¿Ocurriría otra vez? ¿Pasaría como en el 89 o el 92? ¿O tal vez como en el 98, cuando de tan larga que se hizo pensamos que sería la partida definitiva? Pálidas, casi al borde la náusea, las facciones de Susana, nuestra mamá, parecieron caminar por el desfiladero de la convulsión a la par de esa voz que brotaba de la radio. Sumé mentalmente los meses: faltaban poco menos de tres para el 28 de noviembre. Para Susana, el nuevo duelo, o tal vez el de siempre pero que igual no dudaba en reprimir, había comenzado desde ese mismo momento en que Juan Carlos Meschini, el periodista de deportes de LU2, la radio de Bahía Blanca, reiteraba la fecha definitiva. Una y otra vez. El guiso espeso burbujeaba en el anafe cuando el aviso de condimentos y especias Don Ubaldo dio paso al dato de que Conmebol y UEFA habían llegado a un acuerdo para jugar a una hora determinada en Tokio. La mano en la boca para atajar el sollozo y un cucharón liberado, de pronto a la deriva en el tuco hirviendo, fueron la reacción que siguió en esa mujer súbitamente desesperada, en pánico, desentendida del almuerzo en proceso y de nosotros aullando de hambre en la mesa.
La voz se me hizo de otra persona cuando, ya un poco recompuesta en su desesperación, rugió que la cortara con las bolitas de miga de pan que revoleaba hacia mis hermanos. “Más grande te hacés, más pelotudo te volvés”, remató. Me salió mirarla con esa parsimonia marmota del adolescente que divide sus días entre la paja, las primeras borracheras con amigos y las monedas de la casa dilapidadas en el salón de videojuegos. Desde el recelo del hermano mayor que debe ayudar en la crianza de los más chicos aunque nada tuvo que ver con la célula huevo o cigoto que dio pie a los dos forajidos con los que comparte cucheta y devenir.
El interés por el guiso revivió bajo la forma del tenedor que mamá usó para pescar el cucharón ahogado en el aceite y la espesura del puré de tomate de lata. “¿Será que ese partido se pueda cambiar?”, dijo en un momento, de espaldas a nuestra impaciencia de alimentos y el cruce de patadas silenciosas por debajo de la mesa. Apreté los hombros en señal de ni idea y miré a los demás. “No creo”, respondió Diego, mejor conocido como el Bocón. “Es una final”, siguió. “Las finales se acuerdan con mucha anticipación”. Pegado al Bocón, Jairo, alias el Tilingo, contestó con algo parecido: “Mil años que esos muertos no llegaban a ese partido, ma. Olvidate que lo van a cambiar. Seguro hasta deben haber pedido jugarlo antes”. La sola mención de esa posibilidad, un cambio de fecha por demás de remoto, arrancó un sollozo de la garganta de Susana. Un chapoteo breve nos hizo entender que el tenedor también ya nadaba, suelto, en el líquido caliente.
Crucé miradas con el Bocón, que con la cabeza me señaló al Tilingo, quien, como siempre que andaba con hambre, poco a poco se desconectaba de la realidad y quedaba en un estado cercano a la inconsciencia. Apenas dos años menor que yo, acumulaba quilombos de conducta en primaria y secundaria, y un sinfín de piñas recibidas por tirarles onda a minas con novio. El Bocón completaba el tridente masculino: lengua larga, rápido de la cabeza, corto como pata de heladera. Tan inteligente para la escuela como inútil para patear una pelota. Cargaba con el estigma del enano al que nadie le presta atención porque no sirve ni para alcanzarte un frasco.
Medio polvo, muestra gratis, patovica de pelotero, algunos de los apodos que le ponían los más grandes. Compensaba la falta de talento deportivo con una memoria prodigiosa para retener fechas y datos, y una habilidad para sacar cuentas que envidiaban hasta los contadores amigos de papá. Porque, claro, después estaba papá. Chicho, para la mayoría.
Chicho, o más bien las ausencias de Chicho, eran la inquietud más grande que atravesaba los días de mamá. O su vida entera, para ser más claro. Desapariciones que a veces ocurrían muy seguido. Porque si bien nosotros éramos chicos, recordábamos muy bien las tres semanas de 1992. Incluso el Bocón y su memoria a prueba de meningitis, cachetazos en la cabeza y epidemias escolares de piojos, afirmó en más de una oportunidad que papá había incluso faltado más días en el 89. Al Bocón le sobraba firmeza para sostener el dato y esto más allá de que apenas había cumplido 1 año cuando tuvo lugar esa borrada de Chicho.
El Tilingo, que en 1989 tenía tres años, juraba no recordar nada de esa época pero sí tenía bien presente la ausencia de 1992. Y no por haber sido un momento feliz en su vida turbulenta: ese fue el año en que los policías del pueblo lo sorprendieron robando ciruelas de la planta de un vecino y decidieron molerlo a palos en la comisaría. Según le dijeron, para corregirlo. Los mismos canas que dos por tres venían a casa a comerse un asado porque Chicho se llevaba con los uniformes. Carreño, Muñoz y Giménez, el trío parrillero, agradecieron la confraternidad de papá pegándole a un chico de 6 años con una manguera envuelta en trapos para no dejar marcas. Mentiría si no digo que me puse contento cuando en el pueblo se supo del cáncer de Carreño. O de que a Muñoz sus propios compañeros le decían toro nadador porque sólo se le veían los cuernos. O de que a Giménez se le había muerto un hijo en brazos, ahogado, después de una mamadera dada a las apuradas.
La normalidad con que tomábamos las ausencias de Chicho transcurrieron con relativa indiferencia hasta que llegó 1998. Para ese entonces, tenía un puesto consolidado en la cooperativa eléctrica. Ya sabíamos de su diabetes, de los olvidos. Sobre todo, de cómo se olvidaba de nosotros. También teníamos una versión de lo ocurrido en 1989: el Bocón decía que ese año papá se ausentó un mes. Y que mamá nos había explicado que Chicho faltaba porque la Superintendencia de Bahía Blanca lo había vuelto a convocar, esa vez para controlar unos saqueos. Ahora que lo pienso, ese argumento no tenía sentido en tanto papá ya no laburaba con los canas, siempre según Susana, desde el 83.
Que papá no había sido sargento del Ejército, como tantas veces nos había repetido, sino mucho más que eso, lo supimos en una de nuestras tantas mudanzas entre ciudades y pueblos. Fue en el vaivén de la última, la que nos trajo definitivamente a Sierra de la Ventana, que el Tilingo dio con la caja de fotos. Y ahí estaba Chicho con sus amigos de mucha ropa verde oliva, en otras imágenes al trote, enredando con cables a algún compinche o desarmando una granada de esas que aparecen en las películas de guerra. Según el Bocón, papá regresó cambiado de aquella ausencia de noviembre del 89. Si ya de por sí hablaba poco, desde ese momento lo hizo mucho menos. La mudez coincidió con el diagnóstico de diabetes que vino después, el cambio de dieta para manejar el azúcar, las arañas en el techo que decía ver cada tanto. “Me mordieron, te juro que anoche me mordieron”, gritó desaforado una mañana desde la habitación que compartía con mamá.
Creo que desde ahí comienzan mis recuerdos. Las lastimaduras en su cuerpo empezaron a hacerse más frecuentes. Después vino el trámite de la jubilación por incapacidad, aunque desde hacía tiempo papá apenas si salía de casa, y la posibilidad de empezar a laburar en la cooperativa eléctrica. Todo fue relativamente fácil para él: un milico es bien visto en cualquier pueblo del interior, y más en uno donde convive con otros de su misma condición. Así caímos en Sierra de la Ventana después de rodar por La Plata, Azul, Pigüé, Monte Hermoso y Bahía Blanca. Fue Cacho Rosales, el mismo oficial que dijo no haber sabido nada de la golpiza al Tilingo pese que mandaba en la comisaría, quien le habló a mi viejo de este pueblo tranquilo de montañas bajas, arroyito y monte. Todavía lo recuerdo gritándole a través del teléfono en nuestra anteúltima casa en Bahía Blanca. Que cómo no nos iba a dar una mano después de lo que papá había hecho por él en Campo de Mayo. Que “tranquilo, Chicho, que acá hay casas en alquiler para todos, veníte que el pueblo está creciendo, ahora hasta abrieron un casino. Te vas a cagar de risa con la pensión y la jubilación, vas a ver”. Pero igual papá nunca dejó de hacer sus changas, como les decía a esos llamados que a veces lo sacaban de la cama a mitad de la noche.
Siempre tuve muy fresca la ausencia de papá de 1992. Fue en diciembre, a muy pocos días de la navidad. En el galpón del fondo ya habíamos juntado los rompeportones, las varillas para pegarles a las chapas, como hacíamos cada año cuando el espíritu de las fiestas nos ponía entre eufóricos y desquiciados. Las clases al fin concluían y el arroyo nos llamaba, sobre todo el puente del dique sobre el Sauce Grande desde el que empujábamos al agua a las pibas que nos gustaban. Juntábamos las monedas con la banda para alquilarle un gomón a Tallarín, el dueño del único puesto de helados de palito, cámaras de auto infladas y banana flotadora gigante del balneario. Fue precisamente Tallarín quien, en esos días previos a la desaparición de Chicho, tiró la pregunta que nos sacudió desde lo impensado. “¿Y tu viejo?”, nos preguntó a los tres. “En casa”, respondió el Tilingo. “¿Cómo que en casa? ¿Todavía no se fue?”, interrogó, masticando una sonrisa. Las preguntas del capo de la banana flotadora gigante echaron viento en la inercia habitual del Tilingo y entraron en el ángulo de la curiosidad del Bocón, sin dudas el más despierto de los tres.
Papá no volvió de la cooperativa eléctrica ya desde el viernes 18 de diciembre de 1992 a las 5 de la tarde. Como Chicho iba al laburo en bicicleta, y Susana odiaba manejar y yo recién estaba aprendiendo, el Renault 11 bordó nunca se movió de la puerta de casa. Mamá no comió con nosotros esa noche. Se quedó afuera de la casa, sentada en una reposera a metros de la vereda, con un vaso con agua, un atado de cigarrillos, un encendedor a un costado, y dos pastillas rosadas sobre una de sus rodillas flexionadas. En perfecto equilibrio. En un momento salí a preguntarle si estaba bien, si no pensaba comer algo. “Estoy tan cansada, Gonzalo”, murmuró, luego de lanzar una bocanada de humo espeso. “Tan podrida”. De pronto se puso de pie y avanzó hasta mí. Supuse que vendría un abrazo fuerte, tal vez de madre desesperada a su primer hijo, pero no. Lo que siguió fue su mano extendida acercándome los Marlboro. “Uno y lo guardás adentro”, dijo. Nunca supe cómo y cuándo mamá se enteró que a veces se me daba por fumar. “Apagá todo cuando te acuestes. Me voy a caminar”, agregó. La vi agitar las pastillas en su puño apenas apretado, mandárselas de un saque casi hasta la garganta y tragar el agua de un tirón. En ese estado, mamá emprendió aquella caminata nocturna. Con papá lejos de ella. Y ella de nosotros. Una confirmación de la familia que jamás habíamos sido.
Los más de 10 días de ausencia de Chicho fueron, también, de desconexión total de Susana. Permaneció en su habitación y con el televisor encendido día y noche. El volumen siempre bajito. Y las rodillas flexionadas con dos pastillas rosadas sobre una de las rótulas. En nuestro caso, la falta de control nos habilitó para gastar el tiempo en las piletas municipales, ir con los amigos a pescar, o jugar a la pelota en la canchita de Villa Arcadia. Las noches transcurrieron con nosotros cenando casi siempre solos. Pizza y empanadas, pizza y empanadas, pizza y empanadas. Mientras mamá se dejaba caer en su reposera cerca de la vereda. Cigarrillos, encendedor, agua y pastillas a mano. Para después internarse en las calles semioscuras como separándose de sí misma. “Mamá nos mira con bronca todo el tiempo ¿notaron?”, dijo el Bocón una madrugada de sueño inexistente y conversaciones en voz baja en la habitación compartida. “Para mí que nos culpa de lo de papá”, acotó el Tilingo, que a diario conectaba y desconectaba con la realidad caótica de la casa. ¿Acaso papá y mamá iban a separarse por nosotros? ¿Chicho seguía trabajando para el Ejército o la policía? ¿Nosotros le habíamos jodido la carrera? ¿O había algo más? Esa noche gasté horas de sueño dándoles vueltas a esas preguntas hasta que, por fortuna, el cansancio hizo lo suyo.
La teoría de los ovnis no surgió ni del Bocón ni de mí. Sumaban cuatro las empanadas de carne que había tragado mientras mamá desaparecía otra vez en la noche negra cuando el Tilingo dijo que la clave de lo que pasaba con papá estaba en lo de Alberto Struzzo. Desde que la había escuchado de boca de Néstor de la Iglesia, el conductor del noticiero de Telenueva Canal 9 de Bahía Blanca, usaba la expresión “la clave” siempre que podía. Al igual que nosotros, Struzzo cayó en Sierra de la Ventana a mediados de los 80. El aterrizaje había ocurrido como tantos otros: alguien de Buenos Aires que nadie conoce de pronto compra un lugar caro y emblemático del lugar, dice dos veces buen día, dona una canasta familiar al comedor de la escuela primaria, dos cascos al cuartel de bomberos, una lata de pintura a la capilla, y a los dos meses lo tenés sentado en todas las asambleas y cooperadoras del pueblo. En su caso, Struzzo se había hecho con el Belvedere, el hotel más antiguo de la zona. Pero no para devolverle algo de su esplendor sino todo lo contrario: cerró por completo sus habitaciones y sólo mantuvo abiertos un hall y una confitería con olor a cigarrillo, cerveza volcada y maní rancio, que abría contadas noches al mes. Y siempre en semi penumbras. En el garaje del mismo hotel Struzzo montó un salón de videojuegos que rápidamente hizo furor entre el piberío. A los dos meses ya nos boxeábamos para lograr unos minutos en el Street Fighter, el Double Dragon, el Hat Trick Hero. El plus del lugar lo daba la rockola, la única entre los pueblos de la comarca serrana, y que también alentaba las piñas entre los más grandes de Sierra de la Ventana y Saldungaray, que se disputaban el control del aparato para poner Hermética o Dire Straits.
Junto al hotel, Struzzo luego hizo construir una cancha de paddle, tan común en los 90. Llegó tarde al boom: fue la cuarta cancha levantada en un pueblo de 900 habitantes, la mayoría viejos jubilados con movilidad reducida. Inaugurada la cancha de paddle, el Bocón no tardó mucho tiempo en decir que Alberto había armado eso “para disimular la guita que tiene, porque no es de él”. Aunque rara vez veías a alguien tomando algo en el lugar, la confitería de Struzzo abría todas las noches menos los viernes. Esa noche estaba reservada para la reunión de un grupito de vecinos ilustres –con Quintana y Sivak, dos amigos de Struzzo también llegados de Buenos Aires, a la cabeza–, de Sierra de la Ventana que, Gancia, Cazalis y fernet de por medio, ahondaba en uno de los misterios, según ellos, más visibles y probados del pueblo: la presencia de extraterrestres. O lo que era más grave aún: la existencia en Sierra de la Ventana de una base intraterrena alienígena. En esos encuentros, le contó Chicho a mamá la primera vez que lo convocaron, se discutían zonas de avistamiento y aterrizaje, cómo hablar con los extraterrestres y que te entiendan, y las formas de intercambiar información. “Hay un ida y vuelta con Los Grises”, le dijo a Susana en una cena mientras nosotros mascábamos lento un completo de salame.
Corto de palabras como era, a papá le llevó un buen rato explicar que Los Grises eran, siempre según él, una raza de extraterrestres que trataba directamente con Struzzo y no un grupo como esos con los que Chicho había trabajado antes de la jubilación. Porque sí: en un momento papá dio el paso y se hizo parte de la reunión de los viernes en la confitería. Al rejunte de ufólogos el Bocón lo bautizó como “Los Zentraedis” por un dibujo animado que miraba todas las tardes. La participación de papá en ese grupo sumó otra probable causa a las desapariciones que Chicho llevaba a cabo cada tanto. Una explicación tan delirante como posible. Papá y Struzzo sólo se trataban por alguna que otra reunión social, pero Alberto sabía de Chicho por conocidos en común de Buenos Aires. En la única vez que habló del tema, mamá dijo que Struzzo había integrado un grupito de exjefes de papá que trabajaban con unas máquinas especiales, algo de la radiación humana, pero que los experimentos habían salido mal. Susana sostuvo que de seguro Struzzo no era el apellido verdadero de Alberto. Afirmó, además, que el tipo se la había querido levantar en un torneo de paddle.
Cuando papá decidió ausentarse dos semanas en otro diciembre, ya en 1998, el Tilingo dijo que días antes, mientras jugaba al Wonder Boy en el local de Alberto, escuchó a Struzzo cagando a pedos a Juanjo, su empleado, mientras revisaba la guita de la caja. “Lo puteó mal y hasta pensé que le iba a poner un castañazo”, comentó el Tilingo, rememorando el incidente ya con Chicho desaparecido. Tomábamos una Zucoa los tres solos en casa cuando entró a contar. “Armando le dijo que era un pelotudo, que cómo no había terminado de armar los paquetes para el intercambio. Que ahora tenían que salir a buscar las piedras con el tiempo vencido encima. Y que ya sabía cómo se ponían cuando no se les cumplía”, aseguró haber escuchado. Le preguntamos si Juanjo había replicado algo y contestó que no. “Al final Alberto dijo que había que convocar al grupo para salir a las montañas. Y que él no iba a poner la cara por nadie”, agregó.
Pocos días después de ese incidente, y tras otro viernes de “Los Zentraedis” en la confitería de Struzzo, papá desaparecía por dos semanas. El hecho de que el día que iniciara su nueva ausencia haya ido a la cooperativa eléctrica portando botas de goma siendo que llevábamos una sequía de dos meses alentó la hipótesis extraterrestre del Tilingo. “Pero las botas de goma son muy incómodas para caminar en la sierra”, tiró el Bocón. “Es cierto, pero te protegen si te quiere morder un yara”, replicó el Tilingo. Esa primera noche sin Chicho, mamá evitó la cena con nosotros. Dijo que estaba cansada de ser la boluda, que tenía una reunión con sus amistades de paddle. La mayoría eran esposas de “Los Zentraedis”. Fue aquella madrugada de diciembre de 1998 que los tres pactamos resolver qué carajo pasaba con papá. Si es que volvía, lo rescataríamos de ese grupo de loquitos. Montaríamos guardia en la cooperativa para saber con quién carajo hablaba o se juntaba Chicho. También le diríamos que la corte con responder a los pedidos de su antiguo laburo ¿sino para qué carajo se había jubilado? Acordamos hacerle la vida imposible si eso era necesario para mantenerlo con nosotros.
Fue el 21 de diciembre de ese año, a menos de una semana de papá reaparecido, que el Bocón sintió la revelación. Masticábamos cucharadas de Nesquik directamente de la lata cuando el más chico pronunció aquella frase. “Es que Boca está por ganar algo”, murmuró, con la mirada perdida. Parecía haber entrado en trance. El Tilingo soltó una risita. “Más bostero no podés ser”, acotó. “Qué tendrá que ver… si papá también es de Boca. Un enfermo de Boca, de hecho”, insistió el Bocón. Yo también aporté mis dudas: “¿Pero por qué desaparecería? Porque si es, supongamos, una cábala, es la más boluda del mundo…”. El Bocón cerró su presunción con un “piénsenlo”. Y quedamos en hablarlo por la noche, aprovechando que por esas horas mamá ya andaría de excursión física y mental fuera de la casa. Horas después, el piso de nuestra habitación era un mar de recortes de diarios, anuarios de El Gráfico y hasta alguna tarjeta de PRODE, que el Bocón de alguna forma había sustraído de la biblioteca Mariano Moreno. “Las pruebas”, anunció el Bocón, con el pecho inflado y todavía transpirado por el picadito vespertino que acababa de disputar en la colonia de vacaciones de Luz y Fuerza.
Fibrón amarillo en mano, uno de esos que mamá guardaba celosamente en su cajonera de maquillajes, tijeras, cintas y otros elementos que hacen falta y siempre se pierden, entró a resaltar frases y fotos. “¿Qué pasó la semana previa al 29 de noviembre de 1989, en una de las desapariciones que sólo unos pocos recordamos?”, se agrandó. “Comimos polenta sin nada como en todo ese tiempo de Alfonsín”, tiró el Tilingo. El Bocón ni sonrió. Marcó una tapa de El Gráfico y un título principal: Un grito esperado ¡Boca campeón! “¿Y en diciembre de 1992?”, siguió, para enseguida señalar una portada de Clarín en blanco y negro: Al fin, BOCA gritó CAMPEÓN. “Y ahora que acaba de regresar ¿qué encontramos en común?”, siguió el Bocón. Intervine: “El Boca de Bianchi. Campeón del Apertura 98 con Román en versión maradoneana”. El Tilingo no se dejaba convencer: “Está bien, ponele que Chicho tuvo su póster del Beto Márcico, del Mono Navarro Montoya. Y que ahora está jode y jode con Riquelme. Pero me parece una estupidez pensar que un tipo se va de su casa por semanas cada vez que juega Boca. Si hace eso por un campeonato pedorro ¿qué haría, no sé, con un partido contra el Real Madrid?”
Nos quedamos en silencio. ¿Y si en realidad era como decía el Bocón? Sonaba inverosímil. ¿Por qué se iría de casa justo en esas fechas, si podía ver los partidos piola en el sillón? A mamá el fútbol no le importaba en absoluto. ¿Sería, entonces, por alguna promesa hecho a la virgen o a algún santo? ¿Tal vez por una apuesta? Me fui a dormir sintiéndome el más nabo por sólo pensar en la teoría de Diego. Desde la cama de arriba de la cucheta, el mismo Bocón soltó un último vaticinio antes de dormirse: “Ustedes dejen que pasen unos meses y me van a terminar dando la razón. Ya van a ver”.
La siguiente desaparición de Chicho tuvo lugar entre el 15 y el 21 de junio de 1999. Y justo Boca campeón del Clausura. Le siguió otra del 18 al 23 de junio del 2000. Boca campeón de la Copa Libertadores. Prácticamente, un año después. Para ese entonces del grupo de “Los Zentraedis” no quedaban ni las migas. Alberto Struzzo se había hecho budista y mudado a una cabaña cerca del cerro Ceferino, Bernardo Quintana vivía en Paraguay, escapado por un temita de papeles de unos autos usados, y el Fideo Sivak –o lo que quedaba de él– miraba crecer el pasto desde abajo en el cementerio de Saldungaray. Se había volado la cabeza de un tiro tras enterarse que aparecía en unos archivos de aviadores que habían prestado servicio en la Armada antes de 1983. Esos mismos datos e investigaciones terminaron por frenar por completo los viajes de papá a Bahía Blanca para dar entrenamientos en la Superintendencia. Así llegamos a la confirmación del partido de Boca con el Real Madrid por la Copa Intercontinental, a jugarse el 28 de noviembre del 2000. Y al cucharón haciendo fondo profundo en el tuco y Susana preguntando si ese partido no se podía cambiar. Como si todo fuese un capricho hecho para ser desactivado por tres pibes sorteando la infancia y la adolescencia. “¿Qué tiene que pasar para que se suspenda?”, siguió mamá ese mediodía, ya sin disimular las lágrimas. Los tres quedamos tiesos en la mesa. Por el estado de Susana pero más aún porque parecía confirmarse la idea del Bocón. “Mínimo se tendría que morir Riquelme”, dije sin pensar. “Y encima Boca va puntero del Apertura”, acotó el Tilingo. “Puede salir campeón otra vez al mes de jugar con el Real…”.
Mamá ya no pudo contenerse y soltó el llanto. Me levanté de la silla para abrazarla, contenerla de algún modo, pero ella me rechazó con un ademán. Volvería la táctica del clonazepam, como cada vez que Chicho se ausentaba. Volverían sus caminatas nocturnas después del cigarrillo, las pastillas y el vaso con agua. Y el regreso zombie, colapsado, de esa mujer que amábamos tanto y que no sabíamos cómo cuidar. Que por momentos se nos hacía igual de ajena como ese hombre por el que ahora tanto lloraba.
El lunes 27 de noviembre de 2000, cinco días antes del partido entre Boca y el Real Madrid, papá salió de la cooperativa eléctrica dos horas antes de su horario habitual. De su hombro colgaba un bolso que nunca habíamos visto. Chicho subió despreocupado al colectivo de La Estrella que todas las tardes pasaba por Sierra de la Ventana de camino a Coronel Suárez. Nunca vio el Renault 11 bordó estacionado a unos metros. Desde su asiento enseguida reclinado jamás notó que, ya el bondi en movimiento, era seguido a una distancia relativamente corta. Según el Tilingo, papá subió al colectivo con una sonrisa como jamás le había visto. “Y no creo que esté contento sólo por Boca”, murmuró el Bocón, acomodado atrás pero apoyado al medio y entre los dos asientos de adelante. Tan entusiasmado estaría Chicho que no escuchó el ronroneo tan característico de nuestro pobre y destartalado auto.
El colectivo se detuvo casi en el acceso a Coronel Suárez. Lo vimos pegarse a la vereda de una casa baja, con un frente de jardín y puerta de reja, y un zaguán con dos reposeras para tomar el fresco. Paramos varios metros antes pero incluso desde ahí el Tilingo juró que pudo ver cómo papá sacaba un juego de llaves de su bolsillo, ubicaba la cerradura y giraba hasta abrir la puerta de rejas. Estacionamos junto a ese ingreso una vez que papá cerró detrás suyo la puerta principal de la casa. “¿Y ahora qué hacemos?”, dijo el Bocón. “Esperamos a ver qué pasa y después nos vamos”, contesté. “Si papá nos llega a ver acá y con el auto nos va a dar la paliza de nuestras vidas”, temió el Bocón. El Tilingo propuso la distinta: “Hay que encararlo”. “¿Cómo que encararlo?, pregunté. “Sí, de una”, insistió el Tilingo. “Le tiene que caber. Tenemos que encararlo ahí dónde está ahora. Apretarlo hasta que confiese qué pasa. Y que se vaya todo a la concha de la lora”.
Todavía no sé de dónde sacamos fuerzas para bajarnos del auto. Menos aún, cómo nos animamos a atravesar la puerta de rejas, entrar el zaguán y buscar el timbre. Nos detuvo una voz tan potente como amable que de pronto nos llegó desde la vereda. La de ese muchacho alto, más grande que nosotros, preguntando qué buscábamos. O, mejor dicho, a quién buscábamos. El Bocón fue el único que pudo pronunciar palabra. Preguntó si esa era la casa del bicicletero, dio un apellido cualquiera –“Piergentili”–, inventó que necesitábamos saber unos precios. El muchacho escuchó, sonrió y caminó hasta el zaguán. Dijo que nos habíamos equivocado, que ahí no vivía ningún bicicletero y que el apellido no le sonaba. Y después soltó la frase que lastimó para siempre la cabeza y el corazón de los tres: “Esta es la casa de Chicho, el electricista. Pero si igual están necesitando a mi papá para preguntarle por un bicicletero o por otro laburo, les diría que vuelvan recién en unos días. Acaba de llegar de viaje y además mañana juega Boca. Detesta que le rompan las bolas cuando sabe que va a ver a Román en familia”.
Mamá permanecía en silencio, sentada junto a la mesa del comedor, y apenas si levantó los ojos cuando nos vio entrar a la casa ya de noche, recién llegados de Coronel Suárez. No reparó en que los tres teníamos los parpados hinchados de tanto llorar y la garganta ronca por gritar nuestra tristeza a lo largo del camino de regreso. No dijo nada de la hora, de que nos robamos el auto, de que la miramos con más lástima que amor. “Las albóndigas todavía están calientes, sírvanse”, murmuró. Lo que siguió fue Susana deslizándose hasta la puerta a la calle para después girar y dedicarnos una sonrisa gastada, de alegría muerta. “Mañana no hagan mucho ruido si se levantan para ver a Boca”, dijo. “Yo ahora necesito caminar un rato”. Sentados a la mesa, pero pendientes a través del ventanal más cercano, la vimos alejarse de esa casa, la nuestra, tan ajena, tan pavorosamente desconocida, como la vida de nuestros padres. Hasta que la negrura de la noche hizo de mamá otra sombra completa.
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