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Close to me de The Cure, pero no la versión de 1985, sino la que incluyeron cinco años después en su disco Mixed Up. En la versión original, bajo, batería y palmadas se entremezclan con una sucesión de jadeos entrecortados. Es una canción que trata sobre miedos de infancia y alucinaciones febriles, pero su ritmo trotón, su melodía juguetona y esa línea de teclado tan pueril y pegadiza, que podría tocarse con un solo dedo, te transportan a un sentimiento de tonalidades románticas. I’ve waited hours for this / I’ve made myself so sick... podría expresar la anticipación de algo que está a punto de suceder, quizás el primer beso o el primer encuentro sexual con alguien que te hace perder la cabeza, pero no sabemos si aquello va a pasar o es solo una fantasía del protagonista y, a la vez, hay una ansiedad, una sensación de que algo terrible va a ocurrir, que se transmite en los jadeos y respiraciones de fondo; tantas sensaciones, tantas ideas contrapuestas en esta canción que he tarareado miles de veces sin entenderla del todo.
Empezó a sonar poco después de que entráramos en La Hacienda —un jueves por la noche del verano del 92 en el que, con 16 años, mis padres me enviaron de voluntario a un albergue en Bélgica—, pero no era la versión del disco The Head on the Door sino la remezcla que hicieron años después para las discotecas. En ella la línea de bajo ha pasado a un primer plano, arropada por panderetas y un colchón de sintetizadores que te envuelven en una inconsciente placidez; no se escuchan los jadeos, como si el abrazo del ansiolítico hubiera ahogado la congoja; entonces entra un beat de hip-hop, arrebatador, que te impulsa a mover los pies.
Había venido con la pandilla del albergue: el gran Guy, que llevaba semanas anunciándonos la fiesta; Benoit, el hijo de la dueña, que aquel verano se había iniciado en todos los vicios; José, un español algo fantasma que trabajaba en recepción, y Odile, la monitora de unas colonias infantiles, que aquella noche se había apuntado a la fiesta con nosotros.
Apoyado en la barra, mirando los haces de luz que cruzaban la pista, notando la vibración del bajo en el pecho, sentía que no había ningún otro lugar en el mundo en el que quisiera estar en ese momento. El humo del cigarro me hizo perder agradablemente el equilibrio. Di un trago del segundo botellín de Jupiler de la noche, sintiendo su efervescencia en la garganta, no necesitaba mucho más para empezar a caminar por el aire. Chicas de tops ajustados y sonrisas deslumbrantes esperaban al otro extremo de la sala. A uno de los lados de la pista se alzaba un gran cañón metálico. Comenzó a sonar un zumbido persistente, de intensidad creciente, que me hizo pensar en el ruido de una lavadora justo antes de romperse.

Un torrente de copos de espuma atravesó el aire ante el clamor de los jóvenes, una erupción de proyectiles etéreos que emanaban del cañón metálico y se distribuían por el suelo y las paredes, por los cuerpos que saltaban eufóricos, mientras las luces se entrecruzaban frenéticamente al son de This is the Rythm of the Night.
La pandilla del albergue nos lanzamos a la pista. Recuerdo la humedad refrescante de la espuma, la sensación de millones de burbujitas estallando contra mi piel, el olor aséptico de la espuma, el sabor a nada cuando entraba en tu boca, las burbujas en los oídos, haces de luz blanca atravesando montañas de nieve diáfana.
Guy se había hecho un gorro y una larga barba de espuma y ahora posaba para una foto con aquella gracia absurda que solo él tenía. Nunca había conocido a nadie con ese magnetismo. Pasaba las tardes ociosas en el albergue bebiendo cervezas con nosotros. Si era viernes, venía con su americana de cuatro colores, una extravagancia que no todo el mundo podía llevar, pero que a él le quedaba como un guante. Había algo aristocrático en su rostro de ojos azules y su ondulado pelo negro. No era guapo, pero a nadie le importaba eso. Aquel verano vinieron varios grupos de adolescentes al albergue y Guy siempre acababa ligando con alguna de las chicas. No le costaba ningún esfuerzo y tampoco parecían importarle demasiado. ¿Un grupo de adolescentes del extrarradio con problemas? Pues él terminaba con una chica seria con gafotas, que se juntaba con nosotros y no decía nada. ¿Una residencia de arte dramático? Pues Guy acabaría enrollándose con la niña que hacía de Julieta, mientras yo lo miraba envidioso, preguntándome cómo coño lo hacía.
Odile bailaba a mi lado en medio de una nube de espuma, sin parar de hablar en ningún momento. No entendía ni una palabra, pero me partía de risa; cualquier cosa que dijera con aquella voz cantarina me resultaba cómico.
Hacía algo más de dos semanas, se había instalado en el albergue una colonia infantil de la que Odile era monitora. La primera vez que la vi iba por el camino que llevaba al lago, con una larga fila de niños detrás siguiéndola como patitos. La propia Odile tenía algo de mamá pata, con aquella cabecita encima su largo cuello, sus ojos pícaros y su gran boca sonriente. Aunque quizás tenía algo más de garza que de pata, dada la longitud de sus piernas.
Debía de ser un trabajo agotador. Una tarde pasé junto a la sala de actividades donde sonaba una música atronadora. En su interior había un montón de niños bailando como locos. Odile me saludó desde la entrada, sin dejar de girarse una y otra vez para controlar a los chiquillos.
—Hoy tenemos fiesta —me dijo, resoplando como dibujo animado—. ¿Has visto a nuestro técnico de luces? Es un fenómeno.
Frente al interruptor había un niño minúsculo que encendía y apagaba las luces sin parar. Habían cerrado todas las cortinas y así conseguían un efecto discoteca.
Horas más tarde, cuando regresaba a mi habitación después de las cervezas, volví a encontrarme con Odile. Llevaba el cepillo y la pasta de dientes, y una toalla colgando del brazo. Iba vestida con un pijama de pantalones cortos. Me sentí un poco incómodo por la intimidad de aquel encuentro, pero ella estaba encantada. Era alucinante la cantidad de palabras que aquella mujer pronunciaba por minuto. Esperaba que los niños la dejaran dormir aquella noche, ahora están todos tranquilos, crucemos los dedos, me contó algo de un tal Paul y de una tal Marine, hablamos de las olimpíadas de Barcelona y del calor, esa canícula que nos tenía fritos, todo con aquella voz cantarina que me cautivaba. No podía evitarlo, los ojos se me iban a sus piernas. Me dio mucha vergüenza, porque Odile se dio cuenta.
—Son muy largas, ¿verdad?
—Perdona, yo...
—Las tengo desproporcionadamente largas. Es una deformidad. Qué le voy a hacer.
Pues a mí aquella deformidad me resultaba de lo más atractiva y me inspiró vertiginosas fantasías esa noche y muchas otras que siguieron a aquel encuentro.
Cuando se fue el grupo de niños Odile no se marchó con ellos, sino que se quedó en el albergue. Aquello dio lugar a muchas conjeturas. Nadie lo expresó con más contundencia que José: «Esta quiere cacho, porque si no, no se quedaría». «Es una tipa extraña», se limitó a decir Guy. ¿Sería verdad lo que decía José? ¿Se habría quedado Odile por alguien? Pero, ¿por quién? En el fondo de mi corazón soñaba que pudiera ser por mí. En cualquier caso, fue muy bien recibida cuando se apuntó a tomar cervezas con nosotros por las tardes. Yo no podía dejar de mirarla y me di cuenta de que, cuando nuestros ojos se cruzaban, ella me mantenía la mirada.
Una mañana que tenía libre la encontré tomando el sol en la terraza. Le dije que me iba a pasear por el lago y ella me preguntó si podía venir conmigo. Mientras caminábamos entre los abetos, Odile me contó que se estaba divorciando. Por eso se había quedado unos días más en el albergue. No quería encontrarse con su ex en el piso.

El brazo de Benoit se apoyó pesadamente sobre mi hombro y me arrastró con él por la pista. Un momento después nos habíamos juntado todos en una melé e íbamos saltando de un lado a otro, en plena exaltación de la amistad. Veía las sonrisas parpadeantes de Benoit, Guy, Odile y José. No era fácil seguirles el ritmo. Un giro brusco hizo que me descolgara del grupo y acabara escurriéndome hasta el fondo de aquel mar de espuma. Al abrir los ojos todo era luz blanca palpitante, como si me encontrara en un universo paralelo desconectado del mundo exterior. Al emerger, vi cúmulos de espuma pasando sobre mi cabeza como trozos del relleno de un sofá que se desplazaban por el espacio.
Sonó el principio del riff de Smells Like Teen Spirit y un instante después la pista se había convertido en un caos de sensualidad, de cuerpos resbaladizos y labios voluptuosos, incitantes escotes y torsos brillantes, con bellezas espumadas subidas en lo alto del pódium, despertando el deseo. Odile apareció ante mí. Se puso a bailar imitando mis pasos. Me sentía afortunado y al mismo tiempo intimidado de que estuviera haciéndome caso. Podía ver sus pequeños pechos contra la tela mojada. De vez en cuando su ombligo asomaba bajo el borde de la camiseta.
Al terminar la canción bajaron las luces y, tras un silencio, comenzó a sonar el punteo de Under the bridge de Red Hot Chilli Pepers. Ella me miró divertida, como diciéndome: y ahora qué. Abrió los brazos dándome a entender que no teníamos más alternativa que bailar juntos. Empezamos el baile, abrazados de forma pudorosa. Ella hablaba sin pausa. El perturbador aroma de la ginebra en sus labios. Fue acercándome poco a poco, hasta que sentí su vientre y el roce de sus pechos. Jamás había estado tan cerca de una mujer. Como el niño de la canción de The Cure, no creía que lo que llevaba tanto tiempo esperando pudiera estar tan cerca de mí. Intenta ver en la oscuridad. Intenta que funcione. Para sentir el miedo. Antes de que estés aquí. Tan cerca de Odile, de su deliciosa presencia, de su piel mojada, sintiendo su respiración. Mi cuerpo temblando bajo sus manos, mi corazón a punto de estallar. Pero nada me había preparado para lo que vendría después, porque algo hizo que se abrazara con más fuerza todavía, como si le hubiera asaltado una necesidad apremiante de apretar contra mí sus crestas ilíacas, su pecho, su cuello, de abandonarse por completo como si hubiera un dolor muy profundo que quisiera ahogar en mí. Se quedó callada. Su esqueleto entregado a mi abrazo, mientras nuestros cuerpos comenzaban a fluir, mientras se acompasaban nuestras respiraciones, nuestros latidos y sus dedos acariciaban mi espalda. Permanecimos allí bailando, apenas moviéndonos, disfrutando de un abrazo como quien saborea un dulce exquisito que no quieres que nunca abandone tus labios. Cuando terminó la canción, Odile me miró un instante sin decir palabra, pero enseguida llegó Benoit para arrastrarnos a otra sesión de compadreo etílico al ritmo de una canción de los Ramones.
Intentaba bailar como si no pasara nada. Entre luces estroboscópicas y chicas hermosas cubiertas de espuma, me sentía jodidamente solo. Daba igual, había sido una gran noche, una noche memorable, llena de emociones, qué más podía pedir. Please don‘t go. Odile estaba besándose con Guy en uno de los asientos al borde de la pista. Qué asco de canción es Please don‘t go: fast food discotequero, te taladra en el cerebro con esa letra de amor topicona que no expresa nada. Allí estaba bailándola con José y Benoit sin que nadie supiera cómo me sentía. La línea de sinte de cinco notas suena una y otra vez. Please don‘t go. Please don‘t go. Pues me iré si me da la gana. Odile y Guy se besaban tras un mar de espuma. Guy parecía medio ausente, como si no aquello fuera con él. Cómo odiaba a ese tío. No era justo que se lo llevara todo, no era justo que fuera él quien acabara siempre con la chica. Porque además no lo valoraba, se notaba que le daba igual.
La semana anterior nos habíamos colado en la fiesta de los niños de Odile. No sé de quién había sido la idea. A ella no pareció importarle que estuviéramos allí borrachos, bailando a lo bruto. Nos tirábamos por el suelo, simulando morrearnos, pero poníamos la mano en medio para no besarnos realmente. En un momento dado, Guy me empotró contra la pared. «¡Mmmm, qué guapo eres! ¡Sabes que me pones muchísimo!», me decía. Menudas risas. Lo que no esperaba es que me besara sin poner la mano. Recuerdo su lengua moviéndose en mi boca, su saliva que sabía a cerveza, la súbita excitación. Cuando se separó, lo miré con el pulso acelerado, mientras él seguía apretando mi pierna entre las suyas, retándome con el infinito azul de sus ojos.
No esperaba que mi primer beso fuera así. Todavía sentía sus labios, la presión de su cuerpo, la lija de su barba en mi piel, que ahora estaría sintiendo Odile, la lengua que ahora acariciaba la suya. La intimidad que estaba teniendo Odile era la misma que había tenido yo y por un instante sentí que aquello nos conectaba, como si estuviera apenas a una lengua de distancia de estarla besando, de estar tocando su cuerpo, de estar revolcándome con ella en la espuma. A una lengua de distancia. Dios, estoy muy borracho. Nada de lo que pienso tiene sentido.

Babe, I love you so
I want you to know
That I'm going to miss your love
The minute you walk out that door
So please don't go
Don't go
Don't go away



Texto agregado el 12-01-2025, y leído por 67 visitantes. (0 votos)


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