Desde que tengo uso de razón, barro. Me buscan porque dejo los patios limpios y ordenados. Algunos tienen frutales, y sus hojas son diferentes. Las del mango son fáciles de recoger, pero las de tamarindo siempre se quedan atrapadas entre las piedras. A veces me imagino que las hojas son personas con las que hablo mientras trabajo, porque dentro de mi cabeza las palabras están bien, pero cuando quiero decirlas, se atoran y salen repetidas, con pausas.
Mis hermanos se visten con su uniforme y van a la escuela todas las mañanas. Yo no sé por qué no voy. Le pregunté a mi hermano mayor, y me dijo: «Es que eres muy pendejo». Lo que tengo no lo sé. Mi ojo derecho está cerrado desde que nací, por más que intento abrirlo, no puedo.
«Algo tienes que aprender para que no seas una carga» —dice mi madre mientras fuma. Y luego añade—: «Ya bastante tengo con que se te queden mirando, como si tuvieses arañas».
Me enoja lo que dice, pero no le contesto. No sé por qué la gente me mira así. Yo solo quiero ser como los demás, ir a la escuela, tener mi cuaderno y mi lápiz. Un día, me armé de valor y le dije: «Con lo que le dan de mi trabajo, cómpreme el uniforme y los útiles».
Ella me miró con esos ojos cansados de siempre, el cigarro colgando de los labios. «Mejor ve a barrer el patio de don Germán, y ya no sigas moliendo». Después, se sentó con su cerveza y encendió la televisión.
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