Era una mariposa fea, de colores pardos, que soltaba pelusa gris al posarse en una flor. Volaba como si tuviese un ala rota, mientras las amarillas danzaban como llamas sobre el mar. Oculta tras un viejo árbol, observaba con admiración la fuerza de las monarcas; a ella, en cambio, le dolía el ala al volar.
—Reumatismo juvenil —le decía su mamá—, es cosa de familia.
Por eso hacía paradas frecuentes, lo que incomodaba a las flores, que veían sus pétalos manchados de pelusa gris.
—Esa mariposa tiene mucha caspa —cuchicheaban.
Al enterarse, dejó de volar sobre ellas y se guareció en el viejo cedro.
Con el tiempo, las flores se volvieron pálidas, y una masacre de arrugas las invadió. Algunas soportaban la vejez en silencio; otras sollozaban al verse ajadas y polvosas.
Pero una flor joven, apenas un brote, le susurró:
—Acomódate a mi lado y cuéntame del mundo; mi aliento se escapa, y quiero saber qué hay más allá de este jardín.
La mariposa le habló de la montaña, del viento, de la alegría del pájaro y del viejo cedro.
—Sigue contándome —musitó la flor.
Los días pasaron, como gotas que resbalan y se pierden en la tierra. La mariposa dejó caer su pelusa gris como un rocío, y los pétalos marchitos comenzaron a recobrar su color. Un día, la flor pidió que la peinara. La mariposa, mientras lo hacía, vio cómo la luz regresaba a los pétalos ajados.
La flor sonrió:
—Quédate conmigo y abrígame. Me has quitado la pena y devuelto el deseo de vivir, de ver puestas de sol, escuchar el viento y el canto del clarín. |