En un pequeño pueblo lleno de colores y risas, vivía una abuela llamada Carmen. Carmen tenía un rostro lleno de arrugas que brillaban como signos de su rica vida: un día de mucho trabajo en su jardín, o una noche de intenso baile entre amigos. Todos la querían porque sabía contar historias mágicas que llenaban de alegría el corazón de quienes la escuchaban.
Un día, mientras Carmen estaba en el parque, un grupo de niños se acercó a ella.
"¡Abuela Carmen! ¿Por qué tienes tantas arrugas?" – preguntó Joaquín, el más curioso del grupo.
"Ah, mis pequeños, cada arruga es una historia que llevo conmigo!" – respondió Carmen, sonriendo.
"Pero, ¿no te gustaría tener un rostro suave y liso?" – dijo Ana, que siempre soñaba con ser una princesa.
"A veces puede sonar tentador, pero esas arrugas son como mapas de mis aventuras. Cada una me recuerda lo que he vivido. ¿Acaso no les gustaría que sus rostros contaran sus propias historias?" – explicó ella.
Los niños se miraron entre sí, intrigados.
"¿Como qué aventuras?" – preguntó Miguel, emocionado.
"Déjenme contarles!" – dijo Carmen, mientras se acomodaba en un banco, lista para sumergirlos en su mundo.
Esa tarde, Carmen empezó a relatar cómo había cuidado su jardín durante muchos años, plantas que florecían gracias a su dedicación. Describió el día en que había ganado un concurso de flores y su alegría al recibir la medalla dorada.
"Cada arruga en mis manos cuenta de semillas sembradas, de plantas cuidadas y de muchas horas bajo el sol. ¡Cada rasguño es una aventura!" – decía mientras gesticulaba contenta.
Pero un niño del grupo, Tomás, tenía una pregunta más seria:
"¿Y no duele tener tantas arrugas?" – preguntó, frunciendo el ceño.
Carmen miró a Tomás con ternura.
"A veces puede doler, sí. Pero el dolor también trae enseñanzas. A veces hay que aprender a cuidarse, y otras veces simplemente hay que aprender a respirar y seguir adelante. Las arrugas son un recordatorio de que a pesar de las dificultades y los retos, aquí sigo, viva y fuerte."
De pronto, un vendedor de helados pasó por el parque. Carmen miró a los niños y sonrió.
"¿Qué dicen si vamos a comprar un helado?" – propuso, con un brillo travieso en los ojos.
Los niños gritaron de alegría y se levantaron para seguirla.
"Pero mientras vamos de camino, quiero que piensen en esto: ¿qué historias cuentan sus propias risas y sonrisas del hoy?" – preguntó alzando una ceja.
"Yo tengo una, el día que aprendí a montar en bicicleta!" – dijo Joaquín entusiasmado.
"Yo me acuerdo de cuando pintamos en la escuela!" – añadió Ana, recordando el día lleno de pintura y diversión.
Cada niño recordó historias divertidas, llenas de risas y sueños. Al final del día, mientras compartían sus helados y reían juntos, Carmen miró a los niños y sintió que cada arruga en su cara se llenaba de amor.
"¿Ven? Nuestras arrugas y sonrisas cuentan historias. No se trata de ocultar lo vivido, sino de celebrar lo que somos. A veces, las arrugas son solo una forma de recordar que hemos reído, amado y vivido como nunca." – concluyó con sabiduría.
Desde ese día, los niños miraron a la abuela Carmen con otros ojos. Las arrugas ya no eran algo raro o feo; eran parte de la belleza que llevaba consigo, y como un mapa lleno de aventuras que querían explorar y compartir.
Así, en aquel pequeño pueblo, aprendieron que no hay que tener miedo a las arrugas ni a las marcas del tiempo, porque cada una de ellas tiene una historia que contar, y es esas historias las que hacen que la vida sea verdaderamente hermosa. |