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Capítulo 1: Bendecidme, Padre, pues hoy he pecado.
Los pies de Friedrich abrazaban el suelo como los de un gato preparándose para cazar: las irregularidades de los ladrillos moldeaban sus plantas tan perfectamente, que estas bien podrían estar hechas de agua. Sus pisadas no hacían ruido y su cuerpo sólo rozaba el aire gélido. El viento se colaba dentro del edificio de piedra a través de las vidrieras rotas, que, a contraluz del brillo de la luna, narraban la historia de la Pasión de Cristo. Los dedos de Ben se aferraban con un frío de muerte de su mano, mientras abría camino para ambos entre columnatas e imágenes de Santos, Jesucristo y la Virgen; las llamas de la vela que portaba bailaban entre los escaños abandonados, las tumbas de grandes señores cuyos nombres se recordaban únicamente por sus lápidas, y los muros grises. Finalmente, las llamas se envolvieron sus alas sobre los candelabros posados sobre el altar, la Biblia, el Tabernáculo y, por último, la Cruz.
- ¿Te has confesado? – Ben preguntó sin voltear a mirarle, colocando la vela sobre uno de los candelabros.
- Sí – se escuchó a sí mismo susurrar. El corazón le palpitaba en el pecho y un nudo le apretaba las entrañas, cortándole la respiración. No era ajeno al sentimiento previo a hacer algo prohibido, pero ahora entendía que no lo había conocido, que no lo había visto jamás a la cara hasta ese momento-. ¿Y tú? – Ben asintió con la cabeza, dejando por fin ir su mano, y se arrodilló para revolver en el morral que traía consigo. Era como si le hubiese preguntado si llovía afuera o si querría comer estofado a la cena. Friedrich sentía horror ante la ironía de la situación: mañana no habría confesión que valiese para salvar sus almas; se deberían el uno al otro por la Eternidad y a lo que harían esta noche -. ¿Estás seguro de que quieres hacer esto? – preguntó. El pánico le subía por el pecho y luego por la garganta, y le daba a su voz un sabor rasposo. Ben asintió con la cabeza una vez más, ahora sí dando la vuelta para regalarle una sonrisa. Sus ojos brillaban y en la siniestra sostenía su sotana -. Mi vida, no tienes que hacer esto – las manos de Friedrich acunaron sus mejillas.
- Si te has arrepentido, sólo necesitas decirlo – la inocencia en los ojos de Ben y la risa en su voz eran carnada para hacerle jugar consigo mismo por un instante a que no estaban a punto de hacer algo terrible. Ben haría algo terrible. Ben haría algo terrible y él saltaría justo detrás de él.
- Sabes que no es eso – sí, harían algo terrible, pero más terrible sería no hacerlo. Lo había sabido cuando aceptó su propuesta y lo veía aún más claro ahora. Ben rio y sus ojos se vistieron de una travesura casi infantil, casi como si no le tomase el peso a sus propios actos presentes y futuros. La pregunta en ellos no era ni tan oculta ni tan tácita -. No quiero que sacrifiques más de lo que es justo que des. ¿Qué hay de tu alma?
- ¿Qué hay de la tuya? – los ojos de Ben aún saben a reto, pero la aridez en su voz dice que sabe perfectamente lo que hace. Friedrich no supo si eso le asustaba o le complacía. Tampoco supo qué responder. Una parte de él no le había tomado el peso a qué ocurriría con su alma después de que amaneciera por la mañana. Una parte había asumido hace muchos años que ardería por el resto de la Eternidad. Le habían prometido durante su infancia que le esperarían el Paraíso y todas las cosas buenas; pero apenas fue suficientemente mayor como para comprender la vida que había escogido o que le habían encasquetado, había comprendido que lo que a él le esperarían serían llamas y sufrimiento. Era aterrador, pero era algo que sabía de cierto; y en esa certeza había, de una manera muy extraña, paz y calma. ¿Cómo sería su Eternidad después de lo que haría esta noche? ¿Cuánto peor? ¿Cuánto más horrorosa? ¿Cuál era su sabor propio del Infierno? Sentía curiosidad y, a la vez, no quería saberlo -. No tengo miedo – Ben sacudió la cabeza con el gesto de quién se burla de algo porque sabe más de lo que debería. Hizo ademán de ponerse la sotana, pero se detuvo -. ¿Realmente quieres esto?
- Te lo juro – Friedrich nunca había estado tan seguro de algo -. Más que nada en esta vida – su pulgar recorrió la mejilla de Ben, cuyos ojos relampaguearon una vez más al mirarle y acabó poniéndose la sotana. Friedrich no pudo evitar mirarle como si estuviera presenciando un suceso sobrenatural, como si estuviera siendo testigo de la transición de un hombre desde lo mundano hasta lo divino. Nunca le había parecido más santo: pertenecía a otro mundo, a otra vida, entre querubines que le cantaran una serenata y serafines que bendijeran su camino. No les pertenecía a los mortales sobre esta Tierra, a él menos que a nadie, pecador entre pecadores. ¿Quién le había dado el derecho de poner el pecado tan profundo en su corazón, que ahora brotaba sin intervención más que la de su propio deseo e ingenio? Sin embargo, era suyo: así lo había decidido el propio Ben. Produjo de su bolsillo un saco que aterrizó sobre el terciopelo rojo del frontal con un ruido metálico.
- Los has traído – la sorpresa era transparente en los ojos de Ben, que no se despegaron del saco. El sueño acababa de materializarse, dando paso al asombro. A ese saco le siguió otro. Ben le miró como si acabase a regalar el mundo y no supiera qué hacer con él.
- ¿Cómo podría no hacerlo? – ante la luz de la vela, el mundo se había detenido y sólo existían ellos dos. Ben volvió a mirar los dos sacos. Lo sabía: Friedrich jamás sería capaz de traicionarle. Ambos querían esto de igual manera. Taconeó sin despegar la vista de la mesa: la evidencia estaba ahí, pero una parte de su mente se negaba a tomarla como tal. Friedrich tomó sus manos y las acercó a su pecho, no le quedó más opción que mirarle -. ¿Estás listo? – Ben asintió:
- Será esta noche: te entregaré mi corazón ante los ojos del Señor – la voz de Ben le llegó ahogada, podría haber jurado que podía escuchar la presión en su pecho. Su rostro era rígido y ya no sonreía, mas buscaba desesperadamente su mirada -. Amo a Dios y te amo a ti. Jesús nos dio amor y es el mismo amor que yo quiero darte y que tú a mí me das – un sonido ronco subió por su garganta y apartó la vista, lágrimas relumbraban en sus párpados. Le apretó la mano en un intento de decir todo lo que su voz ahora no le permitía, y Friedrich se sintió a sí mismo sonreír. No podía parar de sonreír mientras alzaba la barbilla de su Ben para que le mirara una vez más ni tampoco mientras le besaba la mano.
Ben abrió la Biblia y, tras dirigirle una sonrisa temblorosa, empezó a leer:
- Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros? ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?, ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?
Pero en todo esto vencemos fácilmente por Aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna, podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor Nuestro -.
“Estamos haciendo esto. Oh, Dios mío, de verdad estamos haciendo esto”, se dijo a sí mismo. Las manos le temblaban cuando recibió la Biblia; sus dedos no eran más firmes que la tela ante el peso del libro. La piel de Ben le rozó los nudillos, convirtiéndolos en arena, que por poco se desvaneció arrastrando el volumen consigo. Respiró profundo y estiró su columna cuando dio con la página deseada:
- El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas.
Que todas sus criaturas te den gracias, Señor,
que te bendigan tus fieles.
Los ojos de todos te están aguardando, tú les das la comida a su tiempo.
El Señor es justo en todos sus caminos,
es bondadoso en todas sus acciones.
Cerca está el Señor de los que lo invocan,
de los que lo invocan sinceramente -.
El Señor es clemente y misericordioso, el Señor es bueno, el Señor es justo, el Señor, el Señor, el Señor. ¿Conocería realmente la piedad y sabría darla? ¿Habría realmente piedad? ¿Encontraría paz algún día, dentro de los muchos días contenidos en la Eternidad, por sus acciones? ¿Sería Dios quién se la daría? ¿Sería Jesucristo? ¿Sería su madre, la Virgen María, en su infinita dulzura? ¿O sería Ben, cantando Salmos desde los confines de su memoria? ¿Sería el recuerdo de sus ojos lo que le llevaría a encontrar alivio en sus propios pecados? Porque, que le perdonase Dios ahora de veras, pero cada vez que pensaba en este sacrilegio, un peso le apretaba el pecho, pero esa roca invisible no acababa de robarle el aire de los pulmones cuando un fuego le alimentaba la espina dorsal y le hacía sentir que el mundo era suyo para despedazar y forjar.
- ¿Te encuentras bien? – el suave apretón de los dedos de Ben en su mano le llevó a buscar sus ojos. Se sintió a sí mismo asentir y besarle la mano. No había nombre para este pecado; y eso carecía de importancia. Lo único que importaba era que lo cometerían juntos. La voz de Ben llenó el altar una vez más:
- Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve.
El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará.
Friedrich lo escuchaba en un trance. Dios había dejado de ser su Dios; los ángeles y los santos acababan de desaparecer de la faz de la Tierra y todas las velas en el mundo debían de encenderse en honor al hombre en frente de él. No fue hasta cuando Ben cerró la Biblia sobre el altar que bajó finalmente la vista, sus dedos aún estaban unidos en un nudo tibio.
- Yo, Ben, te quiero a ti, Friedrich, como esposo y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida – la voz de Ben tiembla sin cesar mientras repite esa frase que ha escuchado tantas veces dentro de esos muros. Se siente foránea en sus labios, como si estuviese diciendo las líneas de otro actor en plena función. Sin embargo, continúa como si sintiera un hambre voraz que sólo puede ser saciado al saborear cada una de esas palabras. Deja que acaricien lentamente su paladar y los oídos de Friedrich, quién ahora se permite a sí mismo sonreír, librándose de cualquier juicio al que hubiera podido someterse anteriormente. Su voz se entrelaza a la de Ben, como un eslabón de la misma cadena:
- Yo, Friedrich, te quiero a ti, Ben, como esposo y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida – las palabras se suceden entre sí como estocadas en un duelo: no se detiene a pensarlas, fluyen; son su portal a la vida. La sonrisa de Ben es breve, pero hace que todas y cada una valgan la pena.
- El Señor confirme con su bondad este consentimiento manifestado ante la Iglesia y otorgue su copiosa bendición. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Bendigamos al Señor – dijo Ben. Se escuchó a sí mismo responder:
- Demos gracias al Señor – y por un momento pensó que tal vez no tendrían que dar gracias a Dios: tal vez no involucrarle en esta decisión sería mejor, Él no querría tener parte en ella. Sin embargo, la tentación de hacerlo era más fuerte; no podía evitarlo. ¿Qué sería peor? ¿Consagrar ante los ojos de Dios una unión que le sería repulsiva o reusar terminantemente de su presencia? ¿Qué tan profundo se encontraría el círculo del infierno en el que ardería?
Sin soltar la mano de Ben, tomó uno de los sacos que yacían sobre el altar: incredulidad relampagueó en los ojos de su prometido cuando produjo dos anillos. Eran dos simples bandas de oro; sin embargo, eran suficiente como para que la mirada de Ben gritara “Han de haberte costado una fortuna” cuando se aposaron en la palma de su mano. De todas maneras, no haría preguntas al respecto, ni sobre dónde los había conseguido ni cuánto habían costado, ya fuese en monedas tintineantes o sangre densa como la tinta. La mueca de orgullo afloró en sus labios sin que pudiese esconderla: el hombre delante de él acababa de ser arrastrado a la inminente realidad de la situación por el frío peso de esas sortijas, era un capullo que no lograba terminar de romper.
- El Señor bendiga estos anillos, señal de amor y fidelidad – dijo Ben, cuando por fin encontró su voz en lo más bajo de la garganta. Sus ojos no soltaban los mentados anillos, tampoco lo hicieron cuando tomó la mano izquierda del que pronto sería su esposo, y deslizó una de las bandas en su dedo anular -. Friedrich, recibe esta alianza, en señal de mi amor y fidelidad a ti. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Friedrich tomó la otra sortija, que aún yacía en la palma de Ben. No pudo evitar la risita que escapó de sus labios, ni la mueca traviesa dibujada en sus facciones mientras sostenía la mano de su prometido y buscaba su mirada. La risa no desapareció antes de que hablase de nueva cuenta:
- Ben, recibe esta alianza, en señal de mi amor y fidelidad a ti. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo – estaba hecho. De una vez por todas, estaba hecho. Los dedos de Ben temblaron cuando abrieron el otro saco. Las monedas rodaron por el altar con un sonido metálico.
- Bendice, Señor, sobre estas arras la abundancia de tus bienes – dijo Ben, cubriendo las monedas con su mano ahí donde yacían. Tomó la mitad y se las entregó a Friedrich al verso de -: Friedrich, recibe estas arras como prenda de la bendición de Dios y signo de los bienes que vamos a compartir – su mano aún se tardaba en la de él, cuando éste posó en ella la otra mitad de las monedas repitiendo la misma fórmula:
- Ben, recibe estas arras como prenda de la bendición de Dios y signo de los bienes que vamos a compartir -.
Ben le miró pasmado, su rostro una perfecta máscara de asombro y sorpresa. En efecto, estaba finalmente hecho.
La voz de Ben era tan fina que el viento siseaba más fuerte del otro lado de los ventanales, mientras él rezaba el Credo. Sus ojos reflejaban la flama de la vela de modo tal, que bien podrían haber sido fabricados en vidrio rojo. Las sombras bailaban en su mandíbula apretada y en la fina línea de sus labios.
- Confiando en el amor incondicional de Dios, le presentamos nuestras necesidades y abrimos nuestro corazón para recibir sus bendiciones. Oremos. – no hay seguridad en la voz de Ben, sólo maquinalidad.
- Escúchanos, Señor, te rogamos – Friedrich respondió tan fuerte y claro, que por un momento parecía que esta noche no estaba consagrada a un sacrilegio, sino que estaba ocurriendo ante los ojos de toda una congregación.
- Por aquellos que gobiernan en el mundo, haz que sus corazones se llenen de misericordia y de piedad, que sean lentos en la ira y desdeñosos del escarnio; que no vean justicia en el repudio y su ejemplo sea atesorado a lo largo y ancho de la Tierra. Oremos. – el alma de Ben yacía por fin desnuda en el altar, habiendo abandonado de una buena vez charadas y escondites. Ante la mirada de Friedrich, acababa de trascender mortalidad y terrenalidad: hablaba cara a cara con Dios sin titubear.
- Escúchanos, Señor, te rogamos – respondió cuando fue momento, el orgullo le invadía el pecho.
- Por la Iglesia, te suplicamos. Que su abrazo se extienda a la humanidad en el alma de los hombres; que sea incondicional y no juzgue a aquellos, quienes aún no alcanzan la Santidad. Oremos – la manera en la que los dedos de Ben temblaban en su mano no le pasó desapercibida.
- Escúchanos, Señor, te rogamos – respondió una vez más.
- Por cada alma en este mundo, rey o mendigo, clerical o mundana, con todas sus similitudes y todas sus diferencias. Pon humildad en sus corazones; no permitas que el orgullo les tiente a decidir qué es lo correcto y qué es el pecado, ni a escoger qué son la Santidad y la Justicia – tal vez y sólo tal vez, el graznido que nacía en la garganta de Ben hablaba de una sola cosa: miedo. Esto ya no era una plegaria, era una súplica-. Oremos.
- Escúchanos, Señor, te rogamos – no todas las plegarias eran respondidas a tiempo, así como no todas las súplicas recibían misericordia.
- Por aquellos que sufren de opresión: dales valentía y fortaleza, y el coraje de ser sinceros consigo mismos. Oremos -.
- Escúchanos, Señor, te rogamos -.
- Dios de amor, Bendícenos a nosotros, tus amados, para que podamos servirte mejor. Te lo pedimos por Jesús, tu Hijo amado. Amén – las manos de Ben dejaron las de Friedrich y abrieron un cofre que dentro contenía el cuerpo y la sangre de Cristo. Le vio consagrar la hostia y el vino como tantas otras veces, y al igual que en todas esas ocasiones, no prestó atención a una sola palabra hasta que fue el momento de comulgar. No había nada santo en cómo Ben le miró cuando se arrodilló para recibir la hostia, ni la manera en la que su lengua le acarició los dedos al recogerla. Nunca lo había habido, pero esos instantes siempre les habían pertenecido a ellos y a nadie más; era lo que hacía que mereciese la pena levantarse un domingo temprano entre moretones y cruda de la noche anterior, confesar pecados que no eran ni tan terribles ni tan suyos, y escuchar Misa. Sus manos volvieron a entrelazarse, pulgares de uno jugando con la piel del otro, cuando repitieron al unísono el Padre Nuestro. “No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal”. Si Dios les hubiera librado en efecto de la tentación, ¿se hubieran abstenido de conocerse? ¿Se hubieran abstenido de amarse? ¿Se hubieran abstenido de consagrar sus vidas el uno al otro? No lo creía, y esta vez no era la soberbia hablando, que le llevaba a convencerse de que no había pecado en sus acciones para dormir en paz por las noches y olvidar el calor de la hoguera a sus pies; era la certeza de que no había mal en sus deseos, en sus acciones, en su amor. No había mal en el amor. No podía haberlo.
- Padre Santo, nos postramos humildemente ante ti a suplicar por tu bendición en esta unión. Te rogamos por tu misericordia, tu abrazo amoroso y tu protección; que esta mutua entrega sea un ejemplo de respeto, fidelidad y confianza, y que esté colmada de felicidad y gozo que permita a tus hijos aquí presentes alabarte. Te rogamos que guíes sus corazones y su juicio hacia el bien, durante la larga vida que te pedimos les ofrezcas juntos; y que pongas bondad en las almas de quiénes les rodean para que puedan ver la pureza de su vínculo y tratarles de manera justa. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén – Ben nuevamente no titubeaba mientras decía esas palabras; no sonaba como una súplica o una plegaria, sino a una demanda. No había humildad en ellas, sino hartazgo y la triste resignación de alguien que intenta por una vez más decir algo a sabiendas de que caerá en oídos sordos. No bien alcanzó de decirlas, hizo la señal de la Cruz; y no había terminado de dibujar la Cruz en el aire cuando le cogió de la cintura. Los dedos de Friedrich se agarraron del terciopelo del mantel del altar a sus espaldas para no perder el equilibrio, cuando los labios de Ben finalmente encontraron los suyos, el estoicismo del joven párroco finalmente perdido.
-Soy tuyo, por fin soy tuyo – dijo Ben, cuando sus labios se separaron, mas sus rostros estaban a recaudo de otro beso. La flama sobre el altar dibujaba las lágrimas no derramadas en sus ojos y el tremor en su mandíbula, un alivio que no esperaba ver. Los dedos de Friedrich dejaron ir el mantel para alzar el cuerpo de su esposo entre sus brazos; la tela de la sotana le ardía en la palma de la siniestra y las hebras de su cabello se le enredaban en la diestra. Le estrujó suavemente y ese momento pareció durar para siempre. Cada instante de esa noche estaría engravado en la eternidad.
La eternidad se rompió durante la madrugada, antes de que amaneciera. Alguien golpeaba a la puerta principal y resonaba por toda la nave. Ambos, yaciendo aún en el ábside bajo la capa de Friedrich, cruzaron una mirada de horror. Antes de que pudieran exhalar el aire que estaban conteniendo, otro golpe sacudió la puerta. Ben se vistió a tientas y empujó cualquier objeto que de buenas a primeras no pudiera reconocer como suyo en dirección de Friedrich.
- Escóndete – susurró, al tiempo que volvían a tocar otra vez. Friedrich y todo lo que le cabía entre los brazos desapareció bajo el frontal del altar -. ¡Ya voy! – gritó, tomando el candelabro. Friedrich vio la luz de la vela alejarse más y más hasta que fue irreconocible. La puerta se abrió de un quejido y de pronto hizo muchísimo frío.
- ¡Padre! Pensaba que no abriría – dijo la voz de un hombre mayor de manera tan casual que sonaba casi a reproche, como si no fuese mitad de la noche y tuviera en efecto derecho a estar molesto.
- Señor Obispo – la reverencia en la voz de Ben era tan palpable, que podía verlo arrodillarse y besar su anillo -, por favor, pase adelante. ¿En qué puedo ser de servicio? – Ben tendría que respetar mucho al Obispo para ocultar tan bien la irritación que le produciría su visita a estas horas y en estas circunstancias.
La puerta se cerró con un quejido y luego hubo un ruido de pasos, cayendo fríos sobre las baldosas. Una puerta más pequeña se abrió y cerró. Por largo rato intentó escuchar en la conversación, pero sólo le llegaba un murmullo ininteligible; y, tras mucho intentarlo, acabó por resignarse a que su única compañía eran los sonidos varios de la madrugada, todos ahogados y, por alguna razón, todos amenazadores. Cuando Ben alzó uno de los costados del faldón para sacarle de debajo del altar, se había adormilado.
- ¿Qué quería? – preguntó, saliendo torpemente de debajo de la mesa e intentando sin éxito disimular el susto de muerte que acababa de darle. Ben pasó de intentar ahogar una risa ante la imagen, a arquear una ceja ante el desprecio que no podía esconder.
- Mañana requiere de mis servicios a primera hora – dijo, finalmente guiándole hacia el cuarto donde dormía. Fue el turno de Friedrich ahora de arquear una ceja. Se reclinó contra el marco de la puerta, sin permitirse a sí mismo entrar. Ben advirtió el cambio de atmósfera, pero no sabía explicarse a ciencia cierta la razón -. ¿Cuál es el problema?
- ¿Ha dicho para qué? – preguntó Friedrich; la tensión era demasiado fuerte como para ignorarla.
- Dar una bendición – Ben le miraba de medio lado y con el entrecejo fruncido.
- ¿A quién? – los ojos de Friedrich no se separaban de los de Ben. Tenía la espalda tan recta que apenas sentía la rigidez de la puerta contra su columna.
- A unos caballeros que parten mañana a Tréveris – Ben respondió. Se cruzó de brazos, irritado por el mal humor de Friedrich, quien siempre parecía estar viendo lo peor en la gente para así buscar pleito - ¿Cómo es esto de tu incumbencia?
- Mañana yo parto a Tréveris – las pupilas de Friedrich perforaban las de Ben; sin embargo, éste parecía ajeno a lo que realmente intentaba decir y acabó bufando burlonamente mientras se sentaba de pierna encima en la cama.
- Tú no eres ningún caballero – la mirada conocedora de Friedrich le hizo tragarse la risa. Un escalofrío le recorrió la columna -. Todos los días parte la gente a Tréveris – no hizo falta que le dijera que no fuese ingenuo para que el mensaje llegara a puerto: las coincidencias no existen. Era una frase que repetía día sí y día también -. ¿Desde cuándo te molesta un cuchillo a traición? – Friedrich apartó la vista; sabía que había verdad en las palabras de Ben, pero viniendo de él resultaban ofensivas.
- Algo trama – se escuchó a sí mismo decir.
- Evidentemente. Y eso nunca te ha importado antes – dijo Ben con un dejo de curiosidad. Podía sentir sus ojos sobre él mientras caminaba por la habitación. Era un sitio frugal: además del camastro y el crucifijo de madera de rigor en la pared, había un librero con tratados que cubrían desde anatomía hasta las encíclicas papales y otros documentos teológicos, y un escritorio con un tintero y una Biblia abierta.
- Te equivocas – dijo levantando una copia de la Trotula y hojeando los grabados. Tendría que costar una fortuna, sólo considerando el precio de los tintes. La cantidad de horas de trabajo invertidas ahí, volverían del volumen un libro impagable. Ben ni siquiera se interesaba por la Medicina, ¿para qué querría una copia de la Trotula? -. La primera regla para sobrevivir en este rubro es que nunca estás a salvo a menos que sepas qué se tiene todo el mundo entre manos; la segunda es que la excepción confirma siempre la regla: nunca te fíes de la mano que te da de comer.
- Sus motivos tendrá – dijo Ben, impasible, sin mover un músculo. Le miró horrorizado: de todas las cosas que posiblemente podría haber dicho, era la peor. La indolencia era una mortaja que no tendría problemas en que cualquiera llevase, excepto su esposo; no podía aceptar que le pusiera las garras encima.
- Eso no lo vuelve mejor y lo sabes – un silencio incómodo se hizo entre ambos hasta que Ben agachó la cara. No era así como Friedrich esperaba pasar su noche de bodas, discutiendo y con los planes del Obispo en la cabeza, pero el hechizo estaba roto y sólo quedaba una cosa: la certeza de que estas serían sus vidas hasta ahora, llenas de desacuerdos irreconciliables. Y, sin embargo, no importaba. No ahora. Se arrodilló junto a la cama y tomó la mano de Ben entre las suyas -. Va a amanecer pronto. Tengo que irme. Pero no quiero irme así.
- ¿Tendrás cuidado? – los ojos de Ben no soltaban sus manos entrelazadas. Hubiera deseado haber tenido más tiempo. Le besó los nudillos y dijo:
- Lo prometo – las palabras aún vibraban en el aire cuando Ben finalmente le vio a la cara.
- Por favor, vuelve – había dicho esa frase cien veces antes, y cien veces antes había esperado todos los días que había tomado volverle a ver, prendiendo velas junto a la imagen de la Virgen. “Ten piedad. Haz que vuelva a mí”, solía suplicar con el corazón en la boca. A Friedrich se le hizo un nudo en la garganta que le robó la voz. Le besó y se encaminó hacia la puerta; iba a cerrarla tras de sí cuando Ben volvió a hablar -. No fue lo único que me pidió – un silencio que duró lo mismo que una pregunta no dicha, le instó a continuar -. Quiere que les vaya con ellos – a Friedrich no se le alcanzó a helar la sangre antes de voltear.
- No quiero que vayas – dijo con vehemencia.
- No es algo que pueda decidir – era suficiente señal para que la sangre ahora sí se le congelara.
- ¿Sabes siquiera a qué…? – no alcanzó a terminar la pregunta: Ben sacudía la cabeza -. No quiero que vayas.
- Yo tampoco – dijo Ben. No había más cosas que hiciera falta decir. Ninguna, al menos, que fuese a hacer una diferencia. Cerró la puerta tras de sí. La luz gris del alba alumbraba el pasillo central de la iglesia. Se calzó la capucha sobre la cabeza cuando finalmente alcanzó la calle para protegerse de la lluvia fina que caía. Se escabulló entre las callejuelas, la gente que prefería el abrigo de la noche y las casas hasta que la Torre de la Puerta del Rin se hizo cada vez más grande junto al rumor del río a sus pies. Bajo la sombra de la torre, que se erguía como una extensión del muro, dos figuras se recortaban.
- Bastante te tardas – la mirada torva que le lanzó Carapartida no le pasó desapercibida, mas decidió ignorarla de todas maneras. Era demasiado temprano como para hacerse mala sangre.
Carapartida tenía el acento de quienes habían nacido junto al Río Sena y bajo el alero de Notre Dame. Como el apodo lo sugería, tenía la una fea cicatriz en diagonal que le cruzaba el rostro viejo y arrugado desde la ceja derecha, pasando por la nariz y que se perdía en la mejilla izquierda; era el recuerdo de un espadazo en un viejo duelo. O esa era la historia que él contaba. Solía sazonar el cuento diciendo que tras ese duelo había acabado desterrado y su futuro, en cenizas; y que sin mucha más opción, había terminado vendiendo su espada al mejor postor dentro de las fronteras del Sacro Imperio. Qué tan prometedor había sido ese futuro, eso era debatible: según contaba la leyenda, había estado a medio camino de prepararse para ser un médico cuando eso había ocurrido. Friedrich no sabía si creerle o no; a ciencia cierta, Carapartida era un completo misterio para él y cualquier otra persona que le conociera; el único que parecía ver tras su charada era el Obispo, aunque no estaba seguro si eso era porque hablaban un idioma en común que sonaba agudo y tintineante, o si era porque ambos sabían más de lo que deberían.
- Tenía asuntos pendientes – dijo Friedrich secamente. Carapartida chasqueó los dientes y se arrebujó en la capa, que le venía demasiado ancha y demasiado corta.
- Déjale en paz – Guadaña había dejado finalmente de mear y se acercaba a ambos, justo a tiempo de cortar cualquier reparo que Carapartida pudiese tener -. De seguro le han retenido los asuntos pendientes en la cama. ¿Lo hacían bien? – si el doble sentido no hubiese sido lo suficientemente obvio, la risita inmadura de Guadaña, quien tenía los mismos intereses que un adolescente, lo volvía irritantemente claro. Rodó los ojos, rio y asintió. Sabía Jesucristo en su Cruz que no hubiera sido su deseo separarse de sus asuntos pendientes, si así era como iban a llamarle; que en efecto, nunca hubiera deseado salir de su cama y que hubiese deseado tenerle siempre entre sus brazos -. ¿Tiene nombre siquiera?
- ¿Dónde está El Dados? – preguntó, haciendo como que no había escuchado la pregunta de Guadaña, quien se largó a reír mientras Carapartida fruncía el entrecejo desaprobatoriamente.
- ¿Dónde crees? – preguntó sin terminar de reír -. Jugándose nuestros caballos – reía de manera tal que era evidente que el asunto ni siquiera le parecía digno de burla, sino que genuinamente divertido. “Al menos eso explica por qué no están aquí”, pensó Friedrich. Carapartida refunfuñó algo que no pudo descifrar pero que parecía importante -. Por jugándoselos, quiero decir que en realidad está tratando de recuperarlos.
Friedrich suspiró y tuvo que hacer un intento para contener la risa. Consecuencias aparte, Guadaña tenía razón: era una situación curiosa, cuánto menos.
- Algo así me imaginé – tanteó en su morral: una manzana era todo lo que traía encima, junto a un pellejo de agua. Recordando ahora que sus provisiones estaban ya cargadas en los caballos, El Dados apostándolos le parecía menos hilarante. Mordió la manzana y a Carapartida los ojos se le agrandaron.
- ¿Y eso? – preguntó el viejo. Sus pupilas abrazaban el anillo de bodas en la mano de Friedrich.
- El Dados no es el único que se juega la vida – dijo despreocupadamente -. A diferencia de él, hay algunos que de vez en cuando sí ganamos – la cicatriz en el rostro del otro se encogió hasta casi parecer una mera arruga: no le creía; ambos lo sabían, como también sabían que no iba a hacer más preguntas. Era un hombre curioso y observador, y no le gustaban las mentiras, pero era respetuoso. La mirada divertida en la cara regordeta de Guadaña le decía que él tampoco le creía y que, de no haber estado Carapartida presente, hubiera hecho preguntas. Sin embargo, todos sabían que la palabra de Carapartida era la ley, la hubiera dicho o la hubiera sólo pensado.
El sol finalmente se alzó en un camino platinado tras el velo de seda de las nubes. Las campanas de la Catedral le contestaron y a ellas le siguieron las de la Iglesia de la Santísima Trinidad y las de la Iglesia de San Stephan. Cuando reconoció estas últimas, su mente se llenó de Ben, quien cuando la sexta campanada dejó de sonar, dejó entrar a dos hombres en la nave principal de la Iglesia. Parecían gente de renombre, aunque no sabía quiénes eran ni en qué radicaría su importancia, su estampa sólo decía que habían crecido con una cuchara de oro en la boca mas no en qué rubro habían tenido a bien usar sus influencias. No portaban consigo escudo de armas ni estola que revelase sus lealtades o rango.
- Padre – el mayor de los hombres, quien luego se presentaría bajo el nombre de Ludwig, asintió solemnemente con la cabeza en su dirección y el más joven, Karl, le siguió -. He oído que será nuestro guía.
Ben asintió, pero no dijo más. Tenía cálidos recuerdos de Tréveris, pero no los compartiría con extraños. Les tomó la confesión, les dio la hostia y el vino. Una campanada en solitario retumbaba por la ciudad cuando acabó la oración para pedir por la protección de Dios en este viaje; y tres campanadas resonaban, una tras otra, cuando alcanzaron el puente del Rin.
- Como el Dados no traiga los caballos de una vez, lo mato yo mismo – masculló Carapartida, mirando a los tres hombres que cruzaban el pontazgo. Al abrigo de la torre que sobresalía de la muralla que vadeaba el río, Friedrich miraba a Ben, quien no había seguido su consejo de permanecer en Constanza. Y, fuera de la sangre que se le agolpaba en las mejillas de buenas a primeras, un vacío se le hacía inexorablemente en el pecho.
- ¿Estás seguro de que son ellos? – preguntó recargándose en el muro y siguiéndoles con la vista, mientras se perdían entre la muchedumbre que cruzaba de ida y de regreso. Al día siguiente sería la Pascua y ya había alboroto, campesinos llevando y trayendo productos a la ciudad y preparando los festejos.
-Él dijo que los acompañaría un cura, el de la Parroquia de San Stephan. Los va a llevar por la Selva Negra – dijo el viejo, ocultando la mirada torva bajo el sombrero. A Friedrich le dio escalofríos.
- Van al poniente – dijo el guardia desde la almena en dirección a Carapartida, quién soltó una risita ronca. A Friedrich se le agrandó aún más el vacío en el pecho y no acabó de llenársele cuando El Dados finalmente apareció, borracho, sangrando y en la quiebra, pero con los caballos, y fue de una buena vez la hora de partir.

Texto agregado el 02-01-2025, y leído por 325 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
05-01-2025 Seré sincero, tuve que obligarme a mi mismo a leer toda esa misa en el matrimonio, no fue fácil Bien narrado, Buenos personajes. Me encantaría leer mas de tus publicaciones, pero sin tanta religiosidad, por llamarlo de alguna manera Pese a todo, creo que está muy bien, mis felicitaciones Ishamael
03-01-2025 Esta interesante gpalm1990
 
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