En la espesura de la jungla, donde la humedad se aferraba a la piel y la lluvia caía sin descanso, se desarrollaba una historia de sacrificio, tradición y QUESO.
Carlos, el príncipe heredero de la tribu de los Carlos Carlos, era un guerrero imponente, con una melena que le llegaba hasta la cintura, un cuerpo musculoso que reflejaba la fuerza de su linaje y unos enormes y olorosos pies talle 52.
Su misión: asesinar a Ariadna, una de las vestales, descendiente de las Dunelyan y arrojarle un QUESO en un solemne sacrificio, previamente ella debía oler los enormes pies de Carlos y perder la virginidad.
Ariadna, una joven de ojos azules y una mirada inocente, era la última de su estirpe, la guardiana de un secreto ancestral. Su muerte era un ritual necesario para mantener el equilibrio entre la tribu y los espíritus de la jungla.
Carlos, con su espada de gran tamaño, se acercaba a Ariadna, quien, con un rostro lleno de terror, contemplaba su destino. La lluvia caía a su alrededor, creando un ambiente de misterio y fatalidad. Carlos, con un gesto de pesar, empuñaba su espada, preparándose para cumplir con su deber.
"Te he estado buscando, Ariadna," dijo Carlos, su voz ronca como el trueno. "Tu tribu ha pagado por los crímenes de las Duneyan."
Ariadna, con los ojos llenos de miedo, suplicó por su vida. "Por favor, Carlos, no me hagas daño. No tengo nada que ver con las acciones de mi tribu, además las Duneyan siempre buscamos la paz y la felicidad del pueblo, nunca la guerra ni la violencia."
Carlos se rió, una risa cruel que resonó en el bosque. "No hay escapatoria para ti, Ariadna. Tu sangre manchará la tierra. El Queso lo purificará todo"
En ese instante, una figura se interpuso entre Carlos y Ariadna. Era un viejo sabio, conocido con el nombre de Dumdalf, una mezcla de Dumbledore y Gandalf, pero en versión tropical, el líder espiritual de la tribu, quien, con voz grave, le decía a Carlos: "El sacrificio no es necesario. Ariadna es la elegida para salvar a nuestra tribu."
“Sí, es necesario que ella huela tus pies, Carlos” dijo el anciano “y que pierda la virginidad”.
Carlos, sorprendido, bajó su espada, mientras Ariadna, con lágrimas en sus ojos, agradecía la intervención del sabio.
Pero ni bien bajó la espada, Carlos puso sus enormes, gigantescos y olorosos pies sobre el rostro de la vestal, esta sintió asco al principio al oler aquel aroma a Queso tan fuerte e intenso, pero los fue oliendo, lamiendo, besando y chupando con tanta intensidad, que terminó encantada por los pies de Carlos, y los chupaba, olía, lamía y besaba una y otra vez…
Finalmente, ella le ofreció su vagina como un acto de sacrificio, y Carlos la penetró de tal forma que la hizo feliz de un modo imposible de describir con palabras, estamos en la selva, o sea que fue de un modo salvaje y animal.
Dundalf había contemplado aquella escena de fetichismo de pies y sexo como un estoico, en total silencio, pero no sin goce ni satisfacción, aunque resistió el deseo de una autosatisfacción sexual como su juramento religioso lo indicaba, el viejo sabio rompió el silencio y dijo: "Pero hay una profecía. Si no se sacrifica a Ariadna, la tribu de los Carlos Carlos será invadida y exterminada por los Matías Martín."
Y agregó como quien emite una sentencia “Asesinala Carlos, y tirale un Queso, Quesoneala, la vestal debe ser Quesoneada”.
Carlos, recibió con cierta alegría aquella sentencia, y se dio cuenta de sus deseos de asesinar a la vestal. La profecía era clara, y la seguridad de su tribu dependía de su acción. Con un suspiro, Carlos levantó su espada, con la mirada fija en Ariadna, quien comprendió su destino inevitable.
En un acto de sacrificio, Carlos asestó un golpe certero, dejando caer a Ariadna al suelo. El golpe fue certero y brutal, la herida le atravesó el corazón a Ariadna, pero Carlos efectuó un segundo golpe, que le dio una cortante herida de arriba abajo en todo el cuerpo, una tercera, de izquierda a derecha, una cuarta, en el cuello, una quinta, en el estómago, y una sexta, en el pecho, la sangre de Ariadna fluía por todos lados.
La lluvia se intensificó, como si la propia naturaleza llorara la muerte de la vestal. Carlos, con la espada aún en la mano, tomó un gran QUESO de la cercana mesa de ofrendas y lo tiró sobre el cuerpo de Ariadna.
“Queso” dijo Carlos al tirar el Queso y contemplar el cadáver de su víctima quesoneada.
El sacrificio había sido realizado. La tribu de los Carlos Carlos estaba a salvo, al menos por ahora. Los Matías Martín estarían seguirían siendo una tribu amiga.
La historia de Carlos, Ariadna y el QUESO se convirtió en una leyenda, un recordatorio de la importancia de la tradición y el sacrificio para la supervivencia de una tribu.
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