Se encontraron por casualidad y se saludaron de manera formal, pero en su interior, sin palabras, se dijeron mil cosas:
¡Viniste!
¡Estás hermosa!
¡Tú también!
¿Cómo estás?
¡Te extrañé!
¿Estás sola?
¿Vino ella?
Rápidamente tomaron distintos rumbos. Cada uno conversó con otras personas sobre diversos temas, con palabras huecas y risitas sueltas. Mientras tanto, sus brazos parecían alargarse y sus dedos se buscaban entre la gente, tocándose y acariciándose con ternura. Sus ojos esquivaban los cuerpos, los obstáculos y las miradas hasta encontrarse y perderse el uno en el otro.
La voz de ella, suave como la seda, recorría el salón, rebotando en los cuerpos y las paredes, entraba en los oídos de él, se metía en su sangre, llegaba a su estómago y le provocaba el conocido y tan deseado hormigueo. La voz de él, grave y espesa, recorría el camino inverso, chocaba con los aros de ella, entraba en sus conductos auditivos, anudaba su garganta, le rozaba el corazón, se instalaba en su pelvis y oprimía allí, dejándola sin respiración.
Las narices de ambos, como complejas computadoras, olfateaban el aire del salón, buscando, separando y descartando los olores para solo quedarse con el del ser amado.
Cuando llegó la hora, se despidieron de todos. Elegantemente vestidos y formales, del brazo de sus respectivas parejas, caminaron hasta sus autos para marcharse. Pero sus cuerpos, en realidad, se arrastraban, se agachaban, se retrasaban, se escabullían, tironeaban y se estampaban el uno contra el otro, acoplándose como queriendo ensamblarse y morir así |