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Estaba sentado en el bar, la última cerveza bien fría empañando mi mano. El humo del cigarrillo se arremolinaba en el aire, mezclándose con el olor a desodorante barato y sudor. Era uno de esos lugares donde el tiempo se detenía, donde la gente iba a perderse y olvidar sus problemas, al menos por un rato. Y ahí estaba yo, hundido en mi propia miseria, cuando ella entró. Era una aparición, una visión que desentonaba por completo con la atmósfera del lugar. Su porte era el de una reina exiliada, cada movimiento suyo irradiaba una elegancia innata. Su rostro, enmarcado por un cabello rubio ceniza, era una máscara de belleza fría y distante. Sus ojos, de un verde intenso y penetrante, recorrieron el lugar con una mirada que parecía despojar a todos de sus almas. Con paso lento y seguro, cruzó el espacio que nos separaba, dejando a su paso un rastro de asombro y admiración. Los hombres, uno a uno, se levantaban de sus asientos, ofreciéndole sus bebidas y entablando conversaciones superficiales. Algunos, emboldensados por el alcohol, se acercaron con insistencia, sus miradas recorriendo descaradamente su cuerpo. Ella los miraba a todos con una indiferencia glacial, como si fueran insectos insignificantes. Yo, paralizado por su presencia, no podía articular palabra. Era como si el aire se hubiera vuelto denso y pesado, y mi corazón latiera al ritmo de sus pasos.
No podía creer lo que estaba viendo. ¿Cómo podía alguien tan perfecta, tan inalcanzable, estar aquí, a unos pocos centimetros de mí? Su presencia llenaba el lugar, eclipsando a todos los demás. ¿Qué hacía una mujer como ella sola en un sitio tan sórdido? ¿Estaría buscando algo más que una simple bebida? Mis ojos no se atrevían a apartarse de los suyos, pero al mismo tiempo, sentía un profundo temor. ¿Quién era yo para siquiera pensar en dirigirle la palabra? Era como si estuviera en presencia de una diosa, y cualquier movimiento en falso podría ofenderla. Mi mente divagaba, perdida en un mar de preguntas sin respuestas. ¿Qué debía hacer? ¿Acercarme? ¿Esperar a que ella dijera algo? Mi corazón latía con fuerza en mi pecho, como un tambor que marcaba el ritmo de mi confusión. ¿Y si descubría que no era tan perfecta como parecía? ¿Y si detrás de esa fachada de hielo se escondía una mujer herida, buscando consuelo? Al final, me encontré mirándome a mí mismo en sus ojos, en silencio, perdido entre la elegancia de su rostro. Con un suspiro, alcé mi copa y murmuré: "Gracias". Luego, fijé mi mirada en el líquido ámbar, brindando por esta noche, por este bar, y por la belleza que acababa de presenciar.

Texto agregado el 11-12-2024, y leído por 52 visitantes. (1 voto)


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