un desertor o a un ladrón – a Carapartida podía parecerle tan hilarante como desease, que a juzgar por la risita breve socarrona que soltó era bastante; pero a Friedrich se le helaba la sangre de sólo pensarlo. Entonces también se había muerto de vergüenza de sólo pensarlo, pero había sido una profecía autocumplida más de lo que el viejo podía imaginar: en su intento por regresar a casa, no le había quedado más que vivir la vida de un rapaz de las calles. Cuando por fin se encontró de regreso en Constanza, frente a la puerta de su casa de la infancia, no había sido capaz de golpear. No podía mirar a su padre a la cara. Por fin ya no era un niño: era un hombre; pero era uno del que su padre jamás estaría orgulloso, y se lo merecía. Le había mirado desde el callejón noche tras noche durante semanas, cuando volvía a casa tras hablar con alguno de sus clientes; nunca se había atrevido a hablarle. Sus padres por siempre creerían que sus huesos yacían desnudos ante el inclemente sol del Levante, engullidos lentamente por la arena. Al menos en eso había honor.
- Y por eso, te condenaste a convertirte en uno – no pudo refutar a eso; no hizo un gesto, su cara no habló de desagrado ni registró insulto alguno. A partir de entonces no había sido un niño viviendo la vida de un rapaz de las calles; había sido un hombre haciendo todo eso y peor para sobrevivir: después de todo, no tenía oficio alguno y ya había aprendido que él no era ningún caballero.
- Él no se merecía eso – la congoja en su voz escapó de todas maneras y esta vez sí hubo silencio.
- ¿Sabes por qué te dejé quedarte con nosotros? – fue la voz de Carapartida una vez más lo que interrumpió el cadencioso crepitar de la fogata. Friedrich alzó por fin la vista; sabía cuál era la respuesta: le era útil, pero incluso para eso había una profundidad que le resultaba desconocida -. Tú sí tienes una vergüenza. Si yo hubiese estado en tu lugar, hubiese vuelto a casa; y que no te queda duda de que cualquier hombre que conocemos lo haría también. ¿Tú crees que El Dados no dejaría todo tirado si su mujer le dejara regresar de una buena vez? Tú y yo sabemos que él estaría consciente de que no se lo merece, pero lo haría igual y con una sonrisa en la cara. ¿A que no? Pero tú sientes culpa. Tú sí sientes culpa.
Y sonaba como un cumplido, y Friedrich quería creerle; pero diez años eran suficiente tiempo como para descubrir que los cumplidos de Carapartida no eran realmente cumplidos. Incluso si este lo hubiese sido, más se parecía a una burla, a un chiste cruel, al hombre viejo disfrutando la ironía del destino a expensas de su pupilo.
- Y por es por eso que esto no me hace sentido – continuó, ahora apuntando con la barbilla al anillo brillando en el dedo de Friedrich, a quién un aire helado le subió por la espalda -. ¿Qué fue lo que hiciste? ¿Cómo terminaste teniendo que casarte de un día para otro sin poder decirle a nadie? Espero que no sea nada de lo que te vayas a arrepentir – abrió la boca para repetir su mentira: había ganado la sortija en una apuesta -. Ni siquiera se te ocurra insultar mi inteligencia negándolo - los ojos del viejo se le clavaban otra vez. ¿Qué iba a decirle? No había forma de que adivinara la verdad, eso era cierto: había hecho algo tan terrible que no habría manera de que a nadie se le cruzara la cabeza, ni siquiera a alguien tan malpensado como su mentor. Sin embargo, cualquier mentira tarde o temprano iba a desbaratarla. No quería siquiera pensar en qué pasaría cuando se diera cuenta de que le había mentido. Su silencio fue tan fuerte que Carapartida se dio por enterado de que no iba a sonsacarle palabra de esta manera y su rostro se endureció -. De verdad lo espero. Pero algo como esto no puedes mantenerlo oculto para siempre, ¿y entonces qué va a pasar? Porque quiero que recuerdes que si algo se convierte en un problema para ti, se convierte en un problema para todos nosotros… y espero que recuerdes lo que yo hago con los problemas – los ojos de Carapartida no sólo se le clavaban por todos los sitios imaginables, sino que le ardían en la piel.
- ¿Me estás amenazando? – no sabía si se sentía más insultado o disgustado, tampoco quería averiguarlo. Carapartida lo ignoró a él y al asco que tenía escrito en la cara.
- Esto ya te está comiendo la cabeza: has sido un lastre estos días. Espero que hayas elegido sabiamente – un escalofrío le recorrió la columna vertebral, sabía que el viejo lo decía en serio y sabía que tenía razón. Tenía que controlarse y hacer lo que debía hacer. Si no lo iba a hacer por sí mismo o por los suyos, tenía que hacerlo por Ben: Carapartida no iba a tener piedad con él porque llevara sotana y un crucifijo al cuello -. Vete a dormir. A ver si así mañana sirves para algo.
Se paró sin mediar palabra y se tendió allá donde las llamas de la fogata se fundían con la oscuridad. No podía parar de oír: el crepitar del fuego, el viento susurrando ahora sí y después no, el chasquido de los dientes de Carapartida, los ronquidos del Dados y de Guadaña, el ulular de un búho a lo lejos y el aullido de un lobo más allá de la quebrada, más allá de donde el riachuelo cantaba entre las rocas. Escuchó también cuando alrededor de una hora después, Ben fue hasta el campamento para entrevistarse con el viejo y darle instrucciones sobre la ruta que iba a seguir.
- Les llevaré hasta la Cueva de los Murciélagos – escuchó decir a la voz de su esposo. “Les llevaré”, repitió para sus adentros. Ben sabía lo que hacía y en qué acabaría, y parecía darle igual -. Queda a una hora a pie hacia el norte desde Schlehdornhecke - el crujido de un pergamino le decía que había llevado consigo un mapa para que Carapartida pudiese orientarse bien entre un punto y otro.
Escuchó el gruñido de aprobación del viejo y las pisadas de Ben alejarse sobre las hojas secas. Ruido tras ruido de esa noche se coló por sus oídos, incluso cuando Guadaña un par de horas después reemplazó a Carapartida con un bostezo y un torpe rumor de cueros y telas contra el tronco en que se sentaría hasta que amaneciera y fuera momento de despertar a todo el mundo.
Cuando los pájaros empezaron a cantar, supo que no iba a pegar ojo hasta que volvieran a montar campamento -tal vez una hora o dos mientras se detuvieran a comer-.
- Voy a cazar – dijo a Guadaña cuando por fin se puso de pie. Sentía el cuerpo como si estuviese hecho de hielo y, aunque esa mañana había rocío, estaba seguro de que ese frío que le calaba los huesos se debía mayormente a que había dormido cada noche progresivamente peor. La cabeza le pesaba y sentía como si viese todo desde tras la seda de un velo. Guadaña alzó la mano a modo de saludo y no dijo nada.
Pronto Friedrich hubo desaparecido entre los árboles y los arbustos como un fantasma, cuidando sus pasos de no hacer ruido y de no azotar las ramas tras de sí. Disfrutaba del vaho previo al amanecer y el agua tintineando por las hojas, y cómo camuflaba el canto de las aves y el rumor de los animales escabulléndose de regreso a sus madrigueras; había una extraña pero reconfortante paz en la quietud del bosque -era como haber caído en otro mundo donde sus problemas habían desaparecido y no importaban siempre y cuando no encontrase el camino de regreso.
Sostuvo la madera desgastada del arco entre sus manos, tenía hendiduras que no siempre habían estado ahí pero que ahora se ajustaban a sus dedos. Desde que era niño le gustaba cazar. Su padre había construido su vida en la ciudad, entre cuatro muros y con un mercado que proveía todo lo que pudiera necesitar; pero su tío no era igual: él aún vivía en el campo, al abrigo del monasterio de la Isla Reichenau, y cazaba para pagar su pan de cada día. De vez en cuando tomaba el bote que partía desde la isla y subía por el río hasta Constanza para vender sus piezas al carnicero del mercado y se llevaba a Friedrich un par de días consigo al bosque. Desde entonces que tener un arco en la mano y la quietud de la floresta a sus pies le daba paz.
Se deslizó por entre troncos y piedras y estrechos cursos de agua hasta que dio con el campamento de Ben y los dos hombres que había arrastrado hasta el corazón de la Selva Negra. Nadie les encontraría aquí: podrían gritar y nadie les escucharía, podían intentar correr pero la maraña de árboles y sombras se haría cargo, podían finalmente morir y ninguna de las miles de almas que se aventuraban por ahí daría con ellos. El más joven del grupo, apenas un hombre, era quien montaba guardia mientras el mayor dormía y Ben leía la Biblia. ¿Tenía algún propósito? ¿Tenía nada de eso algún propósito? Desde su escondite podía observarlos con la certeza de que podría desaparecer lo suficientemente rápido si alguno se acercaba más de la cuenta. Ahora que podía verlos de cerca no entendía qué tenían de especial: comprendía que eran gente pudiente, pero eso no era suficiente como para ganarse la ira del obispo ni cuatro espadas a sueldo en medio de un sitio perdido de la mano de Dios.
Ben finalmente cerró la Biblia y se excusó con el muchacho que aún montaba guardia, diciendo que iría al riachuelo a lavarse. Friedrich lo siguió hasta que estuvieron a buen recaudo de ojos indiscretos, cruzó de dos zancadas la distancia que les separaba y le cubrió la boca. Ben ahogó un grito contra su mano.
- Tranquilo, soy yo – susurró antes de soltarlo. Cuando Ben giró para enfrentarle, pudo ver la sorpresa en sus ojos y bajo ésta, alivio. Él también sentía alivio, había pasado días y noches preguntándose cómo estaría tratándole la travesía y, sobre todo, su consciencia. Pero, ahora que sabía que estaba sano y salvo, la indignación hablaba tan fuerte como antes, pero ya no tenía excusa para no escucharla -. ¿Así que Schlehdornhecke? ¿Se puede saber qué estás haciendo?
- Lo que tengo que hacer – dijo Ben de manera cortante. Sus ojos rehuían de los de Friedrich como los de un animal herido en una trampa. Friedrich suspiró cansadamente.
- ¿Estás seguro de que lo es? – preguntó. Su mirada, su voz, su cara, cada fibra de su cuerpo parecían suplicar y luego derrumbarse cuando Ben asintió.
- ¿Por qué está esto bien para ti y mal para mí? – la pregunta y la indiferencia con la que la hacía le destruían aún más.
- Nunca dije que esto estuviera bien para mí – respondió cuando el aire volvió a sus pulmones -. Nunca dije que lo estuviera para nadie – las palabras se arrastraban lentamente por su estómago, su pecho y finalmente alcanzaban su boca, exhaladas como un suspiro torpe y desgastado. Ben tuvo la audacia de bufar como si no le creyese.
- Pareces bastante conforme. ¿Cuántas veces te he pedido ya que lo dejes? – y su primer instinto era que la furia se apoderara de él, sintiéndose trucado en el torbellino de un juego de poder. Sabía que lo había herido en el pasado, sabía que no había forma de reparar en esta vida ni en el purgatorio el miedo que le había hecho pasar en tantas ocasiones. ¿Volverá? ¿No volverá? ¿Vivirá? ¿Morirá? ¿Será enviado a remar a una galera hasta que se le caigan los brazos? Eran preguntas demasiado grandes, palabras breves con un peso descomunal y, como medallas, Ben las había atado a su cuello y jamás se había deshecho de ninguna. Era una culpa que le iba a carcomer hasta que sus huesos finalmente yacieran desnudos bajo el sol, la lluvia, la nieve y el viento.
- ¿Así que de eso se trata esto? - ¿cómo podía caer Ben tan bajo de jugar con esto? -. Sabes bien que no tengo opción.
- ¡La has tenido por años! – espetó Ben en un siseo. Por un instante, el bosque se había quedado en silencio -. El problema es que ninguna alternativa es fácil…
- No te atrevas – le interrumpió, hablando más fuerte de lo que hubiese querido. Un rumor de hojas se alzó desde el suelo, demasiado ligero como para tratarse de una persona. Los dedos de Friedrich abrazaron la madera del arco y, cuando su otra mano fue por inercia hacia el carcaj para asir una flecha, advirtió que no había tocado a Ben ni por error desde que habían cruzado palabra.
- Has de ser la única persona en el mundo que no tiene opción – Ben iba a decir algo posiblemente igualmente venenoso y mezquino cuando fue interrumpido de nueva cuenta, esta vez por los dedos de Friedrich enredándose entre los suyos y jalándole hacia la maleza.
- Calla, ahí está – susurró Friedrich. “Ni siquiera me está poniendo atención”, pensó indignado; pero entonces fue cuando la vio: una liebre escabulléndose por entre los helechos y desapareciendo tan rápidamente como había aparecido, parecía fundirse con las ramas y las hojas y las piedras. Sus dedos se derritieron entre los de su esposo y decidió seguirle, sabiendo que no tendría caso intentar continuar la conversación aquí y ahora. Se deslizaron por la floresta hasta que la liebre desapareció de una buena vez por una madriguera antes de que pudiera disparar. Friedrich soltó una risita: la suerte no tenía por qué pertenecerle a todo el mundo todos los días. Y, mientras lo veía reclinarse despreocupadamente contra un tronco, supo que ninguno de los dos tenía ganas de seguir discutiendo.
- ¿Por qué estás haciendo esto? – preguntó Friedrich, mirándolo finalmente a la cara. Ben suspiró exasperado y estaba a punto de repetirle que no le quedaba otra opción cuando sintió su tacto en las mejillas -. ¿Qué es lo que arriesgas?
- No puedo decírtelo – los ojos de Ben le suplicaban para que no hiciera más preguntas. Y, mientras recargaba su mejilla contra su mano, le rogaban también para que no le soltara. Y, aunque Friedrich quería sentirse dolido por su desconfianza, entendía que la vergüenza y el miedo serían demasiado duros como para intentar ponerlos en palabras: eso implicaría tener que enfrentarlos. Y él entendía; sabía Dios que entendía -. A nadie.
- No voy a obligarte a hablar. Está bien – y ha de haberlo dicho tan seguro, que sintió la piel y la carne de su esposo relajarse bajo sus dedos. Y eso le hizo sonreír: la decepción, la frustración y la desconfianza podían desaparecer de su mente por un rato. Cuando Ben le sonrió de vuelta, supo que en efecto ninguna otra cosa le importaba -. Sólo quiero que sepas que me preocupas. No quiero que hagas nada de lo que vayas a arrepentirte, mi vida – Ben se apartó, pero la sonrisa de Friedrich no se había ido -. Y prefiero que me odies aquí y ahora por no dejarte olvidarlo, a que te avergüences de ti mismo por todos los días que te quedan. En el momento en que esté hecho, será para siempre, será demasiado tarde.
Ben giró sobre sus talones y echó a andar por el bosque, no queriendo oírle más. Friedrich respiró hondo y se obligó a mantener la calma antes de seguirlo: como perdiese la paciencia, esta conversación habría sido en vano. Ninguno de los dos medió palabra hasta que el rumor del agua escurriéndose entre las rocas fue más y más fuerte. Ben se quitó los zapatos y siseó con el agua gélida. Friedrich no resistió el impulso de abrazarle por la espalda. Recargó su barbilla contra el hombro de Ben y susurró:
- Te he echado de menos -.
- ¿Por qué no has venido antes? – si había resentimiento en su voz no podía saberlo de cierto. Se había apartado de sus brazos para quitarse la sotana y no podía verle a la cara.
- No lo sé – fue la respuesta más honesta que pudo darle. Podía ver el resentimiento de Ben, incluso si éste seguía dándole la espalda mientras se sentaba sobre una roca para mojarse el pelo. Tenía una bonita mata de cabello negro hasta los hombros que le contrastaba con el gris de los ojos y la piel pálida. Ninguna cicatriz o marca le perturbaba la tez en todo el cuerpo. Era una obra de arte y podría haber seguido mirando por horas sus movimientos gráciles, la manera en que sus miembros de flexionaban y relajaban, cómo los rayos nacientes del sol le dibujaban el torso -. Tenía miedo – dijo por fin, sabiendo que limitarse a observarlo no sería suficiente -. Te vi cuando partiste de Constanza. Sabía lo que estabas haciendo.
- No sabías si te iba a gustar lo que vieses – Ben afirmó eso con tanta certeza que era imposible negarlo. No alcanzó ni siquiera a abrir la boca para decirle que nunca dejaría de quererle: su voz le cortó una vez más -. Tenías miedo de arrepentirte.
- Nunca. No podría arrepentirme nunca. ¿Por qué tienes tanto miedo de eso? – y tal vez Ben se hubiera armado de valor y hubiese dicho algo, pero una voz resonó por la quebrada: “¿Padre Benedikt?”. Antes de que el dueño de esa voz pudiera ver a Ben parado en el riachuelo, Friedrich le cogió de la mano y le jaló entre la vegetación.
- También te he echado de menos – dijo Benedikt, sujetando a Friedrich contra un árbol, allá donde las sombras podían esconderlos y ayudarles a robar un par de instantes más al tiempo. Cruzaron una sonrisa, cualquier tensión entre ambos olvidada, por lo menos por ahora -. Cuídala – sus dedos se enredaron torpemente con la correa de cuero con la que sujetaba su crucifijo, no alcanzó a quitárselo: la mirada cálida de Friedrich, quién ahora sostenía su mano, le detuvo.
- Tú lo necesitas más que yo – y tal vez tenía razón. Un golpe seco y un rumor de hojas y ramas anunciaron que el intruso se acercaba -. Cuídate. Por favor – el chapoteo de un par de botas en el agua del riachuelo convenció a Ben de soltarle de una vez. A un palmo de distancia estaban sus manos y aún podían sentir como si estuvieran tocándose. Benedikt no alcanzó a contestar, cuando Friedrich se había escabullido por el bosque sin dejar rastro, tal y como si de una bestia más se tratase. Y tuvo que tragarse la sonrisa que bailaba en sus labios ante la idea de su esposo cuando regresó junto al agua para encontrarse con el muchacho que estaba llevando hasta Tréveris.
- Mi Señor dice que es hora de levantar el campamento. ¿Habéis desayunado? – Friedrich le escuchó preguntar, mientras aún se arrastraba entre la hiedra intentando dar con una pieza de caza. Dentro de dos días estaría muerto por su acción u omisión, pero ahora le invitaba a desayunar; la paradoja le congelaba los huesos mientras escaneaba los alrededores en busca de hojas moviéndose, ramas crujiendo, un torpe gruñido de piedras rodando por entre hongos y maleza.
- Estaré con vosotros enseguida – dijo Ben, volviendo a meterse al agua a juzgar por el chapoteo. El jovencito asintió protocolarmente y desapareció por la quebrada, hasta que sus pisadas fueron imposibles de distinguir de los otros ruidos de la floresta.
Friedrich se deslizó de regreso hasta donde el riachuelo se movía lentamente y los pájaros cantaban, saltando de un árbol al otro y bajando para chapotear entre las piedras antes de volver a volar hasta otra rama. Benedikt no había advertido su presencia antes de que un manotazo de agua le llegara directo a la espalda junto a una carcajada que conocía bien. Se dio la media vuelta complacido.
- Rufián – no había terminado la palabra, teñida en deleite, cuando a Friedrich el agua le golpeó la cara y el pecho, haciendo que la camisa se le pegara a la piel. La risa del joven sacerdote inundó la quebrada como si hubiese llovido mucho y el canal se hubiese desbordado.
Y a ese manotazo siguió otro y otro y otro hasta que ambos estuvieron empapados desde la cabeza hasta los pies, riendo a carcajadas y en los brazos del otro: el gorjeo del agua y el canto de las aves era una tonada que podían permitirse bailar en tambaleos, si se convencían a sí mismos de que no había manera en el mundo de que ojos indiscretos pudiesen verlos. La luz del sol ululaba hasta quedar atrapada entre los cabellos de Benedikt, quien se sentía tan liviano entre sus brazos mientras giraban una y otra vez, los ojos de uno sin despegarse de los del otro, hasta que cayeron con un chapuzón seco. Ben fue el primero en ponerse de pie y ayudarle a alzarse con un firme jalón.
- Pensé que te habías ido – dijo mientras le conducía a la seguridad de la vegetación. Por Dios, estaba tan feliz de verlo. Era como si no le hubiese visto en años, en vez de hace apenas unos minutos.
- ¿Sin despedirme apropiadamente? – Friedrich frunció el entrecejo afectadamente y sacudió la cabeza, pretendiendo estar ofendido -. ¿Por quién me tomas? – sostuvo a Benedikt entre sus brazos como si fuese la cosa más delicada del mundo – Tú y yo tenemos una conversación pendiente pero no te atormentaré con eso ahora: ahora lo único que importa es que sepas que te quiero y que quiero que te pongas a salvo tan pronto como puedas.
Su mirada bajó hacia el pecho de Ben: su anillo de bodas brillaba ahí, con la magra luz que se colaba por entre el follaje y hacía reflejos de colores contra el metal. No pudo evitar sonreír. Sus labios finalmente se encontraron en una caricia tan lenta y suave, que cuando se separaron no supieron si había ocurrido o no, y por qué el mundo parecía haberse detenido y ahora por fin volviendo a dar vueltas como una rueda que se trancaba en su propio eje.
Cuando Friedrich por fin regresó a su campamento, tuvo la decencia de fingir que había caído al agua mientras perseguía una liebre. Eso al menos arrancó una carcajada a sus camaradas y les puso en mejor humor para el magro desayuno que consistía en un par de bayas y nuevamente manzanas. Necesitaban racionar las provisiones para cuando fuese momento de emprender el viaje de regreso hacia Constanza: el pan, el queso y el vino no podían permitirse desperdiciarlo de un sopetón.
Comenzaba a atardecer cuando se encontraron frente a un imponente cerro coronado con un castillo con dos grandes torres unidas por una nave tan gorda, que parecía el casco de una de aquellas embarcaciones que surcaban el Mediterráneo rumbo a Sicilia o la Tierra Santa. Una infinidad de ventanas ribeteadas en marcos de madera rojiza se estampaban en las torres, la nave central y los muros. En lo alto de los merlones de las torres y los muros resplandecía un fulgor escarlata que se fundía con la piedra amarillenta de las almenas y contra el cuál se recortaba cada tanto la sombra de los hombres montando guardia, yendo y viniendo con sus arcos, sus ballestas y el frío que tendrían que aguantar toda la noche. Este era el hogar de los Señores de Rötteln: yacía en medio de ningún sitio, custodiado por riachuelos, quebradas y un bosque impenetrable. Era hasta sorprendente que sus dueños hubieran logrado hacerse un nombre fuera de esa infranqueable nada, allá en el mundo civilizado y su ajetreo, sus mercados, y sus catedrales casi tan altas como esas torres.
Friedrich lo miraba con asombro: a lo lejos, se veía tan minúsculo como el dibujo de un copista a la orilla de un pergamino; sin embargo, era imponente y daba una sensación de ahogo al mismo tiempo: era una sepultura gigantesca, de cuyas paredes no saldría nadie sin el beneplácito de su Señor. Benedikt y su pequeña compañía se habían aventurado por esas laderas hace una hora; desde luego que pasarían la noche ahí, fuese a lo que fuese a lo que realmente iban dentro de esos muros. ¿Y si no salían más? ¿Y si no le placía al Señor dejarles salir? “Es ridículo”, se dijo a sí mismo en un intento de calmarse. Era una idea ridícula y lo sabía; pero también sabía que no tenía la menor idea sobre en qué pasos Ben andaba realmente.
- ¿Y si se quedan ahí? – Guadaña se acercó al linde del bosque, tras amarras los caballos a un árbol. El Dados estaba sentado junto al fuego, dándole con un cuchillo a un trozo de madera para hacer algo que se parecía mucho a un caballero con su escudo, casco y armadura. Alzó la cabeza, arqueó una ceja y siguió arrastrando la hoja del cuchillo contra el pedazo de madera donde estaba tallando el escudo. Carapartida, recostado sobre un atado de cuero, le echó una mirada seca a Guadaña -. ¿Por qué habría de ayudarnos ese cura?
Friedrich sintió el impulso de defender a Ben, de darle un puñetazo a Guadaña para hacerlo pensar dos veces antes de dudar de su palabra. Pero, por otra parte, quería creerle: quería creer que volvería a sus cabales y les traicionaría. No paraba de pensar en esos instantes jugando en el agua de aquel riachuelo. Era cómo quería recordarlo; era cómo le dibujaría en su memoria cuando dentro de un día hubiera dos vidas más que hubiese cercenado y esta vez fuese su esposo, la persona más pura en el mundo, quién los sirviera a su mesa con una bandeja de plata. ¿Cómo cargaría con esto? La niebla se volvía más espesa ante sus ojos y no podía escapar. Y le hervía la sangre, le hervía ahora y le había hervido entonces, dando vueltas y riendo bajo la luz del amanecer. Pero entonces también había sabido que de nada servía gritar, gruñir y discutir; al menos de nada que le permitiera dentro de dos amaneceres para mantener la cordura, anclarse a un momento efímero y pretender para siempre vivir dentro de él. Tampoco le iba a servir de nada a Ben, quien iba a tener la consciencia incluso más pesada que la suya e iba a echar en falta aún más la ilusión de haber sido felices. ¡Cuánto había querido que fuesen felices! Era todo lo que realmente había pedido en esta vida.
- Porque se lo manda el Obispo. Ya sabes cómo son estos monaguillos – fue la respuesta de Carapartida: no era particularmente más dignificante.
- Debimos agarrarlos antes de que subieran – retrucó Guadaña, sin esquivar la mirada torva del viejo -. Debimos agarrarlos hace tiempo.
- ¿Qué vas a saber tú de eso? – espetó Carapartida, claramente insultado por su insolencia. Antes de que Guadaña pudiera siquiera pensar en disculparse y en dar el tema por zanjado y olvidado, Friedrich regresó desde allá donde la luz del crepúsculo acariciaba las ramas y se adentró en el mundo de oscuridad de los árboles.
- Que nos hemos demorado días en algo que usualmente nos toma una hora, tal vez dos – terció.
- Hans von Rötteln los quiere vivos y vivos se los vamos a dar, ¿verdad? – dijo Carapartida socarronamente. No era una pregunta, él nunca preguntaba: cada palabra que salía de su boca era una orden que abrigaba una amenaza; bajo su mando estaba prohibido fallar -. Nadie que se le quite el sueño a Hans von Rötteln.
En eso el viejo tenía razón. No estaban ahí por azar; no era una humilde petición de refugio durante una noche helada -y aunque lo fuese, no podían darse el lujo de pensar que lo era-. Los Rötteln eran una Casa poderosa y cualquier asunto que esos hombres -o Benedikt, a estas alturas no podía fiarse de qué tanto o tan poco estuviera involucrado en todo este embrollo- tuviesen con ellos sería importante y, muy probablemente urgente. Y los Rötteln, con la nariz metida en la Iglesia y en el gobierno, eran gente que podía prescindir de tener paciencia y permitirse agitar la marea tanto como juzgaran necesario. Lo último que querían era que su Señor se cansara de esperar y enviase una partida de búsqueda que diese vuelta cada rincón de la Selva Negra hasta dar con dos cuerpos. Ninguno de ellos era tan estúpido como para creer que se quedaría en paz meramente con darles sepultura, y el Obispo pagaba lo suficientemente bien como para que su maraña -la cual a Friedrich le tenía absolutamente sin cuidado- pudiera irse a la tumba con esos hombres.
Nadie habló más del asunto: el Dados soltó un gruñido de aprobación antes de agachar nuevamente la cabeza y seguir tallando, Guadaña rodó los ojos con una sonrisita, como diciendo “Exagera una vez más”; Carapartida acababa de darse la media vuelta dando el tema por zanjado y Friedrich sabía que no había nada lo bastante inteligente que pudiese decir para que valiera la pena arriesgar su ira. Agarró el arco y el carcaj, y tras mascullar una excusa, desapareció entre el follaje; no volvió hasta horas más tarde, con una liebre tan bonita como la que había visto en la mañana.
Esa noche, por lo menos, logró conciliar el sueño: un estupor sombrío sin colores ni formas ni sucesos que recordaría al despertar; sin embargo, lo suficientemente tranquilo como para que su mente se sintiera fresca y el cuerpo no le doliese. Era un día gris y frío, cubierto de un espeso vaho, pero desde su escondite pudieron de igual manera ver las tres figuras montadas a caballo recortase contra la ladera del cerro a medida que bajaban, envueltas de pies a cabeza en gruesas capas, y partir entre la densa vegetación. A Friedrich se le apretó el pecho y, cuando bien entrada la tarde, y tras lo que pareció ser una eternidad caminando divisaron la Abadía de San Blas, sintió como si esas campanas estuvieran repicando ya avisadas de lo que iba a suceder.
El camino a partir de entonces se hacía estrecho y daba una vuelta tras otra, en lo que se asemejaba a un intrincado laberinto de matorrales, ramas y espinas. Era tan escarpado que era imposible subirlo a caballo, por lo que tuvieron que desmontar y llevar a los animales por las riendas. Una vez por su propio pie, Friedrich advirtió las pisadas de pezuñas por delante de ellos: Ben no les había traicionado. Tras no mucho andar, se detuvieron a esperar que cayese la noche. Caerían sobre ellos cuando ambos viajeros se hubiesen ido a dormir bajo el abrigo de la cueva: no tendrían chance de reaccionar y, si lo intentaban, acorralados entre el murallón de piedra, la floresta y la quebrada no lograrían escapar. Incluso si lo lograban, en medio de la noche no podrían dar con ningún sitio seguro, y para la mañana, tras vagar por horas y horas en un mar uniforme de troncos y follaje, sería demasiado tarde.
El sol incendió su velo grisáceo con flamas rojizas y anaranjadas a medida que se hundía en el horizonte, y pronto todo quedó en un quieto silencio bajo el crepúsculo. Allá donde las nubes se difuminaban, podían verse las estrellas y la luna alzarse. Cuando lo juzgó prudente, Carapartida dio la orden de partir, dejando al Dados atrás para cuidar de las provisiones y los caballos. La Cueva de los Murciélagos no quedaba muy lejos y, cuando por fin la tuvieron a buen recaudo, vieron el brillo rojizo y undulante de una fogata danzar contra los muros de la boca. Afuera había tres caballos; sin embargo, cuando entraron en la cámara, no había ningún indicio aparte del fuego crepitando en medio, de que alguien hubiera estado ahí.
La caverna estaba abandonada, ningún alma estaba ocupándola para dormir esa noche, y no había vestigio alguno de que alguien pensara en volver por ahí: nadie se había dejado un pellejo de agua, ni un atado de pieles, ni un morral. Carapartida respiró tan pesadamente que bien podría haber gruñido al saberse burlado por un principiante y Friedrich se echó a reír. La risa le duró poco: los caballos relincharon y pronto se cerró sobre ellos un ruido metálico.

Texto agregado el 23-01-2025, y leído por 106 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
25-01-2025 Ahora si me permites darte algunas correcciones, aunque no soy experto solo me gusta leer y escribir. Por ejemplo: Los diálogos son buenos, pero siempre se pueden pulir. Asegúrate de que las conversaciones fluyan de manera natural y que cada personaje tenga una voz distintiva. Tal vez algunos intercambios entre Friedrich y Carapartida podrían ser más dinámicos. También, podrías hacer que los cambios de escenas sean suaves. Eso, un gusto leerte gpalm1990
25-01-2025 Me gusta cómo se exploran las historias de fondo y las relaciones de los personajes, especialmente entre Friedrich, Carapartida, Guadaña, y Benedikt. Las transiciones entre los pensamientos internos de Friedrich. Además, la ambientación es vívida y detallada, lo que ayuda a visualiza la escena. gpalm1990
 
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