Es fácil ver el dolor en el otro y aconsejarle. Decir que lo supere, que después del proceso será más fuerte, que hay que aceptar los designios de Dios. Casi siempre es con la mejor de las intenciones, omitimos entender que eso no devuelve la paz, ni lo perdido, dejando de lado el impacto que tiene en la vida del que sufre, lo que está enfrentado.
Las ausencias inesperadas dejan más preguntas que respuestas, frases de amor no dichas, reclamos legítimos que debían resolverse frente a frente, mirando a los ojos. Son heridas que no sanarán en el corto plazo e incluso algunas las llevaremos bien adentro el resto de nuestra vida. Porque sólo lo que se ama duele cuando se va o se pierde. Obviamente, nadie quiere el dolor en su vida y, por tanto, en lugar de vivir el propio, pretendemos borrarle al otro el suyo, negándole la libertad y dignidad para procesarlo en sus propios tiempos y formas. Hay que entender que el amor también es quedarse quieto. En este caso es silencio, sin juzgar, sin criticar.