La Fiesta iba a ser el acontecimiento más importante que la comuna de Las Condes iba a tener en los últimos años.
Matías Covarrubias esperaba con ansias el comienzo de La Fiesta, aunque no con la sensación de espera común de los más de 100 exclusivos invitados, porque Matías Covarrubias no era cualquier invitado, sino que era la razón de la fiesta, era el organizador.
Matías había trabajado en todos los detalles imaginables y no había dejado ningún cabo suelto en la organización, porque quería que sus invitados hablaran de la fiesta por mucho tiempo. Así era Matías, le gustaba ser el centro de la atención, ser de quien todos hablaran en la semana, y hay que decirlo, muchas veces había conseguido tal atención. Era un personaje peculiar y excéntrico que resaltaba como tiza sobre carbón en esta comuna tan exclusiva. Su reducido grupo de amigos, si es que puede adjudicárseles este tan halagador vocablo, eran unos aprovechadores de las riquezas de Matías y arribistas interesados en compartir algo de la extraña fama de que gozaba nuestro peculiar personaje.
La fiesta era el acontecimiento del año y todos se prepararon con ansias para asistir, no por el cariño que le profesaban a Matías, sino porque siempre se comía bien y, lo más importante, porque lo más seguro era que se produjera alguna anécdota que diera tema para muchas semanas, uno de los beneficios de tener de vecino a un excéntrico millonario.
La mansión Covarrubias era la cúspide del gasto y la opulencia, el ejemplo real de cómo podía gastarse dinero sin límites.
Dos hectáreas de terreno albergaban una casona con cuarenta habitaciones, un comedor principal para la no despreciable suma de cien personas, comedores secundarios de menor tamaño, una gran escalera doble de mármol que guiaba a un segundo piso con salas de juego, saunas, salas de masaje, bibliotecas, gimnasios y hasta una sala de cine de dimensiones bastante respetables.
El jardín, encargado a uno de los más grandes diseñadores de la ciudad, era un monumento a la grandiosidad, con bosques, lagunas, laberintos de macrocarpas, estatuas, piletas, fuentes y rincones de una belleza sobrecogedora, en donde se podía gastar el tiempo de la tarde. La maestría con que estaba realizado el jardín hacía parecer que este nunca acabaría y siempre había un nuevo lugar que visitar. Lo único triste de todo lo anterior es que siempre estaba todo vacío, porque Matías no tenía amigos de verdad.
Los últimos preparativos de la fiesta estaban listos y Matías se dispuso a hacer la última revisión del lugar para asegurarse de que todo estuviera ejecutado a la altura de sus requerimientos. Recorrió el jardín y las salas dispuestas para la celebración con una hoja y un lápiz en donde anotaba cualquier cosa que no fuera de su agrado. Fue un recorrido lento y minucioso y nada escapó a su mirada. Todo fue bien hasta llegar a la habitación más importante del recorrido, el living principal, ubicado en la planta baja, dejado para la última y más extensa revisión. El chequeo de los detalles cumplió sus expectativas porque todo estaba en su lugar. O para ser más precisos, casi todo estaba en su lugar; en la mesa central, un armatoste de ébano que mostraba los más deliciosos bocadillos, los postres más suculentos y la comida más fina de los alrededores, algo destacaba como un acorde desafinado en una sinfonía de Beethoven. Había un televisor encendido, enchufado al tomacorriente ubicado bajo la mesa, ocupando, extrañamente, el lugar más central y privilegiado, como si fuera el plato principal.
Matías llamó al mayordomo para que lo ayudara a retirar el televisor, pero no se presentó. Malhumorado por la falta en el servicio contratado, se dirigió mascullando una sarta de improperios contra la servidumbre a retirar personalmente el televisor. Apretó el botón de apagado, pero nada pasó, el televisor seguía encendido y una voz anunciaba la programación de la tarde, dando detalles sobre un juicio que se iba a realizar contra el criminal más terrible que había pasado por Las Condes. Matías no quería que nada ni nadie interrumpiera La Fiesta y menos aún que el interés de sus invitados se repartiera entre él y el juicio mismo. Trató nuevamente de apagar el televisor pero no hubo respuesta, debía ser el botón de apagado el que estaba malo y decidió agacharse bajo la mesa para desenchufarlo. El enchufe no podía retirarse, estaba como soldado al tomacorriente y, derrotado, decidió que más tarde le diría a uno de sus sirvientes que retirara el televisor. A él le había llegado el momento de arreglarse y no quería seguir escuchando al desagradable periodistucho que con voz de circunstancias comunicaba lo que sin duda era la noticia más importante que le tocaría reportear en su vida.
Matías subió a su alcoba, una suite que ya se la quisiera un magnate y eligió su mejor traje, un Armani de la última camada, pura elegancia y sofisticación. Seguramente ya con esto daría que hablar porque sus vecinos con suerte podían conseguir en liquidación, un ambo de segunda categoría en una tienda de departamentos. Matías se vistió y bajó a esperar en el hall de entrada a sus invitados, y como siempre que esperaba, no pensó en nada en particular, dejó vagar su imaginación sin un camino preestablecido yendo de un recuerdo a otro, sin profundizar, es decir, llevando al extremo su estilo de vida carente de profundidad.
Esperó, hasta que sonó el primer golpe y la puerta se abrió.
El juicio era un acontecimiento, la asistencia había sido descomunal y la sala estaba repleta, por lo que mucha gente estaba agolpada en los atrios del centro de justicia esperando poder enterarse de algún detalle por medio del chismorreo de sus congéneres. El acusado había hecho su entrada en la sala Nº 1 del Tribunal Oral en lo Penal de Santiago y el silencio que siguió demostró lo terrible de las acusaciones que pesaban sobre él. La jueza entró a la sala y el silencio fue aún mayor, golpeó con su martillo la base de madera dispuesta para tal efecto. El juicio había comenzado.
Matías recibió a sus primeros invitados con una sonrisa forzada dibujada en su rostro, para él no eran más que futuros admiradores, mentes débiles que podía manejar a su gusto con los poderes que le otorgaba el dinero. Siempre gozó de su popularidad, y con su extraño humor y escasa creatividad había acuñado el término "dineropopularidad" para referirse a su situación. Matías fue recibiendo de uno en uno a los invitados y los hacía pasar al hall de entrada en donde se les sirvió de todos los manjares imaginables, todo elaborado con los más exquisitos ingredientes por los chefs más reputados de la región. Sus oídos, entrenados para detectar los comentarios más sutiles, se deleitaban con las expresiones de gozo que emitían sus invitados y su enfermo espíritu se agradaba aún más por la envidia que detectaba en tan simples corazones.
Una vez comprobado que en su lista había tachado todos los nombres, llegó la hora de hacerlos pasar al living principal, para dejarlos obnubilados por la obra de arte que se había ahí realizado.
• Mis queridos invitados - Matías pronunció con cuidada lentitud esas palabras para dar el tono apropiado a lo de "queridos". Siempre le gustó la ironía. – Los invito a pasar por la puerta de su izquierda a la sala en donde podrán degustar las más exquisitas bebidas, y disfrutar de los más de trescientos platos que he hecho preparar en honor a ustedes. Adelante, no os sintáis acobardados por la magnificencia que presenciareis, pasad, que todo esto lo he hecho por vosotros.
Las palabras de Matías, siempre estudiadas, produjeron lo que él esperaba, un desconcierto total en estas mentes simples, que no esperaban tal parsimonia, sino más bien un simple “adelante”, que los hiciera pasar. Matías disfrutaba estos momentos, porque su retorcida mente buscaba demostrar siempre su superioridad y se sentía feliz al ocasionar sentimientos desagradables en los demás.
Después de disfrutar el momento, Matías bajó las escaleras en donde había hecho su cuidado discurso y con un ademán un tanto teatral abrió de par en par las puertas que guiaban del hall al salón principal. Sus invitados entendieron tan simple instrucción y a paso lento entraron al salón con los ojos desbocados por la impresión de tanto lujo. Vacas entrando al matadero, pensaba Matías. Todos los comensales habían entrado a la sala principal. Matías apoyó sus cuidadas manos en las aldabas de oro que adornaban cada una de las preciosas puertas que daban paso al salón y las cerró suavemente, dejando al interior del salón a él y todos sus invitados.
Matías giró sobre sus talones para tener una mejor visión de su gloria y lo que vio consiguió desconcertarlo por un momento, el televisor que había ordenado retirar, aún seguía sobre la mesa central.
Los más viejos y con más experiencia, detectaron este pequeño desconcierto y Matías, atento a las reacciones de sus invitados, comprendió que debía actuar inmediatamente para no ser humillado por los comentarios posteriores, debía tener todo bajo control. Se acercó con paso rápido y seguro a la gran mesa que sostenía tan inadecuado artilugio y explicó en pocas palabras que había decidido colocar el televisor en esa ubicación privilegiada para que no perdieran los detalles del Gran Juicio.
Aunque el televisor no estaba a un gran volumen, todos lo escuchaban, y si bien Matías trató de no parecer molesto con el sonido, las palabras emitidas por el periodista calaban hondo en su imaginación, esta situación era un contratiempo y debería saber cómo manejarla.
El juicio emitía en este momento la declaración del abogado defensor, y Matías consideró que aquel anticipo de abogado poco podría hacer por salvar a su defendido. Sintió un poco de lástima por el ser que sentado dócilmente esperaba una salida airosa que seguramente no vería llegar. Matías se sentía identificado de forma especial con el asesino, el Perro de Fellow Springs era el apodo que le habían dado, porque según él, un hombre capaz de ocasionar tanto dolor a sus semejantes, y conseguir estar tanto tiempo prófugo de la justicia debía ser admirado.
Matías, dentro de su extraña cabeza, envidiaba al Perro de Fellow Springs, envidiaba su fama, su notoriedad, ser el centro de todas las miradas y comentarios. El juicio le causaba incomodidad, estaba preocupado por la suerte del acusado y estaba extrañado de su preocupación. No cuadraba con su estilo de vida sentir empatía por otros, a no ser que sacara algún provecho de ello y para eso no tenía más que fingir esos sentimientos que no cabían en su peculiar modo de ser.
Los invitados de Matías parecían hipnotizados por el juicio emitido por el televisor, y no estaban comiendo nada de las exquisitas preparaciones distribuidas en la mesa central y alrededor de todo el salón, era como si no estuvieran presentes y estuvieran muy lejos en la sala del Juicio. Matías estaba empezando a impacientarse por la falta de interés mostrada por sus invitados y decidió intervenir.
En el juicio, el abogado defensor había terminado de desarrollar su presentación y el público esperaba la continuación del juicio. El acusado sintió un escalofrío de alegría, lo más cercano a la felicidad que podía sentir un animal. El juicio iba por donde él quería, la silla, la fama, los diarios, las biografías, todo por lo que había trabajado.
Matías se acercó al grupo de conciudadanos más numeroso que encontró y trató de entablar conversación con ellos proponiendo el tema que creía él tendría mayor aceptación, los pormenores del juicio y, de acuerdo con su personalidad, trató de iniciar la conversación con alguna frase escandalizadora que atrajera la mayor atención posible desde el primer instante.
• Amigos - dijo Matías al mismo tiempo que observaba las reacciones de sus invitados - Creo que el acusado no merece que se le trate de una manera tan cruel, porque un hombre capaz de realizar tales actos debe ser reverenciado por su osadía y no castigado por su falta. El tamaño de la falta es relativo al grado de inteligencia del ejecutor.
Matías terminó su alocución y esperó por unos segundos que una palabra o al menos una mirada de alguno de sus invitados respondiera a sus palabras. Pero nadie abrió la boca y nadie se dignó siquiera en dirigirle una mirada, el televisor tenía las mentes de sus invitados embotadas.
Matías se dirigió a otros grupos de personas para presentar su particular punto de vista y en ningún lugar recibió respuesta alguna. También habló con los invitados más solitarios, pensando que ellos sí lo tomarían en cuenta y podría empezar una discusión que atrajera la atención de los demás. Pero ni siquiera el más necesitado de los presentes tuvo la delicadeza de notar su presencia. Matías estaba llegando a los límites de su paciencia y si todo seguía así, era seguro que los asistentes a la Fiesta iban a presenciar un escándalo que iba a dar que hablar toda la semana.
Las pruebas se siguieron unas a otras y el acusado demostraba señales de vida, subiendo y bajando rápidamente su pierna derecha, en señal de nerviosismo. El fiscal no tuvo piedad y en cada oportunidad que se le dio destruyó la pálida defensa del abogado defensor.
Pero no estaba todo acabado para el acusado, porque su defensa tenía una carta bajo la manga, que por lo menos iba a impedir que lo condenaran a la silla. El defensor estaba quemando sus últimos cartuchos preparando el camino para su última defensa, contra la cual el fiscal sólo podría encogerse de hombros y acatarla.
El acusado se removía nervioso en su asiento, captando que el fin se acercaba, para bien o para mal, para la condenación final o la salvación. Pero, seguramente, para la fama porque al igual que Matías, el acusado había colocado como meta en su vida conseguir la fama a toda costa.
En la mansión, Matías había decidido desconectar el televisor, quería la atención de SU público y ese aparato infecto se la estaba arrebatando.
Sin cuidado a lo que fueran a pensar los demás, Matías se acercó a la mesa central, levantó el mantel con un ademán brusco, algunas copas cayeron al suelo y se metió debajo de la mesa. Con todas sus fuerzas agarró el cable del enchufe y le dio un tirón para poder desconectarlo, pero lo único que logró fue que se le quemara la piel de las manos en contacto con el cable. Enfurecido, Matías salió de debajo de la mesa y poniéndose de pie rodeó el televisor con sus brazos dispuesto a llevárselo en andas si fuese necesario.
El juicio pintaba negro para el acusado, pero solamente desde la perspectiva del público porque el acusado, cada vez más nervioso, visualizaba su condena como un triunfo. Lo que el acusado no tenía en cuenta era la última carta del abogado defensor, lo que iba a significar su derrota, porque la fama de maestro del crimen iba a ser destruida por la defensa que buscaba salvarle la vida.
Una mirada de Matías a su alrededor lo desconcertó, los ojos de sus invitados no se apartaban del televisor y parecían atravesarlo, como si él no existiera. Con todas sus fuerzas levantó el televisor, lo que hizo que sus músculos y huesos crujieran por el esfuerzo, nunca en su vida había levantado un peso de tal magnitud, su cara pegada a la pantalla se resbalaba por la transpiración del esfuerzo y podía ver los píxeles del televisor que mostraban la sala del juicio y al acusado, cada vez más nervioso, como una mancha borrosa en su retina.
Matías escuchó al abogado defensor presentar la última prueba, el informe psicológico que demostraba indefectiblemente la locura del acusado. Sintió como sus piernas flaqueaban cuando escuchó al acusado gritar lleno de espanto frente a la única prueba que destruyó su fama, frente a la prueba que lo convertía en un loco de pasillo, en un ser digno de lástima, en una carga para la sociedad y le arrebataba la fama que con tanto esfuerzo había trabajado.
• ¡¡No estoy loco!! - gritaron Matías y el acusado.
La pieza se desmoronaba y en la mente de Matías, él y el acusado se fundían en una sola realidad.
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