Era un día soleado y tranquilo en el vecindario. Desde la ventana de su casa, Ana observaba la casa de enfrente, la cual se encontraba sin pintar y con las persianas rotas. La enredadera seca se extendía hacia arriba, casi tocando el techo sin tejas. Cada vez que pasaba por allí, escuchaba el cerrojo de la puerta que nunca se abría.
Una mañana, al mirar por la ventana, vio a una mujer en el jardín de la casa. Estaba parada frente a un tendedero vacío, sin colgar la ropa. Ana notó un altar boca abajo a su lado, con vestigios de ceniza esparcidos por el suelo. La mujer parecía perdida en sus pensamientos, con el pelo despeinado y la mirada fija en el suelo.
Intrigada por esta escena misteriosa, Ana decidió cruzar la calle y acercarse a la casa de enfrente. Al llegar, dejó en el buzón las cartas que no le habían escrito, como si estuviera cumpliendo con un ritual desconocido. La pintura descascarada de la fachada le daba a la casa un aspecto desolador, como si estuviera abandonada hace mucho tiempo.
Después de dejar las cartas en el buzón, Ana regresó a su casa. Sin embargo, al volver al día siguiente, encontró las cartas de vuelta en el buzón. Alguien, desconocido para ella, las había devuelto. Intrigada, decidió abrirlas y descubrió que eran cartas antiguas, llenas de historias de amor y despedidas.
Con el tiempo, Ana se dio cuenta de que la mujer de la casa de enfrente era la autora de esas cartas, una mujer que había perdido a su amado y se había refugiado en la soledad de su casa cerrada. Las cartas eran su forma de mantener viva la memoria de su amor perdido. Ana encontró una conexión con ella a través de esas cartas y comprendió su dolor y su necesidad de permanecer en su propio mundo, lejos de la realidad.
La casa de enfrente seguía sin pintar, las persianas rotas y la enredadera seca se extendía sin control. Pero ahora, Ana veía la casa con otros ojos, con compasión y empatía hacia la mujer que habitaba en su interior. Aprendió que cada casa tiene su propia historia, sus propios secretos y sus propias heridas.
Y así, cada día, Ana miraba por la ventana hacia la casa de enfrente, consciente de que la apariencia externa no siempre refleja la verdadera realidad que se esconde detrás de sus paredes. |