Se acurrucó bajo las mantas y se mintió a sí mismo, fingiendo estar dormido.
Quiso hacer lo mismo que cuando era niño, escapar de los gritos, del dolor en la mandíbula por apretar tanto los dientes. Trató de olvidar la vergüenza de despertarse en la cama, empapado en sus propios orines. Intentó borrar de su mente la confusión que sintió cuando su maestra de kinder le tiró de las orejas por decir "Puta de mierda". ¿Dónde había un niño de cinco años aprendido esas palabras? Y los profesores llamaban a su madre, quien no podía acudir debido a su enfermedad. Ese extraño mal que le amorataba el cuerpo, transformaba su voz en un susurro y convertía sus ojos en dos lagos brillantes, siempre a punto de desbordarse. La madre de llantos susurrados por los rincones, con la mirada de un animal herido; la felicidad en casa duraba solo hasta las seis. Después de eso, solo quedaba el silencio, roto ocasionalmente por un grito.
A medida que creció, sus amigos en la escuela murmuraban cosas a sus espaldas, dueños de una verdad que él no alcanzaba a comprender. "¡Hasta cuándo!" gritaba él en esa felicidad arrendada, esa ilusión de libertad que solo duraba hasta las seis, mientras su madre, empequeñecida, se restregaba las manos, acentuando en su rostro todos los años y el cansancio. "Vivimos en un barrio tan pequeño", le decía. Y sí, el barrio era pequeño, con paredes delgadas y ojos curiosos. Pero sin reparar en la insidia de la gente, él soñaba, no con épicas batallas contra monstruos imaginarios como debería haber sido, sino con venganzas reales contra el monstruo que atravesaba la puerta de su casa cada tarde. Venganzas absurdas, que abandonaba apenas le veía llegar. "Algún día", juraba en silencio, sin poder contener las lágrimas, observando desde un rincón a su monstruo, echado en el sillón, abominable y fascinante, mascullando perdido en el alcohol, "no lloríh maricón, los maricas lloran".
Por eso ni siquiera se sorprendió cuando vio la escopeta apoyada en el armario, como una oscura serpiente dormida, que en cualquier momento podía retorcerse y lastimar. Y mientras las noches se hacían más violentas y llenas de gritos, él se acurrucaba en su cama y lloraba, sin importarle ser un maricón.
Y ahora, ahora que los gritos eran como vidrios encajándose en su piel, él pensó en la serpiente, pensó en que podía ser su amiga. Un presagio oscuro recorría el aire. Esa noche sería libre o esclavo para siempre.
Se sentó en la cama tratando de pisar el suelo de madera sin ser oído, pero un ruido seco como el chasquido de una tela azotada por el viento lo hizo detenerse. Se quedó allí, con el corazón latiéndole en cada parte del cuerpo y los oídos abombados, tratando de oír por encima del sonido ensordecedor de su agitada respiración. Repitió el sonido en su cabeza mil veces, tratando de descubrir si había venido de su imaginación.
La idea vino a su cabeza con la rapidez del rayo y el miedo golpeó su pecho, casi arrojándolo hacia atrás. Podía ser ella, su amiga, la bestia que finalmente había despertado para vengarlo o destruirlo. La madera del piso crujió bajo unos pasos, gimió cada vez más cerca de su puerta. Apretó los dientes contra sus labios hasta que la boca se le llenó de sangre. La puerta se abría... el corazón aleteaba en su pecho como un ave cautiva... la sangre en oleadas frenéticas contra sus oídos, la luz colándose por la abertura de la puerta, la sombra ocultando la bombilla...
Entonces se acurrucó bajo las mantas y se mintió a sí mismo, fingiendo estar dormido. |