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Pensaba que mi primera visita a Cannes sería más glamourosa. No esperaba estar con el productor de una de las películas más caras del cine español cargando con una figura de cartón a escala real del actor Gonzalo Domingo por el paseo de la Croisette. El actor aparecía en ella vestido de caballero medieval con la espada apuntando al cielo. Era un joven apuesto y musculado, al que auguraban un brillante futuro, pero resultaba inevitable fijarse en su peculiar corte de pelo (que había dado pie a un cachondeo considerable a lo largo del rodaje). El productor y yo tomábamos turnos para cargar con la figura y nuestros maletines.

Por una serie de improbables coincidencias, al poco de terminar la carrera, había caído en mis manos la traducción al inglés del guion de una película: El Príncipe Valiente. Al aceptar el encargo no imaginaba que me estaba embarcando en un proyecto que me llevaría a ser la mano derecha del productor, un tipo de ambición inmensa y escasos conocimientos de inglés, que capitaneaba esta nave con intrepidez temeraria. Juntos habíamos hecho frente a escaseces y tormentas, habíamos hecho llorar a actrices y a directores de arte, habíamos lidiado con innumerables motines, y ahora veníamos a Cannes con la misión de vigilar de cerca a nuestro agente de ventas, Peter Knowles, a fin de asegurarnos de que vendiera la película a infinidad de distribuidoras para convertirla en un éxito internacional.

Ahora, ante las miradas de los críticos que esperaban para entrar en las primeras proyecciones, transportábamos la figura del Príncipe Valiente al yate en el que la coproductora británica había instalado su oficina. Aquella mañana iba a celebrarse un cocktail para anunciar la película en el que se esperaba la presencia de ilustres figuras del panorama cinematográfico.

—Esto va a ser enorme —repetía una y otra vez el productor, con la figura de Gonzalo Domingo al hombro.


Al cocktail únicamente acudieron una actriz de la película que andaba por allí esos días y un grupo de empleados de la productora británica, que vinieron a hacer bulto. Mientras esperábamos que llegara alguien más, dimos buena cuenta del jabugo delicadamente cortado por el maestro jamonero y del champagne rosa, carísimo, que no dejaba de aparecer en nuestras copas. He de decir que, cuando salimos del barco para ir al Marché du Film, íbamos un poco piripis.

Situado en el subsuelo del Palais des Festivals, el Marché du Film era un enjambre de productoras que revoloteaban enfebrecidamente alrededor de agentes y distribuidoras para vender sus creaciones. Se me hundió el corazón al ver la infinidad de pantallas, objetos de merchandising y carteles de películas gore japonesas o dramas románticos turcos, entre los que no encontraba la más mínima referencia a nuestra película.

Antes de reunirnos con nuestro agente, el productor se detuvo ante mí y, desde su metro noventa de altura, me expuso las líneas básicas de la estrategia.

—Diles que dejen de tocarse los cojones y muevan el culo para venderla, que esta película tiene que verse en todo el mundo y si no hay resultados no vamos a pagarles el segundo plazo. Sabes que confío en ti, porque eres un tío brillante, tenaz y además tienes los huevos cuadrados.

Que a uno le hagan la pelota siempre sienta bien, pero la verdad es que en este punto hubiera deseado que mi función se limitara simplemente a traducir, que es a lo que había venido en un principio.

Peter Knowles, vestido con camisa hawaiana, estaba sentado en un sofá del stand con sendas Blackberries en las manos, unos smartphones de diseño espacial que el agente de ventas manejaba de forma simultánea. Apoyada en el brazo del sofá, estaba Mei, su mujer, una modelo asiática a la que hubieran pedido el carné en cualquier discoteca, pero él no le prestaba ninguna atención, tan solo tenía ojos para sus smartphones. Mei respondió alegremente a nuestro saludo. Peter tardó unos segundos más en alzar la cabeza y mirarnos de forma inexpresiva. Entonces sonó uno de los teléfonos. El agente desapareció por una puerta, dejándonos a solas con su mujer, quien nos ofreció unos refrescos.

Cuando regresó, abordé el tema sin preámbulos.

—Venimos a hablar de las ventas de El Príncipe Valiente.

—Yo no llevo esa cuenta. Eso es de Lee.

—¿Y dónde está Lee?

—No creo que tarde.

El productor sonrió ante la perspectiva de una breve tregua en compañía de Peter y su mujer.

—He oído que el primer fin de semana de El Príncipe Valiente en España ha sido un desastre —dijo Peter.

Vi al productor empequeñeciéndose en su asiento. Entonces se produjo uno de esos momentos embarazosos en los que uno preferiría no tener que traducir lo que dice su cliente.

—Es que coincidió con el estreno de Ice Age II.

Claro, porque el público de Ice Age II era el mismo que habría ido a ver el folletín épico medieval que estrenábamos. Peter nos miró con la emotividad de una pared. Luego dirigió de nuevo su atención a los móviles.

En el stand apareció un hombre que se movía de un lado a otro como si estuviera mirando en varias direcciones a la vez.

—¡Hola, Lee! —dijo Mei.

Este era el tipo con quien debía ponerme firme. Sin embargo, cuando le pregunté por la distribución, él entró a degüello contándonos que esa mañana la revista Variety, la Biblia de la industria cinematográfica, había publicado una reseña que echaba por tierra El Príncipe Valiente diciendo que era un despropósito absoluto, la película más casposa y lamentable que se había visto en mucho tiempo.

—¿Cómo es posible que no hayáis leído el artículo? —dijo, literalmente a gritos— ¿No os importa vuestra película en absoluto?

El productor estaba en la inopia, pero en lugar de traducir me lancé al contraataque.

—¿Y por qué no nos habéis informado vosotros? Se supone que sois los expertos, por algo os pagamos una millonada, así que ya está bien de echarnos nada en cara y mejor empezáis a hacer vuestro trabajo que es vender la puta película.

Cuando terminé de traducir, Lee ya había desaparecido, probablemente para atender algún asunto que consideraba más prioritario.


Ya anochecía cuando nos despedimos del productor británico en su yate y regresamos por el paseo de la Croisette con el monigote de Gonzalo Domingo a cuestas. Durante todo el camino tuve que escuchar la incesante cháchara del productor, al que le habían impresionado enormemente las Blackberries de Peter Knowles.

—Mañana le diré a Marta que me encargue una. Estas cosas son más importantes de lo que crees. Es cuestión de standing, de pedigrí, como saber de vinos o conocer los mejores restaurants con estrellas Michelin. Esos detalles te dan un estatus, marcan toda la diferencia.
Necesito ese teléfono. Y, tú, perdona que te diga, también deberías cambiarte ese Nokia tan cutre que tienes.

—Ajá, ¿y eso me lo va a pagar la productora? —dije, para que nos echáramos unas risas.


Realmente pensaba que Cannes sería más glamouroso. La imagen del productor en calzoncillos y camiseta de tirantes en la habitación que compartíamos no era lo que hubiera querido ver antes de dormir.

Vislumbraba, al pie de la cama, la silueta del Príncipe Valiente con la espada en alto. El joven Gonzalo se había preparado duro para este personaje, sobre todo en el gimnasio, y no le habían hecho ninguna gracia las bromas sobre el corte de pelo que había tenido que soportar durante todo el rodaje.

Oía la respiración profunda del productor. ¿Cómo podía dormir? Todo apuntaba a que la película sería un fracaso estrepitoso. No iba a poder devolver los préstamos millonarios, no iba a poder pagar los sueldos que aún debía, iba a tener que declararse en bancarrota, pero nada de eso le quitaba el sueño.

Lo conocía desde hacía tres años, pero seguía desconcertándome. Era por gente como él que el mundo del cine era posible, por locos como él que no tenían miedo de saltar sin red. A lo largo de la producción le había visto ganar las apuestas más descabelladas, conseguir cosas que a priori parecían imposibles.

Quizás me equivocaba y después de este primer fin de semana flojo por culpa, por supuesto, de Ice Age 2, la gente empezaría a ir en tropel a ver El Príncipe Valiente; quizás, en cuestión de semanas, la figura de Gonzalo Domingo luciría en los halls de cines del mundo entero; quizás público y crítica acabarían rindiéndose a la originalidad y el encanto de nuestra maravillosa película.

Sería, sin duda, un giro inesperado, pero cosas más raras había visto.

Texto agregado el 09-11-2024, y leído por 68 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
10-11-2024 Interesante. Me gustó esta historia. tete
 
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