Manuel se mantenía en silencio bajo la sombra de una palmera junto al antiguo corral de piedras. Ni los zumbidos de los mosquitos, ni el veneno de los escorpiones lograron moverlo de su escondite mientras la noche se hacía cada vez más oscura. En ese preciso momento, los hermanos García, conocidos por su brutalidad, atacaron a Santiago Paredes, asestándole dos machetazos en el rostro.

Tras la partida de los agresores, Manuel se armó de valor y se acercó a Santiago. A pesar de estar gravemente herido, Santiago aún respiraba, pero su cuerpo se retorcía de dolor, cubierto de sangre y sudor. Manuel lo levantó como pudo y lo llevó al único médico del pueblo, permitiendo que su madre tuviera la oportunidad de despedirse de él.

Los García salieron huyendo; por eso se supo que ellos eran los culpables, ya que Manuel nunca dijo nada por el mismo miedo arrebujado en el corazón que le impidiera ayudar a Paredes esa noche.

Durante algún tiempo, la comunidad regresó a la calma. Hasta que una noche, los hermanos se devolvieron armando alboroto en cada rincón del pueblo. En la cantina no faltaban las bravatas e insinuaron que Manuel era hombre muerto. Así que los López, para evitar que el más joven de la familia muriera, lo mandaron a España a casa de una de sus hermanas. Y allá se fue; y hasta allá lo alcanzaron para meterle tres tiros en la cabeza.

Su cuerpo dentro de un sencillo ataúd regresó después de tres semanas de muerto y de infinidad de trámites. Las exequias duraron varios días hasta que el olor a difunto se impregnó en las calles del pueblo y no quedó duda alguna de que el muchacho sería vengado.

Los López desde entonces esperan a los García. Unos dicen que están en Bolivia; otros más que en Montevideo; pero éstos aún no han regresado y más les valiera no hacerlo.