Cornelio y las ochenta gallinas
No sé si el nombre del gallo fue sacado de un producto popular de cereal, pero el Cornelio que conocí era un gallo blanco que asaltaba la cocina y no, allí no había cereal.
La tía Patricia tenía como 80 gallinas y Cornelio. Por la mañana, cuando buscábamos los huevos para desayunar, de forma misteriosa no los encontrábamos. Las gallinas ponen un huevo diario (dependiendo la clase) y debíamos de contar 80 al día, pero en ese patio no encontramos uno solo. La tía Patricia era muy pobre, por lo que los huevos eran importantes para su tranquilidad emocional. Los niños sabíamos o entendíamos esa palabra, porque se repetía de manera constante en casa y por eso durábamos mucho tiempo buscando.
Es indescriptible la cara triste de la tía Patricia, cuando llegaban los más de cinco chiquillos a decirle que, otra vez, no habría huevos en el desayuno. Entonces, ella, que sabía solucionarlo todo, batía un poco de masa de maíz y la ponía al fuego. Los chicos resignados bebíamos aquel atole sin leche o azúcar antes de ir a la escuela.
Ya por la tarde encontrábamos a las gallinas en el patio, arriba de los árboles o colgando del alambre de la maya del cerco. Algunas se divertían oscilando en los tendederos, pero Cornelio, que rara vez encontraba algo en la cocina, se veía desesperado e iba y venía dentro de la casa.
Cornelio dormía con el hijo pequeño de la tía, él, adoraba al gallo y fue quien le puso ese nombre. Por las noches lo buscaba en el patio y lo arrancaba de con las gallinas para llevarlo a dormir tapándolo con la manta para hacerse bola debajo ¡No volvíamos a saber nada de ellos hasta el desayuno!
Alguna vez me atreví a preguntar a la tía que si por qué no nos comíamos a una gallina, imaginé que esto ayudaría con la carga emocional que ella sentía, pero el solo imaginarlo hizo que la tía enfureciera, o sea… las gallinas no se comen, son para poner huevos y los huevos, extrañamente no los podíamos encontrar. A veces todo esto parecía solo una trampa para mantener a los niños ocupados. No sé. Las ochenta gallinas si eran reales.
¿Dónde estaban los huevos? ¿Ponían huevos las gallinas que solo comían tierra? ¿Qué comían las gallinas en realidad? ¡Solo había tierra en el patio!
Una mañana Patricia, ya decepcionada de buscar, nos mandó a comprar una docena de huevos para la familia. A los pocos minutos nos sirvieron aquel platillo con un poco de salsa de chile rojo que olía deliciosa y una cucharada de frijoles. Nos tocaba una tortilla a cada quien. Decía Patricia que era suficiente, que un humano no necesitaba más para sobrevivir. Y era verdad, ninguno había muerto aún. Ni siquiera las gallinas o Cornelio, aunque aquella mañana estuvo a punto de hacerlo porque de forma osada pegó un brinco en la mesa y robó mi tortilla ¡Mi humeante y exquisita tortilla de harina de trigo que tanto me gustaba!
¡Palmira! Gritó Patricia:
_¡Deja ese gallo! ¡Te dije que nosotros no nos comemos a los amigos!
RH |