Sentada a la mesa en la cocina Elena desplegaba la notebook cuando finalizó la tostadora, entonces la encendió y se levantó de su silla. Llevaba puesto un pijama largo de seda con un estampado de tigres marrones y vegetación apenas verde y flamencos en fucsia brillantes sobre un fondo caqui y amarillo claro casi blanco en ambas piezas y la camisa abrochada en la parte inferior en dos botones. Había buena luz natural en el recinto, Elena anduvo unos metros hasta la ventana, que daba al jardín, cerró las cortinas blancas y de allí a la tostadora y puso las dos tostadas de pan lactal en un plato, sacó un frasco de mermelada de la alacena y un cuchillo de un cajón. La mesa era redonda de vidrio; las cuatro sillas, de asiento plástico gris y patas de madera; en el centro un florero alto y fino de cerámica marrón con tres rosas blancas; la taza de café con leche humeaba flojo a la derecha de la pantalla. Apoyó el plato del lado izquierdo junto a la mermelada y el cuchillo que traía en la otra mano, alejó un poco la silla de la mesa cuidándose de hacer ruido, finalmente volvió a sentarse en su lugar de espaldas a la ventana.
Untó una tostada y con la mano izquierda se la llevó a la boca. Con los dedos de la derecha libre abrió un navegador, que desplegó en la pantalla el portal de noticias. Ahora se dio cuenta de que necesitaba los anteojos y los fue a buscar sobre la mesada junto a la cafetera. Volvió a la mesa además con una hoja que cortó del rollo de cocina. Después de la segunda tostada se limpió los labios y los dedos con el papel tissue. Cambió las noticias por Facebook y se dedicó a las fotografías de sus amistades. En eso estaba cuando levantó la vista y por el pasillo vio aparecer a su marido.
El hombre vestía un pijama de corte clásico celeste y pantuflas.
—Qué manera de dormir —dijo. Con los ojos cerrados se frotó con las yemas de los dedos las sienes durante unos segundos.
—Me hace mal dormir mucho a mí, che, qué lo parió. Podrías haberme despertado ya que te levantaste. —Bajó los brazos y quedó parado sin decir nada.
—Nos acostamos tarde, Manu. Qué querés. Por un día, un hermoso domingo como este, que te levantes después de las once no te va a pasar nada, no te va a cambiar la vida, ¿no? Dale… Hagámoslo. Esta sería la parte del ¡buen día, mi amor…! ¿no cierto?
—Buen día —dijo él. Seguía parado en el mismo lugar, ahora tal vez buscando algo con la vista en la mesada.
—¡Buen día mi amor era, che! ¡Ponele ganas! —Ella parecía alegre o se esforzaba por parecerlo. Sostenía la taza con ambas manos y lo quedó mirando unos segundos antes de beber—. Tremendo fiestón anoche, eh. ¿O no, Manuel? Estuviste bastante movidito anoche vos, ¿no? —Se rio.
—Qué anoche…
—¿Vas a desayunar? —lo interrumpió.
—Creo que me voy a tomar un café nomás, a ver si me despabilo.
—Ahí tenés recién hecho y no muy fuerte. —Le señaló con la cara la cafetera eléctrica sobre la mesada.
Ahora la mujer apartó el plato y el cuchillo para manipular el dispositivo con mayor comodidad. En la pantalla una galería de fotos de la fiesta.
—¿A qué hora volvimos? —dijo él mientras parado junto a la mesada servía su taza.
—A eso de las tres, tres y cuarto. Te dormiste. Te dormiste en el auto. ¿No te acordás?
—En qué auto.
—Nos trajo Esteban. Él y su novia. Su futura esposa, bah…
—Esteban nos trajo…
—¡Pero sí!... ¿Seguís dormido, Manu? ¡Dale! Ni te acordás, ¿no? Jodeme que no te acordás… qué guacho… no podés.
Sin decir nada fue a sentarse frente a su esposa. Entonces dejó la taza sobre la mesa y volvió a llevarse las manos temblorosas a las sienes como antes, en silencio, ahora con los codos apoyados sobre la mesa. Cerró los ojos otra vez y quedó callado.
La mujer se detuvo en una de las fotos. Hizo zoom en la imagen y pudo distinguir detrás de un grupo mixto a su marido, que reía frente a una chica alta de unos veintipocos mientras daba la sensación de que él la sujetaba por el hombro con la mano izquierda. La chica tenía por gesto una sonrisa discreta o forzada, una sonrisa sin ojos, con la mano derecha se tocaba a la altura de la oreja del mismo lado o algo así daba a entender la posición en el plano más lejano de la foto, de manera que la postura con ese codo levantado parecía un intento de alejar el antebrazo ajeno o de protegerse en una actitud más bien casual o sutil; su mirada parecía enfocada hacia atrás del hombre que la sujetaba, es decir hacia el lado izquierdo de la pantalla como esquivándolo; la de él más bien hacia abajo, probablemente en el escote que hacía el vestido rojo. Todo esto podía interpretarse. Elena agrandó la imagen al máximo y la desplazó como siguiendo los ojos de la joven, pero la escena de esa panorámica no ofrecía mucho más.
—Pensé que me ibas a decir que no tomara café —dijo él después de unos pocos tragos.
—Eso ya lo hablamos bastante. —La mujer levantó la vista y observó a su marido, que parecía de mal humor, y entonces volvió a la pantalla—. Ya no te digo más nada de eso. Hacé como quieras. Querés café, tomá café, querido, no querés hacerles caso a los médicos, no les hagas caso. No vamos a empezar otra vez esta discusión ahora.
—Ahá, seguís ofendida.
Ella volvió a mirar al marido, que ahora la interpelaba con los ojos y la taza en la mano a pocos centímetros de la boca. No dijo nada, volvió a concentrarse en sus fotos.
—Elena.
—Qué.
—¿Qué estás haciendo tan calladita? —Él se apoyó en el respaldo de la silla y se llevó la taza a la boca otra vez.
—Miro las fotos de anoche; las chicas subieron unas cuantas, seguro van a subir más. ¿No querés verlas?
—Siempre estás con la computadora vos. ¿No tenés otra cosa que hacer?
—¿Viste qué linda que estaba Adriana? —dijo ella como si no lo hubiera oído.
—¿Qué Adriana?
—Adriana Raola, Manu. A qué otra Adriana conocés vos.
—¿Ah sí?
—Qué te iba a decir… Ah, que anoche me contó lo que le hiciste, lo que le dijiste. Se ve que te pareció linda o que algo de eso hubo.
—¿Adriana la del club? —El hombre se enderezó y dejó la taza en la mesa. Enseguida se estiró un poco y como si no supiera qué hacer ahora con las manos agarró el frasco de mermelada.
—Por qué hacés esas cosas, Manuel, me gustaría saber —La mujer se levantó de la silla, puso su taza y el cuchillo en el plato y los llevó hasta la mesada junto a la bacha.
—¿Qué cosas hago yo, Elena?
—Ya no sé cuándo hablás en serio vos. Dejalo ahí.
—Pero qué cosas… Seguís ofendida, ¿no?
—No. Preocupada. Me preocupás. Tus cosas me preocupan. —Fue hasta la heladera, sacó una jarra y llenó un vaso con jugo de naranja. El hombre la seguía con la mirada desde su lugar con el frasco entre las manos como esperando para reaccionar.
—Que la seguiste hasta el baño y muy alegremente la agarraste desde atrás, las tetas le manoteaste y le dijiste de coger ahí mismo me dijo, que te tuvo que cerrar la puerta del baño en la cara dijo. Y lo más lindo que después de todo eso estabas sentado mirando a todos con tu mejor carita de contento; yo te vi así; las dos te vimos así chocho de la vida mientras me contaba. No supe qué decirle…
—Eso no fue tan así, Elena —la interrumpió él—. ¿Vos te pensás que yo voy a hacer todo eso? Dale. No exageremos.
—¿Vos te pensás que no hiciste todo eso, como poco, Manuel? ¡Y cómo estás tan seguro! —levantó la voz al decirlo y vio que su marido se sobresaltó. Entonces probó un sorbo del jugo de naranja y quedó callada para escucharlo.
—Dos vasos de cerveza tomé, Elena. Creeme.
—Perfecto. Echémosle la culpa a la cerveza. Eso fue justamente lo que le dije a Adriana para salir del paso y porque no sabía dónde meterme, ¿sabés? Que tomaste de más le dije, no sé si me creyó. Por tratarse de vos digo. Por tratarse de nosotros, mejor dicho. La verdad ya no me importa si me creyó ni me importa lo que piense ella de vos, ¿sabés, Manu?, porque con lo que ella piense o deje de pensar no se arregla nada. Por lo menos sos consciente de eso, ¿no?
—¿Pero Adriana no estaba de novia? —dijo él y le sonrió antes de beber un largo trago de café.
—¿Te das cuenta? Lo que te digo te entra por una oreja y te sale por la otra, Manu. Me hacés sentir una boluda. Después no me preguntes si estoy ofendida.
—Era un chiste, Elena. Dale. Estabas contenta antes y ahora mirá cómo te pusiste de un minuto a otro. —Terminó la taza de café y giró sobre su silla hacia donde estaba su mujer—. ¿Qué tengo que hacer para que se te pase?
—Nada. No digas nada. Pensá qué vas a hacer, qué vamos a hacer, porque esto recién empieza, date cuenta de una vez.
La mujer terminó el jugo de naranja y dispuesta a lavar los trastos abrió la canilla de la bacha y dejó correr un poco de agua sobre las cosas mientras mojó con detergente la esponja. Entonces el marido se levantó de su lugar y anduvo hasta su esposa, parado detrás de ella dejó su taza bajo el chorro de agua y le rodeó la cintura con los brazos.
—Aprovechemos ahora que no están los chicos —le dijo al oído.
—¿Los chicos…? Qué querés aprovechar vos —dijo ella sin considerar las palabras del otro y movió la cabeza a un lado apartándose mientras él subía las manos por los costados hasta las tetas—. Dale, Manu, dejame terminar.
Él no pareció escucharla. Se apoyó en ella, que seguía con las manos en la pileta bajo el chorro de agua, y le besó el cuello.
—¡Me estás haciendo mal, Manuel!
—¿Cómo está ese culito? —Le bajó el pantalón con la mano izquierda y con la otra le acariciaba las tetas.
—Basta, Manu, en serio… Ya… Soltame.
La mujer cerró la canilla y quiso alejarse de su marido, tal vez simplemente dejar las cosas así e irse a otro lado, lo tomó del brazo para apartar la mano de entre sus piernas, entonces él le agarró esa mano.
—¿Te acordás de cuando estábamos en el colegio y te escribía cartas?
—A mí no me escribiste nada, Manuel… ¡Salí, dale! —Enseguida sintió los dedos ajenos en la entrepierna y se estremeció. Enderezó el torso y apoyó las manos en el borde posterior de la pileta como para empujar hacia atrás—. Soltame te digo, en serio. Así no es… Me lastimás, Manuel, en serio, me estás haciendo mal…
—Qué lindo un rapidito en la cocina cuando los chicos están en el colegio.
—¡Basta! —Ella intentó girar, pero la diferencia de tamaño entre un cuerpo y otro se lo impidió.
Siguió una suerte de forcejeo mudo; en un momento él quitó la mano de la entrepierna de su mujer para bajarse los pantalones mientras que con la otra la sujetaba del pecho, así que ella trató de subirse los suyos, que estaban por las rodillas, y él la detuvo mientras le besaba con cierta torpeza el cuello entre el pelo que caía hasta poco más abajo que los hombros. Ella podía oír la agitación del hombre mientras intentaba controlar la propia, entonces cuando él bajó las manos hasta los muslos con el objeto de abrirle las piernas cambió abruptamente de actitud y aflojó el cuerpo, dijo:
—Amor, necesitamos mis cositas para seguir.
—¿Qué cositas? —le dijo él al oído mientras le separaba las nalgas con las manos.
Ella le buscó a tientas la cabeza con la derecha y le tocó el cabello que encontró como jugueteando con los dedos, entonces giró el torso y la cabeza lo más que pudo como intentando hacer contacto visual con el marido.
—¿No te acordás, Manu? —susurró con un tono agudo y exhaló el aliento con un gemido algo exagerado—. En mi mesita de luz hay juguetitos y cremita, esas cositas que tanto te gustan.
Él la besó en la mejilla y el beso se movió hasta la oreja. —No me hace falta más nada —dijo.
—A mí me encanta… a mi colita también, ¿o no? Si sabés, amor, dale, apurate, que quiero todo ahora. Mirá cómo estamos.
Manuel se subió los pantalones y se retiró. Ella hizo lo mismo y se abrochó todos los botones. Fue hasta la mesa, quedó parada observando el pasillo y pudo oír que su marido dijo algo que no entendió. Se sentó en su silla y cerró la notebook. Todavía agitada, se acomodó un poco el pelo con los dedos e intentó contener una exhalación. Poco más de diez minutos tardó el hombre en volver.
—¿Hace mucho que te levantaste? —dijo de pie frente a su mujer.
—No, Manu, más o menos.
—Podrías haberme despertado. Sabés que no me hace bien dormir mucho.
—Bueno, por una vez… volvimos tarde anoche. Pensé que necesitabas descansar.
Manuel se sentó a la mesa.
—Es como si hubiera dormido un día entero —dijo.
—¿Vas a desayunar?
—No. No. Necesito despejarme un poco. Ya es tarde. ¿Vos tomaste algo?
—Un café con leche.
—Che, ¿por qué no abrís un poco las cortinas así entra la luz?
—Sí, Manu. Ahora las abro.
Elena fue hasta la ventana. De espaldas al hombre empezó a manipular las cortinas despacio, como si quisiera hacer tiempo.
—Mirá lo que son estas cortinas. Ya habría que meterlas en el lavarropas —dijo sin darse vuelta con la tela entre los dedos.
—¿Cómo volvimos anoche? Vos sabés que se me hizo una laguna…
—Nos trajo esteban en el auto, Manuel, nuestro nieto nos trajo. Acordate —contestó ella ahora con un tono más bien hostil y dejó entrar el sol por la ventana de dos tirones.
—¿Así te gusta?
Él se percató entonces de la mirada de su mujer, que volvía a la mesa.
—¿Qué te pasa, Elena? ¿Vos estuviste llorando? —dijo y se llevó la mano a los ojos como si le molestara la luz.
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