El camino de regreso a casa desde Patagonia era un viaje largo y sinuoso. Tomamos la ruta 7, conocida como la Carretera Austral, que se extendía a lo largo de majestuosos paisajes montañosos y ríos cristalinos. La carretera, llena de baches y controles policiales, hacía el trayecto más tedioso, pero el impresionante paisaje lo compensaba con creces.
Nuestro destino era Coyhaique, un pequeño y acogedor pueblo enclavado en el corazón de la región de Aysén. Habíamos pasado el día explorando las maravillas naturales de Villa Mañihuales, donde disfrutamos de un refrescante chapuzón en las heladas aguas del río Mañihuales. Los ecos de los cisnes de cuello negro resonaban en el aire, mientras el sol se ponía sobre el horizonte, pintando el cielo de tonos naranjas y rosados.
El trayecto de regreso a casa nos tomó casi cinco horas en carro. La carretera estaba llena de badenes y controles policiales, lo que la hacía mucho más tediosa. Pero el paisaje era increíble, lleno de montañas y valles que se extendían más allá del horizonte.
Antes de irnos de Villa Mañihuales, me di un chapuzón en las aguas heladas del río Mañihuales, un balneario en medio de un denso bosque patagónico. Allí vi un cisne de cuello negro haciendo mucho ruido.
Al salir de Villa Mañihuales, lo primero que vimos fue el majestuoso Lago General Carrera, el más grande de Chile. Más adelante, nos topamos con la Reserva Nacional Lago Jeinimeni, un lugar donde el tiempo parece haberse detenido. Fotografié una bandada de flamencos posados en un islote.
A pocos kilómetros de la Reserva, nos detuvimos en las Cuevas de Mármol, formaciones rocosas que se alzan sobre el agua como esculturas naturales. Las cavernas contenían antiguas inscripciones dejadas por los pueblos originarios, un mensaje eterno a las generaciones futuras. La vista del lago desde allí inspiraba al más frustrado de los poetas.
En las Cuevas de Mármol, fotografié un cóndor andino descansando en un risco, también vi zorros, guanacos y mariposas coloridas. El viaje fue largo, pero para Tomás, nuestro cachorro, era su primera gran aventura. Apenas tenía un mes y no durmió en todo el camino, aunque bebió mucha agua.
Éramos ocho personas, solo un niño. Tomás anduvo en brazos de todos, excepto del chofer, quien lo miraba de reojo con mucho amor. Cuando llegamos a la casa en Coyhaique, nuestro viejo amigo Max nos recibió con saltos de alegría, moviendo su cola como una bandera en plena tormenta.
Max se calmó instantáneamente cuando olfateó a su nuevo compañero, Tomás, quien intentó jugar con él, pero Max lo ignoró totalmente. Tomás era marrón, muy pequeño y peludo, mientras que Max era gris, con un hermoso pelaje y más de medio metro de largo desde la cola hasta el hocico. Con unos diez años en edad de perro, Max ya era un adulto maduro.
Temiendo que Max se sintiera desplazado, intentamos balancear nuestra atención entre los dos, pero Max estaba acostumbrado a tenerla toda para él y no aceptó la nueva distribución. Decidió no comer durante todo el tiempo que Tomás estuvo en la casa. Intentamos todas las formas para que comiera algo, pero su decisión fue radical.
A las pocas semanas, Max ya no era él mismo, solo huesos y piel. La tristeza se reflejaba claramente en sus ojos, y cada mirada que nos daba nos hacía llorar lágrimas amargas. La tumba se vislumbraba en el futuro cercano. Su partida se había adelantado por su terquedad, y ya estábamos resignados a su pronta ausencia.
Un día, alrededor de las seis de la mañana, nos despertó la sorpresa de que Max y Tomás estaban jugando sin hacerse daño. Aparentemente, los dos habían hecho las paces, y también comieron temprano, según lo expresaban sus platos vacíos. La carita de Max se había transformado, lucía radiante y hermosa.
Pasaron el día entero correteando por toda la casa. Pero a eso de las seis de la tarde, Max salió corriendo por la puerta que da a la calle sin precaución, y un motociclista que venía a toda velocidad lo atropelló, dejándolo muerto al instante.
Tomás lloró como un lobo a la luz de la luna llena. Todos lloramos desde el fondo de nuestros corazones, pero no fue suficiente para revertir la tragedia. Max murió, y el milagro de su recuperación quedó truncado por el destino.
La mañana siguiente, el sol se alzaba tímidamente sobre las montañas de Coyhaique, iluminando suavemente el jardín donde Max y Tomás solían jugar. El aire estaba impregnado de una melancolía palpable, mientras las sombras de los árboles danzaban al ritmo del viento.
Tomás, aún afectado por la pérdida de su amigo, se acurrucó en el rincón favorito de Max. La familia, aunque devastada, se reunió para rendir homenaje al fiel compañero que había llenado de alegría y lealtad sus vidas. Juntos, plantaron un árbol en memoria de Max, un símbolo de la conexión eterna que compartían.
La vida continuaba, y aunque la tristeza era una constante, también lo era el amor y la fortaleza que Max les había enseñado. Tomás, con el tiempo, aprendería a llevar adelante el legado de su amigo, y la familia encontraría consuelo en los recuerdos y en la promesa de nuevos amaneceres. |