En un mundo donde los elementos tenían vida propia, existían dos entidades que buscaban algo más allá de su propia naturaleza. Uno era de la tierra del fuego, un ser ardiente que ansiaba encontrar un agua donde hallar calma. El otro provenía de la tierra del agua, un ser líquido que deseaba sentir el calor de las llamas.
Sus mundos eran diferentes y parecían destinados a nunca encontrarse. El ser de fuego vivía en un paisaje de lava y montañas volcánicas, donde todo ardía y brillaba con intensidad. Sus días eran un torbellino de calor y energía. Mientras tanto, el ser de agua habitaba en un reino de lagos cristalinos y ríos serpenteantes, donde la serenidad y la fluidez eran las normas. Su vida transcurría en un ritmo tranquilo y constante.
Un día, por caprichos del destino, ambos seres se encontraron en una tierra de fronteras inciertas, donde los elementos se mezclaban y las leyes de la naturaleza se volvían difusas. En este lugar, el azar les hizo confluir, y de inmediato, sintieron una atracción poderosa, como si sus almas se hubieran llamado mutuamente desde tiempos inmemoriales.
Cuando se acercaron, las llamas del ser de fuego comenzaron a bailar con la lluvia del ser de agua, fusionándose en formas artísticas que creaban una perfección absoluta. La tempestad que surgió de su encuentro era sobrecogedora, tan intensa como el abrazo de dos amantes apasionados en su última noche. El deseo que sentían el uno por el otro era tan fuerte, que no se dieron cuenta de que se estaban devorando mutuamente.
Mientras sus esencias se mezclaban, el fuego quedó apagado y el agua se evaporó. En su unión desbordante, se consumieron el uno al otro, dejando tras de sí solo cenizas y vapor. Sin embargo, ese momento de pasión y perfección quedó para siempre grabado en el mundo, como un recordatorio eterno de su breve pero intenso amor. |