En una tarde de verano, el calor sofocante envolvía todo el vecindario. Las calles se sentían desiertas, con el sol inclemente dominando el cielo. En una pequeña casa al final de la calle, un niño, aburrido y solo, buscaba formas de entretenerse mientras el tiempo parecía detenerse. Había explorado cada rincón del jardín, jugado con sus juguetes y, aún así, seguía buscando algo más, algo que rompiera la monotonía.
Fue entonces cuando sus ojos se posaron en una vieja caja de cerillas que descansaba en la repisa de la cocina. La caja, desgastada por el tiempo, parecía contener secretos por descubrir. Con curiosidad infantil, el niño la tomó entre sus manos, sintiendo la madera áspera bajo sus dedos.
Con un ligero temblor de emoción, sacó una cerilla de la caja y la encendió. El destello de luz crepitó y una pequeña llama brotó. ¿Cómo hace el fuego para brotar? Observó el temblor de la llama minúscula y sintió su calor en los dedos. ¿Por qué es caliente el fuego? ¿Por qué quema? La luz creció hacia abajo, comenzando a invadir la madera. ¿Qué busca el fuego?
El fósforo carbonizado dobló la cabeza como un capirote agonizante. ¿Quién es capaz de hacer algo así? La llama calentó sus dedos aún más. ¿Y si no dejo que se apague? Acercó el fuego a su ropa y la llama saltó antes de desaparecer con la cerilla. Por un instante, el niño contempló con el corazón complacido el agujero de contornos chamuscados en su ropa. Durante un segundo, tuvo un milagro en los ojos.
De pronto, sobre el cerco, brotó una diminuta nube negra y tras ella renació la llama durmiente. ¿Qué ocurre? Al acabarse la pregunta, ya había una antorcha que ascendía con rabia por el rastrojo de la prenda. El niño advirtió que su cuerpo era el lecho de una hoguera: dardos que le sacudían el pecho y agujas que le arañaban las mejillas. Las manos empezaron a agitarse convulsas en un vano ritual de exorcismo.
¡Socorro! ¡Socorro!
Sus propios gritos de auxilio lo sacaron del estupor y corrió hasta sí mismo, se reconoció y se arrojó al suelo. Entre ambos acorralaron al fuego y lo sofocaron. Cuando se supo a salvo, se enderezó y se quitó la ropa carbonizada. El pecho, el cuello y la cara se abrasaban de calor, pero en sus ojos seguía cautivo el fulgor maravilloso de la cerilla.
¡Por poco no la cuento! ¡A ver qué digo en casa! |