Aquella tarde fui a mostrar la casa. El agente inmobiliario me estaba esperando en la puerta. Ni bien entramos y comenzamos a recorrer las habitaciones, recordé la primera vez que vi a Hernán Gutiérrez.

Cuando nuestros padres eran aún jóvenes, organizaban reuniones de amigos en nuestra casa.
A mamá le gustaba recibir gente. Las charlas sobre política, en general, terminaban en discusiones, por eso los más chicos nos quedábamos en la sala de juegos bajo la mirada atenta de la niñera. A mí, los juegos que entretenían a mis hermanos ya no me interesaban. Ese día me escabullí para escuchar las conversaciones de los mayores. No sé por qué, al ver a Gutiérrez supe que ese hombre iba a arruinar nuestras vidas. Era prepotente, le gustaba sobresalir entre los demás y solía intimidar a las personas porque hablaba a los gritos. Mamá se sobresaltó y dejó caer la taza de café. Él la ayudó a recoger los trozos rotos mientras la mucama se acercaba para encargarse de limpiar aquel pequeño desastre. Yo noté que Gutierrez tocaba los dedos de mi madre.
Si hubiera sabido comunicar lo que la intuición me señalaba, tal vez habría alertado a mamá. Entonces todo hubiera sido distinto.
En ese momento deseé que mi padre regresara por fin de su viaje de negocios.

El empleado de la inmobiliaria quiso ver los jardines. Allí, cerca de los rosales, yo había visto llorar a mi madre.
Tiempo después, cuando la panza de mamá creció, empecé a entender algunas cosas.

El bebé nació el quince de marzo, mamá murió esa misma noche. Los médicos no pudieron salvarla de la terrible hemorragia que la consumió rápidamente.
Papá nos crio solo, y a nuestro nuevo hermanito lo cuidó como si fuera su hijo.