Pleno velorio. Yo estaba parado junto al féretro donde yacía el cuerpo de mi padre. No había nadie junto a mí aunque la sala funeraria estaba llena de gente. Creo que respetaban el momento de intimidad que yo intentaba tener con mi viejo. Alrededor había muchas coronas. Compañeros de la facultad, de la escuela secundaria, del club, hasta del Rotary. Fue entonces que lo vi entrar. Me di cuenta de que yo era el único que lo podía ver porque nadie se espantó. Yo tampoco me espanté. Conociendo a mi padre se podía esperar cualquier cosa. Se paró a mi lado.
Qué cosa rara la muerte, dijo.
En ese momento sí me sentí impresionado. Verlo ahí acostado, lívido, en el cajón, y también a mi lado: vestido con una camisa blanca finita, unos jeans gastados y mocasines.
¿Qué hacés acá?, le pregunté.
Me pareció que tenía que venir a verte.
¿A mí?
Sí, a vos.
¿Por qué a mí?
Bueno, con vos fue con quién tuve los mayores quilombos.
Me quedé pensando. No sé si era un motivo de orgullo o de vergüenza, pero mi padre había vuelto a verme lo que me puso de algún modo contento.
Yo te quería querer pero…, dije.
Shhh… , dijo llevándose un dedo a la boca. Te entiendo agregó. Yo también odié a mi padre.
¿Se reencontraron? ¿Cómo es allá?
Sí, nos reencontramos.
¿Hicieron las pases?
Nos pedimos perdón.
Eso me hizo sentir un alivio y atiné a abrazarlo.
No, no, me dijo. Ningún contacto.
¿Querés que vayamos al balcón?, le pregunté. Si me ven hablando solo van a pensar que me volví loco.
Vamos si querés, dijo.
Caminamos. Yo detrás de él. Nos abrimos camino entre tanta gente. Miré hacia atrás y vi que algunos se acercaban al cajón.
Vino mucha gente ¿Viste viejo?
No esperaba menos, dijo riendo.
Nos paramos contra la baranda del balcón que daba a calle Córdoba. Sacó un cigarrillo. Lo encendió, le dio una pitada y largó el humo por la nariz.
¿Qué hacés? ¿Fumás ahora?
Y sí, hay que cambiar, tu abuelo fumaba, vos fumás, ahora fumo yo también.
Me extendió un atado de cigarrillos sin marca que dejó apoyado en el borde del balcón. Una caja completamente blanca. Saqué uno. Él dejó ahí también un encendedor, lo agarré, encendí el pucho y también fumé.
Es la primera vez le decís abuelo a tu padre. A mi abuelo. Siempre dijiste que era un viejo hijo de puta, dije.
Las cosas cambiaron, hijo.
Me quedé pensando un rato en lo que dijo.
¿Cómo es allá?
Más o menos como acá pero están todos. Tu abuela me dijo que yo era su hijo preferido.
Otra vez su vanidad, pensé. Eso había odiado de él, su vanidad, siempre quería ser el mejor y por lo general lo lograba. Aunque no en todo. Un psicólogo me dijo que yo lo idolatraba. Creo que era verdad. Había tenido una vida tan distinta. Había salido del barro y había llegado lejos. Creo que yo lo envidiaba. Yo también quería ser especial.
Me gustaba estudiar, papá. Fui abanderado como vos. Me gané una beca como vos para estudiar la universidad, dije.
Ya sé que te gusta estudiar.
Sí, me gusta, nunca dejé los libros, pero me cansé de la academia. Me cansé de memorizar como un loro para que un profesor culoroto me dijera: tiene un diez.
Yo venía de otro lado, hijo.
Ya sé, menos mal que lo admitís, dije y temí haber sonado agresivo,
A mí lo único que me quedaba era estudiar para ser alguien, dijo.
A mí me gustaban más las mujeres que las aulas de la universidad.
Se encogió de hombros.
¿Por qué no vas y hablás con Mariano? Ustedes siempre se llevaban bien. Eso también envidié. La relación que tenías con él.
No, vine a verte a vos. Hicieron una excepción y te elegí a vos. Creo que nos debíamos esta última charla.
¿Pero cómo es? ¿Dios, Jesucristo, te dijo tenés una oportunidad de volver?
No, no es tan así. Estamos todos. Eso te lo aseguro. Hasta los peores.
¿Hasta los peores?
Todos.
Eso me da algo de tranquilidad, dije.
Tampoco te mandaste tantas cagadas, que yo sepa no mataste a nadie.
No. Muchas mujeres, mucho alcohol y libros.
Te enderezaste al final. Formaste una familia.
Logré ser escritor.
Pero de eso no vas a vivir.
¿Me lo estás recriminando?, le pregunté y temí que se enojara. Mi padre enojado daba terror. Otra cosa que había odiado de él es que era un cabrón. Gritaba y gritaba. Vivía nervioso. Le importaba demasiado la plata. En realidad no podía fracasar. Su mito era el chico que lustraba zapatos y que ahora era un ingeniero exitoso. Su familia lo tenía entronizado. Menem lo derrumbó sin embargo. Casi se volvió loco. Un amigo le dio laburo y volvió a pararse.
Vas a vivir bien de lo que te dejé, me dijo.
¿Me lo estás echando en cara?, dije, ahora sí, algo irritado.
Hijo, no hay más tiempo para rencores, ni revanchas, ni malos entendidos, ni mejores ni peores. Te admiro. Te la jugaste por lo que querías. Yo también.
Tiró lo que quedaba del cigarrillo por el balcón. Llevame a ver a Martín.
Pero ¿cómo…?
Vos llevame.
Pisé el cigarrillo y, qué iba a hacer, lo llevé junto a Martín.
Martín lloraba sin consuelo. Estaba sentado solo en un sillón largo a un costado de la sala. Mi esposa estaba parada a unos metros. Martín tenía un libro infantil en la falda. Mi viejo fue y se sentó junto a él. Lo abrazó. Martín quedó como paralizado. Una luz resplandeció desde ellos. Una luz blanca, brillante, pura. Martín dejó de llorar. Se limpió los ojos con el dorso de las manos. No lo veía a mi padre, me di cuenta de eso, pero algo complaciente le noté en la cara. Paz, vi paz en su expresión.
Papá, el abuelo está bien, me dijo.
No era una pregunta, era una afirmación. Mi viejo seguía abrazándolo. Yo también lo abracé siendo precavido de no tocar a mi padre.
Todos vamos a estar bien, le dije.
Mi esposa nos miraba asombrada.
Mi viejo se paró. Martín pidió algo de comer a mi esposa. Yo también me paré. Dimos unos pasos.
Bueno, hijo, acá se terminó la cosa. Martín no te va a odiar.
Lo quise abrazar.
No, me dijo. Nada de contacto.
Pero con Martín…
Martín es otra cosa. Le dijiste que todos vamos a estar bien a tu hijo. Es así, todos vamos a estar bien. Cuando nos encontremos vamos a jugar un truco de a cuatro. Yo con Martín, vos con el abuelo. Les vamos a ganar, dijo y guiñó un ojo, como si supiera que ese comentario en otro momento me hubiera molestado.
Se dio vuelta y se fue caminando entre la gente hasta desaparecer.
Chau, viejo, dije.
Se acercó mi esposa.
Santi, te vi por momentos algo raro, como si hablaras solo.
Hablaba con mi padre, Cecilia, hablaba con mi padre. Todo va a estar bien.
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