Una noche, me encontré abrumado por una serie de pensamientos inquietantes que surgieron en medio de la oscuridad. Sentado frente a la ventana más grande de mi casa, contemplaba la negrura exterior mientras mi corazón latía desbocado, como un tambor en una tormenta. Recordaba un sueño peculiar, tan vívido que parecía inmortal.

En este sueño, un hombre común, con un rostro similar a muchos otros, caminaba cansado y con una altura pequeña. No recordaba su nombre, como suele pasar en los sueños, pero sus palabras resonaban en mi mente. "¿De dónde vienes?" le pregunté. Me respondió que venía del fondo de todos los tiempos. No entendí su respuesta y él sonrió, como un maestro que al fin encuentra a su alumno más desafiante. "Vivo lejos de aquí, no en términos de distancia o tiempo, sino más allá de un microsegundo de la vida," añadió, dejándome aún más confundido.

"Soy un mercader de hombres y deseo una parte de ti," continuó. "¿Parte de mí?" repetí aturdido. "Sí," respondió con serenidad, "necesito tu cerebro. Contiene las coordenadas de un cuerpo destinado a nacer, uno que se convertirá en un ladrón, no de objetos materiales, sino de sueños y esperanzas."

Su mirada se intensificó y sus ojos comenzaron a agrandarse, mientras su cabello cambiaba de color y textura, volviéndose rubio y rizado. Vi que llevaba un pequeño bigote y sus dientes eran extraordinariamente blancos. "No fuma," pensé, y él sonrió de nuevo, leyendo mis pensamientos.

De repente, me encontré transportado a una sala de operaciones. A mi alrededor, hombres jóvenes con cabello rubio y rostros similares me observaban con ojos intensos. Quería hablar, pero no podía. La voz del hombre reapareció, preguntando si tenía algún deseo antes de la operación. Pensé en silencio: "Quiero conservar mi corazón." Hubo un breve silencio antes de que una voz, proveniente de lo alto, respondiera: "Solo necesitamos tu cerebro, lo demás te pertenece. No somos dioses, somos hombres de un microsegundo más allá de la vida."

Las luces se apagaron y me sentí solo, un punto en la oscuridad. Respiraba con suavidad, tratando de adaptarme a este nuevo entorno. De repente, las luces se encendieron y sentí unas manos que me trasladaban a otro lugar. El calor y la presencia de muchas personas me envolvieron. Pasaron los días y yo solo podía respirar y pensar, sin sentir miedo ni pena. El clima cambiaba y manos desconocidas cuidaban de mi cuerpo inerte.

Poco a poco, recuperé la capacidad de moverme. Una mañana, logré levantar un dedo; luego, toda la mano; finalmente, todo mi cuerpo. Caminé por la sala del sanatorio en el que me encontraba y, una tarde, me miré en el espejo. Me sorprendí al ver un rostro ajeno reflejado, un hombre sin frente, con pelos blancos y sin dientes. No podía hablar y, con mucho esfuerzo, logré salir a la calle una noche.

Las calles estaban desiertas y el sonido de las olas del mar me guió hasta la orilla. Sentí la humedad en mis piernas, mis manos, mis huesos, mi cara. Caminé hasta que el agua cubrió mi pecho, y mi corazón palpitaba de emoción. Miré al cielo negro y escuché la voz del hombre alto que vivía más allá de la vida: "Tu corazón es lo único que te pertenece realmente. Vive y siente cada momento."

Seguí caminando hasta que el mar me cubrió por completo. No respiraba, pero algo más sucedió. Todo se hizo negro y, en esa oscuridad, sentí una paz profunda. En ese instante, comprendí que la verdadera libertad estaba en aceptar y vivir plenamente cada momento, sin aferrarse a las ilusiones.