Inés se despertó angustiada al acordarse de que no le había dado de comer al hámster. Vio la oscuridad a través de la ventana. Tampoco le había dado agua. No sabía la última vez que lo había hecho. Imaginó a la criatura hecha un trapito en el suelo de la jaula. Escuchó detenidamente, con la esperanza de oír el ruido de sus patas entre las piedras, un mínimo chirrido de la rueda girando. Nada.
Bajó de la cama. Se acercó a la estantería sintiendo el frío beso del gres en los pies. En el hueco donde debía de estar la jaula solo había libros y muñecas desordenadas. Apretó el interruptor de la luz. Examinó el escritorio, miró bajo la cama, en el armario. Nada.
Como una gata sigilosa recorrió cada rincón de la casa, menos el dormitorio de su padre, cuya puerta no se atrevió a abrir. Siguió buscando por lugares donde ya había mirado hasta rendirse a una sensación de vergüenza e irrealidad. Sus piernas parecían flotar en el aire mientras volvía a la cama. Se tapó con la manta y echó de menos profundamente a su madre. A ella podría haberle explicado lo que le había pasado. Ella la habría entendido.
No había ningún hámster. Si en algún lugar había un animalito muriéndose, no podía sufrir por él. Debía ignorar lo que sucedía en otros mundos. Exámenes que la angustiaban, amigas que la esperaban en parques que no conocía, lugares en los que aún hablaba con su madre.
Debía mantener esos mundos a raya. Miró hacia la ventana. Todavía le quedaban algunas horas de sueño. Un momento después, oscuras olas acariciaban su mente mientras el sopor se entremezclaba con un sonido agudo, insistente, de pequeños dientes frotándose contra el metal.
Su padre nunca la entendería como lo había hecho su madre, pero Inés tenía que intentarlo, porque ella se había ido a otro mundo y su padre estaba allí y quería que hiciera un esfuerzo por salir de su caparazón.
—He tenido un sueño rarísimo —le dijo mientras mojaba una galleta en el Cola-Cao—. He soñado que tenía un hámster y me he despertado pensando que no le había dado de comer desde hacía semanas. ¡Qué tontería!, ¿verdad? ¡Porque no tengo ningún hámster! Ha sido solo mi imaginación.
Su padre la miró desde detrás de la taza de café.
—¿Estás segura?
—¿De qué?
—De que lo has imaginado.
Un disparo de pánico le encendió las alarmas. Se suponía que tenía que calmarla, ayudarla a disipar sus miedos. Volvió a sentir en su interior la presencia del animalito, royendo en algún rincón de la casa. Odiaba cuando su padre le hacía eso.
—Nunca… he tenido un hámster.
—¿No?
A lo mejor lo tenía y no lo recordaba. Ahora ya no sabía.
—Eres bastante olvidadiza.
¿Estaba siendo cruel adrede?
—No tengo hámster. Me acordaría. Lo sabría. Al menos no en este mundo. He mirado por toda la casa y no hay ningún hámster. ¡No me fastidies, papá!
Sintió una opresión en el pecho al ver la desaprobación en el rostro de su padre. Lo había vuelto a hacer, había vuelto a hablarle de los mundos, había vuelto a decepcionarle con las idioteces que se montaba en la cabeza, como lo hacía su madre.
—Eres bastante olvidadiza. Debes ser consciente de ello. A veces se te olvidan cosas muy importantes. No digo el hámster necesariamente. O sí. A la mierda el hámster. Digo otras cosas, cosas importantes de las que deberías acordarte.
Inés lo observaba deseando que fuera un sueño.
—¿Por… ejemplo?
—Ahora no tenemos tiempo para eso.
|