Por más que su abuelo se esforzaba, la salud de Ivi se desvanecía como una llama débil. Una tarde la llevó a la feria. Al ver a Santa Claus, Ivi lo abrazó con fuerza, aferrándose a él como si no quisiera soltarlo jamás. Para el abuelo, dueño de una cadena de comercios, aquel momento era invaluable. Le ofreció oro y plata a Santa para que permaneciera junto a la niña. «Si no es suficiente, dímelo», le susurró.
Ivi le tomó la mano al abuelo y murmuró: «No se lo has pedido, por favor».
El Santa aceptó la oferta, pero con una condición: el abuelo debía acompañar cada encuentro y, si notaba algún cambio en la niña, hablarían del pago. Con el tiempo, la sonrisa de Ivi regresó. Jugaba, comía con entusiasmo y escribía cuentos sobre magos y hadas. En el jardín de la mansión, rosas y margaritas florecían con tal vigor que sorprendían hasta al jardinero.
Un día, Santa se despidió. Antes de marcharse, le dijo al abuelo: «Me debes la mitad de tus ganancias este año». Luego, desapareció.
El abuelo no cumplió. Poco después, Ivi desapareció sin dejar rastro. La buscó por el mundo, llenó los periódicos y las pantallas con su rostro, pero nadie sabía de ella. En sueños, la veía en harapos pidiendo limosna, escuchando su voz quebrada: «¡Ayuda, abuelo! ¡Ayuda!».
Las rosas del jardín se marchitaron. Solo quedaban tallos espinosos. En la soledad de la mansión, decidió abrir sus puertas. Compró juguetes, abrigos y frazadas, invitando a los niños de la ciudad a celebrar la Nochebuena. La mansión se llenó de risas y villancicos. Abuelos y nietos se abrazaban con ternura. Sin embargo, al despedirlos, un vacío se adueñaba de él.
Esa noche, entre sueños y vigilias, sintió unas manos suaves acariciar su rostro. Era como aquellas mañanas cuando Ivi lo despertaba con un beso. Abrió los ojos y, en medio de lágrimas, creyó verla junto a su cama, sonriendo con dulzura.
El aroma de las rosas llenó la habitación. |