Puede que sé nazca con el criterio absoluto de la verdad. Y que lo consolide el aprendizaje de un idioma. Por aquello de que lo que se te dice está relacionado con lo real. Asunto que crece con lograr leer temprano. Porque entran a tu mente cosas que amplían tu horizonte. Pero el daño inicia cuando tus seres más cercanos dicen lo que no respalda la realidad aprendida.

Porque los confunde el no medir lo que ellos mismos te han enseñado. Y conmigo partió de una frase que mi abuelo en privado me dijo: ¡Pedro, los niños hablan cuando la gallina méa! Entonces observé la ave mencionada con más detenimiento. É hice una comparación entre sus órganos y los míos. Y, efectivamente, ella no tenía con qué.

Sin embargo, tuve que esperar varios años para asimilar el contenido de su metáfora. Un tiempo qué me llevó al absurdo de que era qué nunca debería hablar. Pero, finalmente, interpreté qué sé trató de un truco suyo para que no le desmintiera lo que afirmaba a los demás. Luego llegaron los ejemplos directos: ¡Dile qué salí, dile que las gallinas todavía no han puesto, dile qué fui a buscarlo y muchos otros!

Pero la imparable actitud humana siguió deformando mi original criterio de la verdad. Verdad que ellos mismos me sembraron. Y hasta me mostraron los peores del grupo: qué son los que viven en un mundo fantástico. Aquellos qué su ‘realidad’ es totalmente falsa. Alarmante sustitución que les convierte a los otros en tontos. Y, lo peor es, que no hay cura que pueda resolver ese problema.

Quedándome sólo con el insulto a mi, tal vez, posible inteligencia: ¡El qué ellos piensen qué yo creo todo lo que me dicen!