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El principal recuerdo es más o menos así. Los faros de la vieja Chevrolet naftera abren la espesura nocturna en la ruta y aunque las ventanillas están cerradas se siente el viento en la cabina. Vamos rápido y la chata se hamaca y la arena o el polvo o lo que sea de cositas que brillan a la luz es una tormenta que golpea las chapas y los vidrios mientras adelante nos hundimos en el vacío inmenso de las estrellas y aparece un bulto como un animal en medio del paso y me sobresalto y me aferro con las manos por reflejo a algo que no sé mientras Tío Adolfo acelera y estira los brazos se aleja del volante endereza la espalda acelera y el animal enfoca hacia nosotros y queda perplejo; sus ojos son grandes puntos de luz y arriba algo cobra súbitamente tamaño y forma de astas grises de ciervo y la piel se hace marrón rojiza cuando alcanzo a percibir algo genuino y vital en esos ojos por una fracción de segundo Tío Adolfo toca los frenos y lo que creo que es el lomo del animal da contra el parabrisas y desaparece y se siente el golpazo contra el techo y Tío Adolfo grita y hace un rebaje con los cambios giramos en U doy contra él enseguida contra mi ventanilla los faros muestran del desierto siluetas fugaces como yuyos y témpanos y veo otra vez la ruta vacía y las partículas voladoras como chispas en el haz de luz. Por fin estamos quietos. A unos pocos metros las luces dan cuenta del bulto que es el ciervo que apenas patalea con los huesos visiblemente rotos. Tío Adolfo saca un cuchillo de no sé dónde un cuchillo enorme que se me antoja ridículo y sin apagar el motor abre la puerta y me ordena que baje. Seguramente porque demoro en reaccionar dice como rezongando estos porteños supongo que para abarcar con una palabra mi vacilación.
Resulta que estoy recorriendo el sur con Patricia y nuestro hijo adolescente y nos dio por visitar al tío Adolfo, que es primo de mi mujer. Ahora ellos están en la casa con Ana, su esposa, y Gladys, su hija. Nosotros estuvimos paseando por el desierto a pedido expreso de Adolfo. Llamarlo tío es más bien una costumbre después de una visita lejana a Buenos Aires cuando Nicolás recién empezaba a hablar, que el primo de mi mujer fue Tío Adolfo para mi hijo. Llamar desierto a este paisaje es más bien producto de mi estado de ánimo. Y es que desde hace como cuatro horas el único ser vivo con el que tengo contacto cabal es Tío Adolfo. Y viento. Acá el viento vive y agrede; la temperatura desciende considerablemente a la noche.
Ahora Tío Adolfo separa las vértebras del cuello con el dorso aserrado del cuchillo sentado sobre el animal mientras ese mismo animal mueve los ojos hacia la posición de su verdugo y gruñe con lo que queda de la garganta y vomita algo como sangre con cosas gelatinosas. Entonces Tío Adolfo usa el filo recto y corta, corta y los ojos bien abiertos del ciervo se apagan sometidos también por las luces de la camioneta. Me dice que lleve la cabeza hasta los matorrales para que no se vea desde la ruta. No obedezco. Estoy ahí parado y quieto y no obedezco porque no me sale moverme. Entonces toma con ambas manos las astas y me alza la cabeza, pero yo no separo los brazos caídos del cuerpo. Porteños blanditos dice, y desaparece. Vuelve y agarra el bulto por las patas traseras y lo arrastra hasta más allá de la banquina donde aún llegan las luces de la chata. No sé por qué lo sigo. Vuelve a cortar y extrae una masa de tripas como una bolsa gris y un manojo de víboras resbalosas. Hay un charco oscuro en el suelo claro bajo el bulto. Siento en la cara lo sólido que trae el viento; pero más me molestan el silbido y la violencia del aire que me sacude y me enfría. No sé, no puedo entender por qué está sucediendo todo esto.
Mientras arranca las entrañas me explica que es ilegal matar ciervos, que hasta podés ir preso, que por eso hay que esconder todo, que acá no es como allá, que él sabe bien porque conoce, que viste que el animal se cruzó y hubo que seguir porque si lo esquivás capaz te hacés concha, que ya que está muerto sería una lástima desperdiciar la carne, que igual es una lástima no llevarnos la cabeza para el living pero no se puede porque los milicos verían las astas salirse de la caja, que es que hay que pasar por el puesto caminero y no sería raro que todavía estén.
Cargamos lo que queda del ciervo. Lo tapa con una frazada y veo que hay una escopeta. Le digo que cualquiera pensaría que venimos de cazar ciervos; él que nomás a un idiota o a un porteño le daría por cazar ciervos acá con una escopeta como esta, que no entiendo nada, que los porteños no sabemos nada de las cosas que pasan afuera de la ciudad y que si me deja solo ahora mismo no duro ni una hora. Se ríe y me toca el hombro con el dorso de la mano derecha. Después me señala un bidón y me indica que vuelque el agua mientras se lava la sangre de las manos. Parece contento.
Cuando por fin me sé cerca de la casa, que es la única en centenares de metros a la redonda, me da por observar las grietas de la cara de este cincuentón muy flaco y vigoroso que conduce con aparente tranquilidad. Pienso que lleva un ciervo sin cabeza en la caja de la camioneta mientras levanto la vista al enjambre aparatoso de estrellas y siento angustia. Ya en el camino de ripio puedo ver las luces del caserío. Recuerdo que nunca había tocado un ciervo ni imaginado lo que se siente un animal muerto pero todavía caliente y de repente necesito tener a mi mujer y a mi hijo cerca.
Tío Adolfo estaciona junto al galpón. Ver mi auto a unos metros me da cierta tranquilidad. Abre el candado y separa las chapas del portón, entra y enciende una luz. Me dice que debo agarrar el animal por las patas. Supongo que lo hace a propósito para verme la cara y decir que los porteños somos blanditos porque creo que podría cargarlo él solo. Ahora, dentro del galpón al reparo del viento, este bicho huele raro y fuerte. Siento asco y algo de náuseas, toso, intento contener el aliento y de paso esconder la repulsión. Lo dejamos sobre una mesada. Me dice que mañana lo cuerea y lo mete en el freezer, que los porteños no tenemos idea de lo que es esto, que si me porto bien me hace un estofado de lomo de ciervo, que me voy a chupar los dedos. De solo pensarlo me vienen ganas de vomitar, así que intento distraerme con la cantidad de bártulos y de cosas oxidadas colgados de las paredes, y es que no quiero escucharlo más y ya no me entusiasma la idea de estar mañana en este lugar. Al salir otra vez el viento me corta la cara.
Tío Adolfo me aclara que si preferimos él y su mujer duermen en la casa rodante y nosotros en su cama. Abre la puerta y agarra una linterna de ahí dentro, la enciende e ilumina el recinto durante unos segundos como si quisiera verificar algo. Alcanzo a ver parte de la distribución. Hace una seña de aprobación, apaga la luz y baja de un saltito.
La entrada de la vivienda da a un salón amplio, a la izquierda una estufa de leña, unos sillones y un mueble con el televisor. Después el comedor, la escalera que da a la planta alta, y a la derecha un pequeño cuarto de baño. Finalmente la cocina.
—¡Hola hola hola!… ¡Llegaron los hombres! —grita Tío Adolfo y entra en el bañito. Deja la puerta abierta y lo veo orinar de espaldas.
—¡A que no sabés lo que trajimos, Anita! —grita. Imagino que todavía tiene las manos pringosas de sangre y me viene un resabio de aquel olor a bicho. Necesito lavarme. Veo que aparece Patricia con un vaso en la mano; me da un beso en la mejilla y me susurra que sería bueno que nos vayamos. Huele a cerveza.
—¿Te pasa algo? —la interrumpo— ¿Dónde está Nico?
—Arriba con Gladys. Tardaron mucho, eh. Se ve que mal no les fue —dice. No contestó la primera; no sé si es bueno o malo.
—¡Tenías que verle la cara al porteño este! —grita Tío Adolfo desde el cuartucho.
Ana sale de la cocina limpiándose las manos con un repasador. Es una mujer alta y gruesa con unas tetas enormes que le lleva media cabeza y unos cuantos kilos a su marido. Tiene la cara redonda y blanca, pequeños ojos claros, cachetes inflados y una larga cabellera entre anaranjada y canosa que ahora lleva atada en una coleta.
—¿Qué trajeron? —dice.
—¡Adiviná, che! ¡Dale! —contesta Tío Adolfo mientras va a la cocina— ¡Algo para comer que a vos te va a encantar, gorda! ¡Y gratis! —sigue a los gritos desde allá.
—¿Qué pasó? ¿Qué trajeron? —me dice Patricia.
—Algún bicharraco que habrá agarrado el loco de tu primo, nena. ¿No lo conocés? —le contesta Ana y se cuelga el repasador del hombro parada en su lugar como quien espera alguna orden para ponerse en movimiento.
—Me voy a lavar un poco —le digo a mi mujer y me dispongo a subir las escaleras.
—¡Y ahora qué mataste con el pariente vos, eh! —pregunta Ana a los gritos.
En el pasillo la puerta de la habitación de Gladys está entreabierta y alcanzo a ver un movimiento brusco de cabezas tras el borde de la cama. Entiendo que mi hijo y ella están sentados en el piso, creo percibir que ella se demora con algo antes de incorporarse. Nicolás sale de la pieza.
—Cómo va eso —le pregunto a mi hijo.
—Bien. Acá Gladys tiene un ludo y me estaba mostrando cómo se juega.
—Un ludo. Ahá. —Me río— ¿Necesitás algo del bolso?
—No, viejo. Todo bien.
—Ah bueno. Porque yo voy a ver si encuentro una camisa o algo para cambiarme.
Sale la chica, que es de contextura parecida a la de la madre. Lo primero que me viene a la mente es que yo era virgen a la edad de mi hijo. Me pongo a pensar en el parentesco que pueden tener estos dos: padre primo de madre, no sé si primo segundo, primo tercero… no me gusta. Esta chica tiene las tetas de su mamá. Y veintiún años, es decir cinco más que mi hijo, que ya no sé si primo o qué cosa sea de ella y jugando al ludo.
—¿Te gustó por acá? —me dice Gladys.
—Sí. Sí claro. Todo acá es enorme.
—Mucho campo, mucho viento —dice.
—De puta madre el viento. También hay muchísimas estrellas… ¿Ustedes? ¿Se divirtieron?
—¡Ay sí! ¡Nico es un amor!
Y Nico parado frente a mí como si fuera a decirme algo; lo miro a los ojos y espero callado unos segundos. Nada sucede.
—¿Seguro no querés algo del bolso? —le insisto.
—Dale, nene —dice ella, lo agarra del brazo y se lo lleva a la pieza.
Me lavo bien las manos con jabón, la cara con agua caliente. Salgo del baño y puedo oír el murmullo de los chicos. Ya desde la ventana en la habitación de los padres donde quedaron nuestras cosas veo el techo de chapa a dos aguas del galpón, la Chevrolet, la casa rodante, nuestro auto. Más allá la oscuridad apenas interrumpida por las pocas luces de la callecita de ripio, también la iluminación de algunas casas no muy nítidas. De alguna manera puedo sentir el viento mientras me cambio la camisa y el suéter.
—¡Y pasó por arriba de la chata!… ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! ¡A la mierda!… ¡Un bicho grande eh!… ¡Y tenías que ver la cara del pariente cuando frenamos!… ¡Ay ay ay estos porteños, che! Creen que cazamos ciervos con mi escopeta… ¡Esa escopeta vieja! ¿La podés creer, gorda? —Tío Adolfo habla en la cocina y su mujer ríe a carcajadas. Me acerco y los veo a él y a Patricia sentados a la mesa mientras Ana saca algunas cosas de la heladera. Tiene dos ollas en el fuego. Parece que cenaremos pasta. Todos toman cerveza.
—¡Vení, porteño!… ¡Vení y contales a las patronas cómo te pusiste por lo del ciervo!… Así tenía los ojos, eh —nos habla a todos a la vez.
—¿El ciervo?
—¡No! ¡No! ¡Qué ciervo, gorda! ¡El porteño este tenía los ojos como dos latas de dulce de batata!
Me siento a la mesa y Tío Adolfo me cruza el brazo por la espalda y con la mano me aprieta el hombro a la vez que se inclina y me oprime contra su cuerpo y dice ay ay ay estos parientes de la capital. Está contento de verdad y entiendo que se manifiesta amable y cariñoso. Sonrío como puedo mientras veo a mi mujer a los ojos y siento que no está cómoda; acaba su cerveza, gira el torso como para mirar hacia el comedor y queda expectante unos segundos. Imagino que quiere ver si aparece Nico porque no veo qué otra cosa podría interesarle.
Ana echa los fideos en la gran olla humeante; Tío Adolfo le dice que traiga otra botella. Mi mujer se levanta y va hasta la pila de platos sobre la mesada.
—Puedo ir preparando la mesa —le dice a la mujer.
Ana le contesta que eso es tarea de la nena, que mejor vaya a buscar a los chicos así se ayudan para poner el mantel y los platos, que se ve que se llevan bien esos dos, y eso que se conocieron esta mañana. Tío Adolfo me habla de su trabajo de repartir mercadería en los almacenes de la zona, me cuenta que conoce a todos y que todos lo conocen a él, que acá la gente se reconoce a lo lejos por sus vehículos y que la situación está brava.
Patricia llega a la mitad de la escalera y llama en voz alta. Segundos después aparece la nena. Tío Adolfo me habla pero no le presto atención. Interpreto que mi mujer le pregunta a Gladys por Nico y que ella le contesta. Entonces bajan las dos y caminan adonde Ana.
Por fin veo que aparece mi hijo; lleva el buzo atado a la cintura. Creo que tiene mojados los pantalones en la entrepierna. Tío Adolfo no sé qué me dice y me alcanza mi vaso como si hubiera estado lejos y propone un brindis. Brindamos y tomamos mientras Nico se sienta frente a mí.
—¿Ya toma birra este, che? —me dice Tío Adolfo.
—Supongo que no —dudo y miro a mi hijo.
—No, tío. Gracias —contesta Nico.
—¿Querés gaseosa? —insiste.
—No, tío. Gracias.
—Qué educaditos estos porteños.
—Vení, Nico. Acompañame al auto —digo y me paro.
—¿Qué vas a hacer? —interrumpe Tío Adolfo— ¡Mirá que está fresco, eh!
—Nada. Nada. Quiero ver una cosa. Enseguida venimos.
Patricia y la chica llevan el mantel y la pila de platos a la mesa del comedor.
Abro la puerta delantera derecha para quedar parado de frente a la casa. Nico me pregunta qué necesito.
—¿Qué pasó ahí arriba? —lo interrogo.
—Nada. Yo no hice nada.
No esperaba esa respuesta y supongo que pasó algo de lo que no quiere hablar. Me cuesta idear la pregunta correcta.
—No te pregunté qué hiciste, Nico. En serio… ¿Con qué te mojaste ahí?
Enseguida creo que me equivoqué, que no era esta.
—¿Dónde me mojé?… Nada. Qué sé yo. Fui a mear y me lavé las manos.
Estoy sentado dentro del auto y él parado afuera. Escucho la puerta de la casa, enseguida veo salir a Tío Adolfo con un vaso en cada mano. Hago como que busco cosas. No sé qué preguntar en estos segundos de privacidad que nos quedan.
—¿Y ella qué hizo?
—Nada. Qué sé yo, papá. Tiene un ludo… Nada… ¿Por qué?
Tío Adolfo rodea el auto y queda parado detrás de mi hijo. Está fresco y el viento no afloja. Pienso que si está mojado de lo que yo creo debería tener otra cara, un gesto menos sombrío que el que creo reconocerle. Pienso que acaba de llamarme papá en vez de viejo, pienso que estoy siendo un idiota.
—¿Necesitás algo? —dice Tío Adolfo.
Me fastidia que se dirija a mí como si Nicolás no estuviera. Ya lo hizo antes. No le contesto. Saco una linterna como para hacer algo, camino hasta la parte trasera y abro el baúl. Hay unas sillas plegables, un bolso, algunas cosas.
—¿Qué buscás, viejo?
—El matafuego —es lo primero que me sale—; no sé si lo dejé en casa. —Finjo preocupación.
—Está debajo del asiento —dice.
—¿Estás seguro?
—Sí, viejo.
Simulo buscar algo a tientas con el torso metido en el baúl. A lo mejor se mojó con agua; estuvieron jugando al ludo ese y la chica no hizo nada raro con mi hijo y él no hizo nada raro con ella. O a lo mejor nada de lo que haya ocurrido pueda ser raro y mi hijo la está pasando bien y lo único fuera de lugar en todo esto sea yo.
—Andá, Nico. Yo ordeno un poco y voy.
Ni bien me enderezo Tío Adolfo me da el vaso de cerveza. Me siento obligado a agarrarlo y esto también me molesta.
—Lindo pibe —dice—. Disfrutalo ahora que después enseguida son grandes y te dejan solo.
Tomo un trago largo para no empezar una conversación. Le hago un gesto con los ojos antes de encarar para el lado de la casa y darle la espalda.
—Esperemos que cuando se vayan no me deje ningún regalito, ¿no cierto, pariente?
No entiendo bien lo que acaba de decir, lo pienso mientras camino. Entonces siento una mano en el hombro y me doy vuelta.
—Mirá que lo que menos queremos acá con la gorda es hacernos abuelitos, ¿sabés?
Quedo congelado no sé cuánto tiempo sin saber cómo reaccionar. Creo que él tiene los ojos fijos en el vaso de cerveza que sostiene con la mano sin lavar mientras el viento le sacude desde atrás las holgadas mangas de la camisa. Veo que alza la vista de repente y larga una carcajada que me asusta.
—¡Te la creíste, porteñito! —grita y me tira un manotazo al hombro, y enseguida sube la mano por detrás de mi cuello hasta la nuca y me revuelve el pelo con los dedos mientras sigo sin poder reaccionar.
—Che, no. En serio, qué bueno que hayan venido. Estamos chochos con la gorda —dice y ahora le creo y le dedico la mejor cara que me sale.
Al entrar encuentro a Patricia y a los chicos sentados a la mesa. Ana lleva una gran fuente con la pasta, fideos humeantes con salsa muy roja. Adolfo se sienta a la cabecera de la mesa y yo a su izquierda junto a Gladys y frente a mi hijo. En el otro extremo de la mesa Ana sirve los platos que se van pasando de mano en mano.
Mientras comemos creo distinguirle a Patricia una expresión tranquila, acaso alegre, como si las cosas estuvieran funcionando. Ella y Ana mantienen una conversación fluida acerca de los lugares que hemos visitado desde Buenos Aires. En algún momento Tío Adolfo se esfuerza por sacarle palabras a Nicolás; lo veo genuinamente interesado en mi hijo; le pregunta si hace deportes y si tiene muchos amigos allá en la ciudad de la que poco sabe. Gladys se mete en la conversación y me doy cuenta de que estoy aislado pero cómodo. La pasta es realmente buena, la cerveza está bien fría y va muy bien con el ambiente cálido mientras afuera el viento no para y es como que puedo sentirlo de solo recordarlo.
Después de la cena Patricia ayuda a Ana a levantar la mesa. Tío Adolfo se lleva las botellas vacías y vuelve con una llena. Sirve mi vaso sin preguntarme si quiero. Me pregunto si Patricia seguirá con ganas de irse porque no creo que ninguno de los dos esté en condiciones de manejar hasta la ciudad para buscar un hotel y supongo que nuestros anfitriones se ofenderían si no pasamos la noche aquí.
—Parece que estás callado, primo —me dice Adolfo. Es la primera vez que me llama así—. ¿Tan mal te la estás pasando?
—¡Para nada, primo!
—¡Ya te dio sueño! ¿Eh?
—Mucho paseo, Adolfo. La ruta cansa un poco.
—Nos faltan la fruta y el café —dice—. Después te tirás y dormís como un bebé, te levantás como nuevo, vas a ver.
Finalmente Patricia y yo a pesar del frío elegimos dormir en la casa rodante. Gladys le cedió su cama a nuestro hijo y durmió en la habitación de sus padres, en el piso; que es lo mínimo que podemos hacer para que el pibe duerma como se merece dijeron.
Tal como pronosticó Tío Adolfo nos levantamos de muy buen humor. Desayunamos todos juntos cerca del mediodía. Antes de seguir viaje quedamos en que a la vuelta pasaríamos a visitarlos, cosa que no sucedió porque nos dio por cruzar a Chile para ver el Pacífico y nos demoramos. No los volvimos a ver. Durante el resto del viaje tampoco tuvimos oportunidad de conocer gente, es decir no hicimos amistades, acaso porque no paramos el tiempo suficiente en cada lugar. Nunca hablé con Patricia del incidente del ciervo, el único ciervo de carne y hueso que vi de cerca en mi vida. Un mes después de la vuelta nos enteramos de que estaba embarazada, supimos enseguida que fue aquella noche en la casa rodante del tío Adolfo. Decidimos que ya no estábamos para esas cosas, que nuestra familia estaba bien así con los que éramos. Al principio hubo algunos correos entre Ana y Patricia; con los años todo quedó atrás. Hace poco apareció en casa un pequeño álbum con fotos del viaje, fotos de paisajes en general, un par en casa de los parientes olvidados, una mesa grande y abundante. Supongo que fue una buena experiencia, para nosotros la única de ese tipo, y que para mi mujer debió de ser así también. Aunque nunca hablamos de eso.





Texto agregado el 19-12-2024, y leído por 236 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
22-12-2024 muy bueno. me interesó en cada momento, la narración está muy bien llevada Te felicito. Merece un repaso y será un cuento perfecto, palabra de argentina. yvette27
20-12-2024 Me gusta. Está bueno. Marcelo_Arrizabalaga
 
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