Desde luego, no era la distancia lo que importaba.

En algún rincón del mundo, existía una náyade y un genio complaciente. Ambos poseían una magia especial, una magia que superaba la rapidez de la luz.

Cada noche, cuando la luna iluminaba el cielo, la náyade sentía un susurro en el aire, llevado por la brisa del agua. Este susurro le traía el nombre de su amigo, su aliento y su aroma. Era un aliento sabio y penetrante, lleno de antiguas memorias.

Al cerrar los ojos, la náyade podía percibir antiguos bosques junto a lagos cristalinos, con árboles majestuosos y piedras ancestrales cubiertas de temprano rocío. Sentía bajo sus pies el jugoso musgo que adornaba las orillas del agua.

A pesar de la distancia, la náyade sabía que su conexión con el genio era inquebrantable. Nos vemos, allá donde estés..., pensaba cada noche, confiando en que esa magia los mantendría unidos, sin importar cuán lejos estuvieran.

Y así, en el silencio de la noche, la magia del susurro continuaba, asegurándose de que su amistad permaneciera viva, más allá del tiempo y del espacio.