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Hace unos meses publiqué algunos fragmentos de este texto a medida lo iba escribiendo, algunos lectores lo encontraron interesante. Aquí está el relato completo, una historia sobre cómo construimos nuestra identidad a partir de los recuerdos y sobre el miedo de quedarnos solos en el patio del recreo. Espero que encuentre algún lector con tiempo y ganas de leer un cuento más largo de lo habitual.



Un grupo de preadolescentes arrancados del verano esperaba al cura en los bancos de una capilla. Frente a ellos, una virgen coronada de oro alzaba la vista al cielo, lágrimas oscuras caían por sus mejillas. El eco de los reclinatorios contra el suelo, gritos y empujones retumbando entre las paredes. Yo estaba sentado en la esquina de la primera fila, con la ropa incómoda del domingo, sin saber cómo ponerme. Siempre era abrupto regresar al pueblo después de los veranos en Inglaterra visitando a la familia de mi madre, veranos de casas viejas enmoquetadas, cucuruchos de helado de nata, canciones de programas infantiles de la BBC resonaban aún en mi cabeza. A mi derecha estaba el grupo de empollones amigos de Ismael: Raúl, Felipe y Lorenzo. Los oía cuchichear, como si se trajeran entre manos algo trascendental. Raúl me daba la espalda, tapándome lo que sucedía al otro lado. Risas, chistes privados. Lorenzo soltó una carcajada estentórea, que luego ahogó con ademanes teatrales. Temí que aquel verano hubiera sucedido algo esencial, algo ineludible, que me hubiera excluido de su mundo. En realidad, no sabía si quería pertenecer a él, pero no quería quedarme solo. Me sobrevino el recuerdo de la playa de Blackpool, la imagen empañada de los burros paseando bajo el cielo gris.

El cura entró en la capilla escoltado por dos catequistas. Tras un silencio funesto, procedió a servirnos un discurso aleccionador, de posguerra, de hervido con cebolla, que destilaba desprecio hacia una juventud de la que no podía esperarse nada. Pero qué esperaba, dejando solos a aquellos mentecatos con las hormonas desbocadas, a alguien se le tenía que escapar algún sopapo, como le había sucedido a Carlos en la fila del fondo.

—¿Te crees que esto es el patio del recreo?

Carlos lo miraba sin decir palabra.

—Ven aquí. —El chico avanzó con la cabeza baja hasta situarse ante nosotros—. ¿Conoces «El pescador de hombres»?

El pánico me subió por el esófago, no tenía ni idea de qué estaba hablando.

—Puedes empezar.

Aquel pecador de piel granosa y vello nasolabial, al que mirábamos con una mezcla de solidaridad y congoja, rompió a cantar con un poderío inesperado.

—Tú… / has venido a la orilla. / No has buscado a sabios ni a ricos./ Tan solo quieres que yo te siga…

Y a una señal del cura, nuestras voces chillonas se unieron en el estribillo: ¡SEÑOR, ME HAS MIRADO A LOS OJOS! Y luego aquel verso —Sonriendo, has dicho mi nombre—, que siempre me daba repelús.



Everyone's a Wally es un videojuego británico de Mikro-Gen publicado en 1985. Es la secuela de Pyjamarama, la primera aventura del manitas Wally Week, que estaba ambientada en una mansión. En Everyone's a Wally la historia sucede en un pueblecito inglés. Su principal innovación es que se trata del primer videojuego que incluye varios personajes jugables: aparte de Wally Week, tenemos a Wilma (su mujer), Tom (un mecánico gamberro), Dick (un fontanero borrachín) y Harry (un electricista hippie). El jugador puede cambiar de avatar cuando se encuentra en la misma pantalla que otro.

El objetivo es completar un día de trabajo de cada personaje y recoger su salario en el banco. Han de realizarse distintas tareas con Wally —que incluyen la construcción de un muro y el mantenimiento de las grúas del muelle, entre otras—, así como tareas de otros personajes: Wilma debe trabajar en la biblioteca, Dick arreglar la fuente del parque, etc. El juego está concebido como un puzle en el que las tareas realizadas con éxito permiten desbloquear nuevas misiones.

Me hacía mucha gracia el título del juego, Everyone's a Wally, porque en inglés «wally», además de ser el nombre del protagonista, significa «tonto», por lo que podría traducirse como «Todo el mundo es tonto».

Para Pablo era simplemente el «Everiones», pronunciado a la española, con todas las letras. A mí me sonaba como el nombre de un videojuego de marcianitos.

—Podemos jugar al Donkey Kong, al Comando, al Everiones, al Naitlore… —me dijo Pablo la primera vez que fui a su casa a jugar con el ZX Spectrum.

—¡El Everiones! ¡Ese tiene que molar!

Sin embargo, en la práctica, el Everiones era muy frustrante, porque no te daba ninguna pista sobre las tareas que debías realizar. Acababas caminando por el pueblo pasando de una pantalla a otra sin saber qué otra cosa hacer. A veces tenías que esquivar un meteorito, saltar por encima de un bebé o escapar de los murciélagos del parque para no perder energía vital, pero poco más. Estuvimos alrededor de una hora intentando entender de qué narices trataba aquello, hasta que nos pasamos al Commando, al que nos entregamos con pasión, porque no había nada más fascinante que matar vietnamitas.

Aunque nunca volvimos a jugar con él, me quedé intrigado con Everyone's a Wally. Las imágenes de aquel pueblecito pixelado, con sus tiendas, sus casitas de ladrillo rojo, su biblioteca y su pub me recordaban al pueblo en el que vivía mi abuela. Y no podía sacarme de la cabeza el sonido electrónico de los pasos de Wally.





Encuentro recuerdos, como piezas de un puzle flotando en la niebla, e intento ordenarlos para construir una imagen, aunque me doy cuenta de que los cojo de aquí y de allá, estableciendo vínculos caprichosos, ignorando grandes zonas en las que la bruma me impide ver, e inventando lo que podría esconderse allí. Así voy conformando mi identidad, mi narrativa, la imagen dudosa con la que interpreto el mundo.




El pequeño Pablo apareció en 6º de EGB con el curso ya empezado. Debimos de juntarnos en el recreo, por la inercia que reunía en los márgenes a los chavales que no jugábamos a fútbol. Pablo vivía cerca de mi piso, por lo que era natural que compartiéramos el camino. Una tarde, mientras volvíamos, me dijo que era el niño que mejor le caía de clase y que íbamos a ser mejores amigos. Volví a casa agobiado por el peso de un papel que me había sido otorgado sin consultarme. Ya me dijeron mis padres que haría amistades, había dicho Pablo, con su optimismo ingenuo aún intacto.





Estaba en la habitación de Ismael Fandos. Había un ordenador con diskette, por lo que esto debió de suceder un par de años después. Era sábado o domingo. Allí estaban los amigos de Fandos: Raúl, Lorenzo y Felipe. Quizás habíamos quedado para salir en bici. ¿Realmente hacíamos esas cosas? Sea como fuera, me sentía exultante con Ismael y sus amigos, había cierta efervescencia en el aire.

Ismael me impresionaba tanto. A él no le importaba que lo llamaran empollón. Empollo para los exámenes, ¿no? Pues sí, soy empollón. Leía muchísimo, muchísimo más que yo. Iba por el cuarto libro de Caballo de Troya. En la habitación estaba el ordenador blanco del hermano de Ismael, con el que había escrito una revista que había impreso en papel continuo con agujeritos. Estuve leyéndola. Era tan loca y tan divertida que sobreexcitó mi imaginación, abriendo infinidad de puertas que llevaban a mil lugares. Algún día, yo haría cosas así. Ojalá.

Estábamos esperando a Pablo, al que llamaban «el enano gruñón» por su baja estatura y por cómo se cabreaba cuando le tomabas el pelo. «Gruñoncete» nos estaba haciendo esperar.

—Pues yo prefiero que no venga —dijo Lorenzo—. ¿No os parece que es un poco pesado?

Todo el mundo tenía algo que contar sobre él: no dice más que tonterías; te estás riendo de él y se cree que le hablas en serio; siempre va de niño bueno, es tan repelente... Entonces empecé a soltarme. Nadie le había aguantado tanto como yo, nadie pasado tanto tiempo con él, nadie había deseado tantas veces morir al escucharle pedir una vez más que le explicaras cómo se estudiaba para los exámenes. Me explayé más que nadie. Dije cosas horribles —y me sentía tan ingenioso, tan aceptado, tan divertido y estupendo mientras las decía—, pero no las habría dicho si hubiera sabido que Pablo había llegado diez minutos antes, que la madre de Ismael lo había dejado entrar y al oír que hablábamos de él se había escondido detrás de la puerta.

Más de tres décadas después, aún se me eriza el pelo y deseo con todas mis fuerzas poder borrar las palabras que salieron de mi boca aquel día.




Ni siquiera llegó a entrar. Cuando lo descubrimos detrás de la puerta, Pablo se marchó corriendo. Lorenzo salió tras él y al poco regresó a la habitación, agitando la mano como si estuviera diciendo, buah, qué fuerte, qué fuerte, hasta estallar en una sonora carcajada.

No sé si a todos les impactó como a mí. Yo estaba perplejo ante el daño que había causado, ante la brutal patada que le había asestado a nuestra amistad.

Porque Pablo y yo teníamos una historia. No hacía tanto pasábamos las tardes jugando al ordenador en su casa. Recuerdo la excitación mientras se cargaban los juegos, el ruido chirriante del casete, las rayas que parpadeaban en la pantalla del televisor, las melodías de 16 bits que se te clavaban en el cerebro. Un universo adrenalínico, en el que las horas se consumían como cigarros mientras la tarde se extinguía y encadenábamos una partida tras otra. Pablo me había abierto la puerta a aquel mundo que no podía compararse a nada que hubiera visto antes.

Y seguro que hubo más, otros momentos en los que en los que estuve en su equipo, pero todo ha quedado oculto tras la bruma. La memoria solo me devuelve aquel desvalimiento del que no sabía cómo escapar, sus cansinas preguntas, sus letanías interminables. No se daba cuenta de que debía dejar aire para respirar. Seguro que hubo más que aquello. Tiene que haberlo habido. Ojalá hubiera querido más a aquel niño que la corriente arrastró a mi lado en el patio del colegio.




¿Por qué lo trataban tan mal? Tal vez era por su inocencia, en una edad en la que se llevaba ser más retorcido, o por su estatura, su mirada diáfana o la sonrisa ingenua con la que se presentaba.

En el último curso de la escuela comenzaron a llamarle «enano gruñón». Nos parecía muy divertido, porque nunca fallaba, cuando alguien le decía «¡enano gruñón!», él se ponía como un energúmeno.

Tal vez su verdadero problema es que no era del pueblo. Quizás también hubiera algo de clasismo, yo no era consciente de estas cosas de niño. Al padre de Pablo lo vi un par de veces en la cocina y jamás me dirigió la palabra. La madre, en cambio, me hablaba de su hijo como si él no estuviera delante, incomodándonos a los dos.

No me extraña que reaccionara así. Cómo lidiar con tanta frustración. Una tarde en clase se enfadó porque le estaban tirando trozos de bocadillo desde las mesas de atrás. ¿Por qué hacéis eso?, protestaba. Se le ponía una voz nasal muy cómica cuando se enfadaba. Al ver que seguían llegándole mendrugos de pan, golpeó la mesa con rabia. Un chaval que había estado sacándole punta al lápiz pasó por su lado y, no sé si adrede o no (yo creo adrede), le dio una patada a su silla. Gruñendo como un caniche enrabietado, Pablo se lio a puñetazos con él. Eso fue lo único que vio don Emilio e hizo que lo expulsaran durante una semana.

Me pregunto si era cruel no querer ser su amigo. ¿Era cruel que me entraran ganas de tirarme por un barranco cuando me hablaba una y otra vez de los mismos temas? ¿Era cruel desear la compañía de gente que me resultara excitante? ¿Es cruel elegir con quién quieres pasar el tiempo? Tantas veces me he encontrado con ese dilema.

No quería ser el responsable de cuidar a las almas desamparadas. Me rebelaba contra ese papel que no había elegido. Yo lo que quería era acción. No creo que hubiera nada malo en ello. Quizás lo cruel fue que nunca se lo di a entender, hacerle creer que en mí tenía un amigo, haber aguantado, de forma tan británica, sin que el pobre sospechara nada. Y que luego le estallara en la cara.



Si hubiera tenido el poder de hacer que Pablo no hubiera existido lo habría puesto en práctica. La realidad no hubiera sido tan horrible. Imagínate desearlo en la cama, incluso rezar para que Pablo no existiera o para volver el tiempo atrás, borrar mis palabras y no enfrentarme a la angustia de verlo, algo que inevitablemente pasaría el lunes por la mañana.

De camino al colegio miraba a los lados, con los nervios como cables de alta tensión. En las escaleras de entrada a la escuela el monstruo de mis sueños pasó a unos centímetros de mí. Durante toda la mañana evité mirar hacia su mesa.

Pablo se acercó a mí en el recreo y me dijo, con dolorosa seriedad: «Así que soy un coñazo», recordándome las palabras que había borrado de mi mente, haciéndomelas mirar de cara, para que fuera consciente de la magnitud de mi crueldad.

Luego desapareció entre la niebla.
 


Seguiríamos viéndonos en clase todos los días. Puede que hasta siguiéramos siendo amigos, todo es posible entre niños, pero no recuerdo nada de él después de aquel momento. Todo ha quedado oculto tras la bruma.

Cuando pienso en él, sigo imaginándolo como un niño perdido, aunque, seguramente, la persona que es hoy no tenga nada que ver con quien yo conocí.

También para mí la vida ha dado muchas vueltas y en más de una ocasión me he sentido en el lado de Pablo. En el fondo, todos somos niños temerosos de que nadie quiera jugar con nosotros en el recreo y es duro cuando te das cuenta de que efectivamente es así.

Diez años después de aquello, me ofrecieron un puesto de profesor de español en un pueblecito obrero de Inglaterra, un pueblo con sus tiendas, sus casitas de ladrillo rojo, su biblioteca y su pub, muy parecido al que salía en Everyone’s a Wally. Se llamaba Kirkharle y estaba a 19 millas de Newcastle, que era donde yo vivía.

El curso anterior había sido auxiliar de conversación, lo que básicamente fue una juerga continua. Pensé que la mejor forma de no volver a casa de mis padres era encontrar trabajo de profesor. Una temporada en UK parecía un buen plan, al fin y al cabo, lo llevaba en mi ADN, había bailado a los hermanos Gallagher con una pinta de cerveza en la mano, qué podía salir mal. Vivir en Newcastle iba a ser pan comido. Y solo sería el primer paso de mi proyecto de vida nómada: primera parada UK, siguiente qui le sait?, ¿Japón?, ¿México?, ¿Australia quizás? Me encantaba la sensación de empezar de cero, quería descubrir todos los mundos posibles, vivir muchas vidas en una.

Lástima que ya estuviera algo loco antes de empezar. En serio, creo que estaba un poco tocado cuando llegué a Newcastle. Y no esperaba encontrarme con un mundo de normas incomprensibles, con descomunales montañas de trabajo, con la desesperante soledad de los fines de semana.

Miraba a los profesores jóvenes, intuyendo que ese era el grupo en el que debía integrarme. Iba a las quedadas con mi compañera de departamento Allison. Pero no sabía de qué hablar con ellos. A aquella gente le interesaban temas como las cortinas, la jardinería o los distintos tipos de parqué. No entendía del todo sus interacciones, era como si funcionaran con unas normas que yo desconocía.

Me llamaron la atención Allan, un profesor de biología que tenía unas patillas muy rockeras, y su novia Susie, que siempre estaba sonriendo. Me invitaron a la fiesta de cumpleaños de Allan. Allí conocí a sus compañeros de departamento. Estuve escuchándolos mientras contaban con ruidos y gestos una carrera de karts en la que habían participado durante la despedida de soltero de Allan.

Susie y Allan no me invitaron a su boda, algo que agradecí porque no había nada que me aburriera más que las bodas. Sin embargo, después de que se casaran los invité a cenar a mi casa. Había ido a los grandes almacenes donde tenían su lista de boda y les había comprado un par de tazas con sus platitos. Les serví un experimento culinario que había sacado de una revista y después de los postres les presenté mi regalo envuelto con un lazo. Aún siento vergüenza al recordar la cara de ilusión forzada que pusieron al desenvolver las tazas. No debía de ser normal que alguien a quien no has invitado a tu boda te hiciera un regalo así. Estaba claro que no entendía las reglas del juego. Era como Wally, moviéndome de una pantalla a otra sin saber lo que se suponía que debía estar haciendo.

El transporte al instituto fue otra fuente de angustia. Kirkharle se encontraba a 40 minutos en coche de mi casa de Newcastle. Yo no conducía y eso era un hándicap con el que no había contado. El primer día de curso, mi jefe de departamento me llevó a ver a Tricia, una profesora de historia que vivía cerca de mi casa. No le dio tiempo de encontrar una excusa para escaquearse de llevar al españolito al colegio. Desde entonces quedé todas las mañanas con Tricia. Viajar con ella era realmente incómodo. Aunque compartiéramos el coste de la gasolina, era evidente que no quería llevarme. Jamás me lo dijo, simplemente no me dirigía la palabra durante el trayecto. Maybe she’s not a morning person, me decía mi madre, pero yo creo que aquello era pasivoagresividad británica en estado puro. Un día vino a explicarme que no podría llevarme durante un par de semanas, por un motivo que no acabé de entender. Quedamos en que me avisaría cuando pudiera. Empecé a pegarme unos madrugones tremebundos para llegar al colegio en alguno de los pocos autobuses que iban al pueblo. Tricia nunca me avisó de que podía volver a llevarme y así finiquitó nuestros viajes compartidos, aunque siguió saludándome con una sonrisa cuando nos cruzábamos por el pasillo.

Con el barullo mental derivado del sueño acumulado me arrastré hasta el departamento de Allan después de las clases. Allí estaba con sus compañeros de departamento, discutiendo una actuación de Shania Twain que habían visto en la tele la noche anterior. Tuve que esperar un buen rato hasta poder hablarle.

—Dado que no vivimos muy lejos el uno del otro, a lo mejor podrías llevarme y te pago la gasolina...

Recuerdo sus ojos azul claro mirando al frente, la pausa excesivamente larga que hizo antes de contestar y la sensación de ser un niño abandonado a su suerte en el patio del colegio.

Al final, Newcastle no fue tan pan comido como creía. Las clases eran un puto desmadre. Descubrí que mis compañeros estaban quedando sin avisarme. ¿Era cruel que me hicieran el vacío? ¿Eran crueles por no querer quedar con ese español tan raro? Estaba cayendo por una espiral descendente y no encontraba la forma de cambiarle el sentido. Fui aislándome cada vez más, hasta llegar a un lugar muy solitario. Era Wally inmóvil en la pantalla del parque mirando la fuente estropeada mientras iba perdiendo vidas.

Pero salí de esa, como he salido de otras. No fui al Japón, ni a México, pero he vivido varias vidas. Proyectos en los que ni siquiera creí casi acabaron conmigo, he sido feliz en lugares inesperados, me he dado de bruces con mis limitaciones, he aprendido a verle las orejas al lobo, por momentos, me he vuelto a ilusionar. Y, sin embargo, sigo pensando en Pablo como un niño herido, ni siquiera de adulto puedo imaginármelo de otra manera, aunque seguro que él también habrá vivido otras vidas. Quizás los recuerdos de adolescencia no lo hayan marcado tanto, quizás ya no piense en ellos. Intento imaginarlo en otras situaciones, como un padre de familia, como un funcionario o un empresario de éxito, no sé, alguien que no se parezca en nada a aquel chaval que conocí.










 
Tenía una fotografía de un ojo como imagen de perfil. Aun 30 años después, me pareció reconocer en ella los rasgos de mi amigo Ismael Fandos.

Envié un mensaje a aquella cuenta de Facebook, aunque no tenía la certeza de que fuera él. Le conté que me había escrito Roberto Gallén para invitarme a una reunión de antiguos alumnos del Vicente Blasco Ibáñez. Todavía no sabía si iría o no. Desde que me fui de Zahira al acabar EGB no había vuelto a tener contacto con nadie. No estaba seguro de que me apeteciera ese viaje al pasado. Pero me había acordado de él y me había dado cuenta de que tenía muchas ganas de volver a verle. Si él iba a ir, tendría un buen motivo para apuntarme.

Cuando pensaba que mi mensaje habría acabado en la bandeja de correo no deseado, su respuesta apareció en mi buzón como un regalo inesperado. Él también había recibido la invitación. Se ve que había sido iniciativa de alguien que había vivido un cambio en su vida, un divorcio o algo así, y le había dado un ramalazo nostálgico. Él ya se había apuntado. Vente, será divertido.

Tenía muchas dudas de que fuera a serlo. Reencontrarme con mis compañeros de clase, ahora cuarentones, comentar las fotos de sus hijos, de sus parejas, cuando de lo único que podía presumir yo era del gato de mi compañero de piso, se me antojaba tan divertido como una visita al dentista sin anestesia. Pero me hacía ilusión volver a ver a Ismael, aquel chaval del que guardaba tan buenos recuerdos.

Por culpa de los inoportunos horarios de la academia Cool English!, me perdí el principio de la cena. Roberto me esperaba en la estación del pueblo para llevarme al restaurante. Yo seguía sin conducir. Roberto tenía esa amabilidad de comercial de empresa azulejera que hubiera esperado de él, ya de pequeño apuntaba maneras.

Me llevó hasta un local de acústica atronadora iluminado por tubos de neón, con grandes mesas alargadas llenas de gente, mucha más de la que esperaba, rostros indefinidos, desenfocados, irreconocibles. Algunas personas me saludaron desde su asiento.

Me sentaron con varios tipos que no me sonaban de nada. Ellos, en cambio, sabían muy bien quién era yo. Un tal Óscar, sentado frente a mí, me hablaba como fuéramos súpercolegas. Su cabeza era una hogaza sudorosa y su sonrisita cruel me recordaba a esos humoristas siniestros que salían en Telecinco en los 90. Debió de ser el graciosillo de clase. Aún se creía la monda. ¿Te acuerdas de cuando le quemamos el coche a don Emilio? ¿Y cuando tiramos a Felipe por la ventana? Sus comparsas le reían todas las gracias. Yo no recordaba nada de aquello, pero entendí perfectamente por qué a aquel tipo lo había despeñado por el barranco del olvido.

Se estaban pasando un móvil de uno a otro. Había algo en él que les hacía mucha gracia. Pronto aterrizó en mis manos. En la pantalla había un vídeo de una chica con un bikini amarillo. Hablaba con la persona que la estaba grabando. Espera, espera, ahora verás, dijo Óscar. No oía la conversación, pero vi que la chica se quedaba pensativa. Un instante después enseñó un poco las tetas. Después de que el cámara le dijera alguna otra cosa, sonrió tímidamente y se bajó la parte inferior del bikini. Óscar y sus amigos respondieron con risas y aullidos. Supongo que todos la conocían y a estas alturas el pueblo entero habría visto el vídeo. Por Dios, ¿iba a tener que aguantar aquello toda la cena?

Miré a mi alrededor buscando alguna escapatoria y distinguí una cara familiar entre la multitud. ¡Era Ismael! Fui a saludarle, pero cuando estaba a punto de llegar, me interceptó una mujer.

—¡Migueeel! —me dijo, abrazándome muy fuerte.

Vio la confusión en mi cara.

—¿No sabes quién soy?
Rebusqué en todos los rincones de mi memoria, pero no tenía ni repajolera idea de quién era.

—¡Si me sentaba a tu lado en clase! —Realmente se la veía muy dolida —¡Soy Maiteee!

¡Claro! Aquella niña delgadita de melena lisa. Si apenas había cambiado. Tenía la misma carita de rasgos suaves, ahora con ojeras y alguna arruguita. ¡Claro que sabía quién era! Pero el mohín de disgusto ya no se lo quitaba nadie.

Comprendí al fin por qué todos me conocían y yo a ellos no. Yo me había ido del pueblo al final de EGB, pero ellos se habían quedado, habían ido juntos al instituto y si luego habían estudiado en la universidad, la mayoría había regresado después. No habían dejado de verse a lo largo de los años. Sabían quién era porque yo era la excepción, el que venía de fuera. Mientras que yo me estaba encontrando con la versión adulta de unos niños que no había visto en 30 años.

Ismael era más alto y corpulento de lo que recordaba, quizás dio el estirón en el instituto, pero llevaba las mismas gafas rectangulares y tenía la misma sonrisa franca de entonces. Me senté a su lado. Era médico, médico de familia. Cómo no, le pegaba. Tenía dos hijos. Me pareció un tío cabal, una persona cómoda en su piel, como ya lo había sido de pequeño, algo que quizás algún día yo lograría.

Antes de volver a mi asiento, me acerqué a la mesa de los maestros. Habían venido don Emilio, que nos daba clases de arte clásico con diapositivas de sus viajes; don Manuel, que había sido un buen amigo de mi familia, y también don Julián, el director del colegio, el único que realmente se acordaba de mí. Don Francisco ya no estaba, cayó víctima del cáncer el último año de primaria. Aquellas figuras de autoridad, que tanto nos habían marcado, estaban allí, pero en una versión más frágil, empequeñecida, ancianos venerables recogiendo el cariño que años atrás habían sembrado en el aula.

Aunque estaba prohibido fumar en interiores, antes de que llegaran los postres ya ardían muchos cigarrillos. Cuando se abrió la barra de cubatas me encontré de nuevo con Maite, que ya había superado el disgusto porque no la hubiera reconocido. Lo poco que le conté de mi vida, como el hecho de que hubiera vivido en el extranjero, le impresionó muchísimo, o quizás solo era un excusa para transmitirme la frustración que sentía por haber desaprovechado el tiempo.

—Me casé, tuve dos hijos, me divorcié. Al final no hice nada con mi vida.

A mí no me parecían experiencias pequeñas. Lo que hubiera dado por tener algo que permaneciera en el tiempo, que me hubiera hecho construir algo, en lugar de terminar siempre huyendo y empezando de cero una y otra vez. Yo también tenía la sensación de no haber hecho nada con mi vida.

Luego me encontré con Ivana, aquella niña seria y estudiosa del colegio que mostraba las encías al sonreír. Creo que ya me gustaba de pequeño, pero esa noche, con los ojos pintados de negro y ese fular fucsia que no combinaba del todo bien con la blusa, me parecía la persona más atractiva de toda la fiesta.

Todo lo contrario que Bárbara, que siempre había sido una de las tías buenas de la clase. Iba tan bien vestida, tan profusamente maquillada y tenía la misma soberbia que entonces. Cuando se enteró de que vivía con un compañero de piso me miró despectivamente y me dijo: ¿Un compañero de piso a estas alturas? Un comentario tan ilustrativo de su estrechez de miras, que al instante me hizo perder cualquier interés que pudiera tener por ella. Ni me iba a molestar en decirle qué opinaba de su orgullo zairiano, de que jamás hubiera salido del pueblo o de la segunda residencia en la playa (de Zahira) de la que tanto presumía.

Ismael, Raúl, Felipe y Lorenzo estaban charlando en una de las mesas. Curiosamente, los mismos que iban juntos en el cole, aquel grupo del que me hubiera gustado formar parte. Me senté al lado de Raúl, que me dio la espalda como lo había hecho en el banco de la iglesia 30 años atrás; a su lado estaba Felipe, al que nunca había prestado demasiada atención; frente a mí, Lorenzo, tan histriónico de niño, ahora un hombre tranquilo y pausado; junto a él estaba Ismael. Solo entonces me di cuenta de su ausencia:

—¿Y Pablo?

Lo habían invitado, pero no había querido venir.

—Me parece una tontería —dijo Ismael—. Vale, puede que le hiciéramos un poquito de bullying en el insti, pero ya debería haberlo superado.

Un temblor metálico me sacudió por dentro. No hablaba del bullying del cole, sino del que le hicieron después. Me estremeció pensar lo que podía haber sido. Y el desenfado, la ligereza con la que Ismael hablaba de ello, aquella ausencia total de mala conciencia, me hicieron verlo como una persona fría, a quien nadie le importaba un carajo. ¿Llegué a importarle yo? ¿En realidad fuimos tan buenos amigos como creía? ¿O eran más mis ganas de que lo fuéramos? Ese poquito de bullying del que hablaba podía marcarte de por vida, hacer que te doliera rememorar la infancia, que no tuvieras ningún deseo de volver a ver a los desgraciados que te jodieron aquellos años y simular algo parecido a nostalgia por un tiempo dorado que quedó atrás.

Giré la vista hacia el fondo de la sala donde se encontraban mis otros compañeros de clase. Óscar, el que le había quemado el coche a don Emilio, bailaba torpemente con un vaso de tubo en la mano. Una bruma producida por el humo de innumerables cigarrillos enturbiaba la vista, la misma bruma que en el futuro ocultaría los recuerdos de esa noche. Sonó el estribillo de la canción eh, chipirón, todos los días sale el sol chipirón, todos los días sale el sol chipirón, todos los días sale el sol y la gente se entregó a una euforia tan vulgar, que sentí un rechazo visceral hacia ellos, mientras los veía saltar agarrados del hombro con un colegueo forzado, falso. Aquella noche había vivido inesperados destellos de belleza, pero nada bueno podía esperar ya de ella. Fui a la barra a pedirme otro gintonic.

El primer trago transformó mi hastío en algo así como rabia, como un deseo de romper las reglas, de que aquella noche fuera algo más que un homenaje estéril a un pasado anodino, de que respondiera a mis deseos. Vi a Ivana bailando con su fular fucsia, una presencia que me despertaba vértigo. Me quedé mirándola como lo hacía de pequeño en el patio. Recordé lo triste que se puso cuando murió don Francisco. La niña insistió en que se hiciera una misa por él, nadie lloraba tanto como ella en la iglesia. Tal vez debería abrir esa puerta, tras la que había una historia que jamás llegué a vivir. Imagínate que sucediera algo entre nosotros. No tenía ningún indicio de que fuera posible, tan solo me permitía soñar, desear algo que podría cambiar mi vinculación con aquel pueblo al que nunca quise volver. Entrecerré los ojos, dejando que mi imaginación se adentrara por nuevos caminos. La vi mirándome extrañada. Su expresión de niña confundida me trajo otro recuerdo que hasta entonces había estado escondido tras la niebla: la imagen de Ivana con Pablo. Empecé a verlos juntos en el recreo cuando Pablo dejó de venir con nosotros. Pablo con Ivana. Quizás ella también era una marginada en esa época, aunque me inclino a pensar que simplemente era una persona bondadosa, la persona a la que recurrió después de la mañana fatídica en la que descubrió lo que pensaba su mejor amigo de él.

Luego estuve hablando con Felipe, alguien a quien jamás hasta entonces había prestado la más mínima atención. Siempre me había parecido un niño repelente, el típico que va de buenecito, pero en el fondo es un pequeño nazi en potencia. Sin embargo, ahora me decía con una sonrisa que se alegraba mucho de volver a verme, como si todo aquel tiempo hubiera añorado nuestra amistad. Para mí él no era más que uno de los amigos de Ismael, aquel grupo en el que nunca llegué a integrarme. Pero vete tú a saber si fue así en realidad, vete tú a saber si en algún momento hubo entre nosotros una complicidad que no recuerdo, vete tú a saber cuál fue la historia que acabó contándose él. El Felipe con el que estaba hablando era un tío encantador y parecía verdaderamente interesado en lo que le estaba contando y creo que eso es lo que me hizo abrirle corazón y sacar todo lo que tenía dentro, tantas cosas que necesitaba expresar en aquel momento, por lo que debo decir que me quedé sorprendido cuando me cortó en medio de una frase para decirme:

—¿Nos hacemos unas rayas?

Texto agregado el 28-10-2024, y leído por 51 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
29-10-2024 No sé qué tan verosímil sea que el único vínculo emocional del personaje en toda su vida sea la amistad que tuvo con ese niño a quien traicionó. Ya de adulto no hay ni amantes o amigos que le den sentido a su vida. Gatocteles
 
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