Hoy maté un hombre.
Me hubiese gustado decir
que acabé con su maldad,
pero más se siente un sentir
que una confesión de verdad.
Ya la tarde olía algo extraña.
Los perros me observaban
parados en sus patas traseras.
Sin mordiscos y sin ladridos.
Algo confundidos
y algo alertas.
El sol ya se había ocultado.
Ya se oían las voces dulces
de los pequeños niños,
que como de costumbre,
jugaban sin sentido.
Algo ansiosos
y algo distraídos.
Creo que me perdí
del habitual camino.
Las casas parecían
las mismas, familiares,
el mismo destino.
Regresé avanzada la cuadra
hacia la última entrada.
Esquina clavada.
Calle extraviada.
Caminaba junto a mí
la inocencia de los niños,
cercana a mis pasos,
cercana conmigo.
Dulce contención,
dulce abrigo.
Caminaba expectante
y algo confundido.
Y entre ellos disfrazados
un par de hombres.
Algo sospechosos
y bastante enormes.
Hablaban mucho,
que de poco se entendía,
más sonreían
como si tuviesen alegría.
El más delgado,
el brazo derecho no movía.
Intente ayudarlo,
a tomar un caramelo
que un niño le ofrecía.
Y en la dureza
de su costado inmóvil,
un enorme cuchillo escondía.
Sin que hubiesen rayos de luna,
al descubrir su negra camisa
en la noche relucía.
Desesperado cogí fuerte
su mano derecha,
y empuñe el enorme puñal.
Algo asustado
y un poco extasiado.
Poco certero
fui en mi actuar.
Tuve que repetir
rojas estocadas en su pecho,
por el temor a fallar.
Hoy maté un hombre.
Me hubiese gustado decir
que acabé con su maldad,
pero más se siente un sentir
cuando muere nuestra bondad.
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