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Las sillas eran de metal, pintadas de negro. El salón era de mármol blanco. Todos estábamos sentados en silencio total, mientras el hombre-dios, sentado en una silla negra y muy grande frente a nosotros, cerraba los ojos. Miré su forma: algunos lo veían alto y flaco, otros robusto y de estatura media, unos más decían que tenía la piel pálida, mientras que otros afirmaban que era moreno. Su pelo cambiaba de negro y grasiento a canoso y liso, según quien lo mirara. Sus zapatos brillaban como si nunca hubieran tocado el suelo, y su traje, negro como el color de nuestras sillas, parecía adaptarse a cada percepción.

El hombre-dios abrió los ojos y para algunos eran negros como la noche, para otros, brillaban como estrellas. Todos quedamos sin aliento, esperábamos sus palabras, pero no dijo una sola. Más bien, se paró y comenzó a caminar hacia nosotros. ¿Qué deseará?, pensaba dentro de mí. De pronto, el hombre-dios alzó las manos y comenzó a pedir que nos acercáramos. Nos paramos como si fuéramos aire atraído por el aletear de sus manos. El hombre-dios se puso en medio de nosotros y todos caímos de rodillas, abrumados por su inmensidad y la fuerza de su presencia.

Quedamos postrados mientras el hombre-dios nos tocaba con sus manos, que para unos eran cálidas y suaves, para otros frías y rígidas. Cuando llegó hasta mí, cogió mi barbilla y levantó mi cara hacia la suya. Sonrió mientras yo empecé a llorar, y no sabía por qué. Podría ser de alegría, dolor, angustia, éxtasis; no sabía cómo expresarlo. Lo cierto fue que mientras lloraba, el hombre-dios sacó un caramelo de sus huesudas manos y con sus finísimos y largos dedos de araña abrió mis labios para introducirme el caramelo que era del mismo color que su traje, sus ojos y todas las sillas del salón. Y cuando empecé a saborearlo, dejé de llorar y empecé a sentir paz, contentamiento, satisfacción. No sabría decir si era por el dulce o por la mezcla con mi baba.

El hombre-dios volvió a su silla y, luego de decirnos algo bien largo y lleno de palabras en un idioma como carcajadas largas, pausadas y cortas, se paró y salió del salón. Mientras nos hablaba, sentíamos que esas palabras resonaban en lo más profundo de nuestras almas, aunque no entendíamos su significado literal. Era como si las carcajadas, los tonos y pausas, llevaran un mensaje más allá de las palabras mismas, tocando nuestros corazones con una mezcla de esperanza y temor.

Noté a través de una de las ventanas de aquel salón que un auto negro lo esperaba. Lo vi subir y partir como un hombre normal, pero era un hombre-dios. Su figura se desvaneció lentamente en la neblina de la noche, y por un momento, el tiempo pareció detenerse. El silencio envolvió el salón mientras procesábamos lo que acabábamos de presenciar.

Luego todos nos paramos y empezamos a aplaudir sin cesar, un aplauso que parecía resonar en la eternidad, hasta que todas las luces del salón se apagaron, quedando todo como el color de las sillas, el traje del hombre-dios y el color de sus ojos. En la oscuridad, solo se escuchaban nuestros latidos, tan sincronizados como si fuéramos uno solo.

Todos empezamos a caminar, buscando en plena oscuridad la salida que nos llevara a la presencia del hombre-dios, o al resto de su sombra. Nos movíamos lentamente, con las manos extendidas, tratando de encontrar algo tangible en aquella negrura absoluta. A veces, sentíamos el roce de otra mano, el murmullo de un susurro perdido en el vacío.

La búsqueda se volvió casi ritualística, como si estuviéramos destinados a caminar en esa oscuridad para siempre, guiados solo por la vaga esperanza de volver a sentir la presencia del hombre-dios. Algunos empezaron a murmurar oraciones, otros cantaban suavemente canciones de antaño, intentando llenar el vacío con algo de humanidad.

Finalmente, después de lo que parecieron horas, vi un débil destello de luz en la distancia. Empecé a caminar más rápido, mi corazón latiendo con fuerza. La luz se hizo más intensa, y comprendí que no era solo una salida, sino una nueva oportunidad, una promesa de algo más allá de nuestra comprensión. Nos dirigimos hacia esa luz, dejando atrás las sombras del salón. Cada paso hacia adelante se sentía como un renacimiento, una liberación de la opresión que habíamos sentido bajo la inmensa presencia del hombre-dios. Sabíamos que su partida no significaba el fin de su influencia, sino el comienzo de un nuevo capítulo.

Mientras avanzábamos, un murmullo de esperanza y determinación comenzó a resonar entre nosotros. Habíamos sido tocados por algo más grande que nosotros mismos, y aunque el hombre-dios ya no estuviera físicamente presente, su esencia seguía viva en nuestros corazones y mentes. La luz que veíamos ante nosotros era más que una simple salida; era un símbolo de la claridad y la verdad que habíamos buscado.

Con cada paso, sentíamos que dejábamos atrás no solo las sombras del salón, sino también nuestras propias dudas y miedos. La búsqueda del hombre-dios nos había cambiado, y ahora estábamos listos para enfrentar nuestras propias oscuridades con una nueva fuerza y propósito. Al cruzar el umbral hacia la luz, supimos que no importaba lo que encontráramos más allá, estábamos preparados para recibirlo con el espíritu renovado que el hombre-dios nos había otorgado.

Texto agregado el 08-12-2024, y leído por 70 visitantes. (3 votos)


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