Caminaba errante por las calles de Santiago, con ropas raídas, pulgas y piojos. Un olor agrio inundaba el aire a unos metros a la redonda. Su andar sin rumbo ni destino, solo el hambre y la sed lo detenían en algún lugar del camino. Encontraba refugio en un pasadizo abandonado de una estación de metro, donde se resguardaba de la noche y la lluvia. Un grupo de perros callejeros eran su única compañía, y todos dormían acurrucados para capear el frío invernal y la madrugadora neblina.
Siempre se le veía solo, acompañado de uno que otro perro, mientras que el resto aguardaban en el pasadizo como fieles guardianes. Caminaba taciturno, rondando las panaderías y supermercados del barrio, buscando en los contenedores de basura algún rastrojo de alimento. Era parte del paisaje urbano; la gente lo miraba con pena y le regalaban una moneda o alguna prenda junto con un trozo de pan fresco y crujiente. No molestaba a nadie y ni siquiera se tomaba la molestia de mendigar.
No era capaz de mirar con odio ni resentimiento, solo estaba ahí, y la mayoría de los habitantes del barrio le ayudaban con algo, quizás por culpa o por compasión.
Un día, dejó de aparecer. Las vecinas, esas que siempre están al tanto de la vida de todo el mundo, empezaron a preguntarse qué habría sido de él. Dónde estaría aquel hombre, tan castigado por la vida.
Se organizó una comitiva con los carabineros para visitar su refugio en el pasadizo del metro. Al acercarse, el olor los golpeó como un mazazo. No fueron capaces de entrar, así que dejaron que los carabineros, con sus máscaras, entraran en ese lugar pestilente y nauseabundo.
Lo encontraron tendido entre cartones, periódicos y algo parecido a un colchón, con las manos empuñadas, quizá de dolor. No había señales de terceros, según constataron los peritos. Comenzaron a limpiar entre sus pertenencias mugrientas: unos papeles ya amarillentos y borrosos, un tarro, un plato con bordes saltados, y una caja de madera. Dentro de esta, una bolsa de aquellas que entregan en los supermercados.
Afuera del pasadizo, las vecinas y curiosos, el cura, el prefecto y el alcalde esperaban con morbo las últimas noticias del indigente. Los peritos descubrieron entre sus ropas mugrientas su identificación: CARLOS LUIS URIBE JARA, jubilado de las fuerzas armadas, ex marino. Vaciaron la bolsa y cayeron unos viejos papeles muy pegados. Con pinzas fueron desdoblando cada uno y, ante sus ojos, apareció una pequeña fortuna: billetes perfectamente doblados, con el olor intacto como si acabaran de salir de la casa de moneda. La cantidad exacta fue dieciocho millones cuatrocientos treinta y cinco mil ochocientos veintiún pesos. El grupo se miró y, sin decir palabras, embolsaron al occiso en una bandeja de aluminio abollada. La reacción fue inmediata: algunos rieron, otros estaban furiosos, y entre las frases que se escucharon al viento se destacaban "¡Tacaño mugriento!". |