Desde chico, Edmundo vivía obsesionado por mis bolas. Todos los días me las pedía prestadas, cuando no se las prestaba se enojaba y no me hablaba hasta que se las volvía a prestar. En los días de lluvia me las traía sucias; en el verano con un sabor a frambuesa; en primavera con sabor a melocotón y en otoño con sabor a chocolate. Vaya a saber uno cómo hacía para traerlas con sabores.
Cuando Edmundo tenía cuarenta años volvió de nuevo a mi casa a pedirme las bolas, después de terminado el bachillerato no volvimos a vernos más. Edmundo no había cambiado nada desde el día que nos graduamos de la secundaria. Seguía obsesionado por mis bolas, en esta ocasión no se las quise prestar y se deprimió durante quince días, me amenazó con suicidarse si no se las prestaba. Como no quería cargar en mi conciencia con ese muerto se las presté, con la condición que me las trajera mañana por la mañana. Al día siguiente volvió con mis bolas, esta vez las traía un poco maltratadas, me dolió tanto que me las trajera así. Esta vez, Edmundo se antojó de mis verdaderas bolas, se puso histérico cuando le dije que no se las prestaba. Mi mujer, al escuchar los gritos bajó del segundo piso y al enterarla de las pretensiones de Edmundo, le dio un palazo en la boca y con los labios reventados lo mando a lamerle los huevos a un toro.

PEDRO MORENO MORA