"Que en vuestra muerte brillen todavía vuestro espíritu y vuestra virtud como amaneceres de la tierra, si no, habréis fracasado en la Muerte"
Así habló Zaratustra - Friedrich Nietzsche
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Hoy ha llovido a borbotones, como lágrimas de gigantes que imprecan dolidas por el impacto de un rayo.
No es fácil que lloren los gigantes, pero algunas veces la Naturaleza ofrece conciertos y amaña sucesos: tantas lluvias y tantos soles vistos y degustados... tantos atardeceres resplandecientes... tantos los amaneceres borrosos...
¿Dónde irán ahora las tierras florecidas que un día amansó fértil el agua? ¿Dónde dormirán las hojas de los otoños que yo vi? ¿Dónde quedarán mis ojos?
Los cuatro elementos están aliados y se elevan a la máxima potencia: aire que se agita, agua que clama y el fuego vulnerable que se esconde entre la tierra mancillada.
Desde hace días el alma se me escapa. Ya intuí la marea que habría de inundar cada uno de mis huesos y vislumbré la voz que se perdería en la nada, como un navegar vacío y oscuro.
La crónica anunciada ha llegado como un soplo aciago que se apodera del espíritu y del paisaje.
Y llueve... caen sin cesar los lagos del cielo y estoy en la misma sintonía y vibración porque bramamos como dos tormentas vigorosas y horrendas: "cómo es arriba es abajo", ya lo dijo Hermes, Hermes Trimegisto, el tres veces grande. Pues que así sea, que llueva arriba y abajo, en el interior y en el exterior, que las tormentas rueden y aneguen el Universo con lágrimas de agua. Y que quede escrito, que deje huella, que así sea.
Y así es, porque escucho el cabalgar tempestuoso de cascabeles que chirrían entre golpes secos, como toneladas de hierro que caen por entregas al compás de un solitario monólogo.
Ríos de agua que no cesan. Roces crispados latiendo a diestro y siniestro en un cuerpo magullado.
La siembra de agujas a golpes de martillo se me clava hasta en el pensamiento y con cada punzada un resorte desata la fuerza devastadora que me ahoga las flaquezas y se atraganta de cobardías mientras las calles van desapareciendo ante mis ojos. Adiós a los rostros de cemento, adiós a las miradas que se posan en las cosas, adiós a las voces que rumian por doquier y mueren a mis espaldas. Nada queda atrás, nada dentro. El único futuro late a la deriva en el horizonte y lo persigo confundida en la cortina gris que brama en mis oídos y me anuncia el único devenir.
Sé que estoy sola, sola como la Ira, sola como la Angustia, sola como la Muerte. Soledad mortal entre intermitencias que se cruzan, mil sofocos que bullen por triunfar y alzarse con la victoria.
Sola estoy, aferrada a todo el peso de una piel mientras el aire pugna por penetrar en los pulmones agarrotados y desvencijados, respirando en osmosis porque ya van dejando de tiritar, al fin, todos los confines de la Tierra.
Ya huyen el furor y el desconsuelo y sus ríos fluyen cansados entre recovecos y heridas de pasos caminantes al ralentí.
Y sin embargo, escucho una canción de mar a lo lejos.
Esos murmullos me atraen como un amante largamente esperado, al que adivino entre ritmos cadenciosos que ahogan las olas, cuando lamen lujuriosas, las piedras fijas e impávidas de la orilla.
Como en una guerra, el agua abandona a sus hermanos y los tres elementos quedan a la intemperie.
Sé que nunca más volverá a llover.
Ahora los harapos se deshojan y la carne enrojecida asoma y brilla a la luz. Una sonrisa triunfal se despliega cuando acaricio la enorme piedra que me sale al camino y me aferro a ella como sólo saben hacerlo las almas desesperadas. Me siento diluida cuando me aprieta como una chispa liviana rondando en los átomos de su enormidad, mientras sus grandes dedos apuntan al Cosmos y atrapan todas las nubes a su paso.
Desde el infinito los pies me cuelgan con descuido al vacío y van cayendo una a una todas las caricias acuosas que los convirtieron en esponjas insensibles reverberando burbujas.
Agua en los pies y aire en los oídos.
El viento me susurra historias interminables que ya no escucho porque me aburren sus aventuras agrestes. Por eso, mis ojos se han cerrado ya, y entonces, naciendo del silencio engendrador de todos los milagros, siento que puedo tocar las cimas pétreas brotando desde mis harapos. Son las semillas fulgurantes que tienen prisa por morir: unas majestuosas alas para siempre, alas que se expanden como el deseo, alas para volar y alas para morir, alas eternas como el olvido.
Podré volar porque ellas conocen, sin duda, todos los secretos de los viajes. Ya las siento aletear sinuosas y atrevidas, seguras mientras retozan en los cabellos y crecen entre los pliegues.
Alas y manos que vuelan y suspiran hacia la eternidad, como el trigo que sigue la estela del sol creciendo en sus rayos, para hundirse al llegar, en las sombras inmortales.
El aire desaparece moribundo entre luces reflectantes que desean amarle en sus refugios. Le veo alejarse en su noche más larga y las lágrimas de siglos caen gravitantes de tristezas, ocupando toda la memoria dispersa que ya no puede resucitar.
El agua se fue, el aire feneció, y el fuego se une a la tierra en brasas mortecinas.
Casi he perdido el abrazo de la gran piedra. Durante días la veo alejarse, creciendo su abandono a las alturas, rasgando los velos invisibles del silencio azul, mientras sus lodos se agarran más que nunca a la tierra submarina.
Sé que viajo a ninguna parte. Lo sé. Olvidé en el camino la brújula del tiempo y las ganas y ahora una mano desde arriba está dibujando un alma entre compases invernales con su batuta de hielo, para que yo baile y vuele entre sus planetas de cristal.
Adiós silencios subyugantes, adiós quietud del mediodía, adiós tierra palpitante, adiós... ¡Ahora vuelo, vuelo, vuelo! Voy hacia lo alto, avistando el astro que alumbra los días, el que me observa con sus destellos impertérritos porque hace muchas lunas que ve pasar un enorme pájaro de colosales alas negras, desplegándolas y matando el brillo a su paso, mientras cierra la puerta del horizonte cuando pasa volando.
isa (13-11-02)
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