Una tarde soleada, en el parque, una niña de cinco años llamada Sofía sostenía la mano de su papá, mirando al horizonte como si viera algo más allá de los árboles.
—Papá, ¿existen los unicornios? —preguntó con los ojos llenos de curiosidad.
Su papá, Andrés, estuvo a punto de darle una respuesta sencilla: decirle que no, que los unicornios no existen. Pero algo en la mirada de Sofía lo detuvo, como si su pregunta fuera más profunda de lo que parecía. Tras pensarlo un segundo, le sonrió y le respondió:
—En el planeta Tierra, hasta el día de hoy, no existen ni existieron los unicornios.
Sofía lo miró confundida y parpadeó un par de veces. Andrés notó su expresión y se sintió impulsado a aclararle su respuesta.
—Verás, Sofi —continuó—, el universo es tan grande y misterioso que muchas cosas que imaginamos podrían existir en algún lugar o en algún momento. Es decir, en el universo hay una cantidad infinita de materia transformándose constantemente. Así que… tal vez, en algún lugar o en algún momento, pueda aparecer un unicornio. Y puede ser tan bonito y mágico como el que tú imaginas.
La niña sonrió y miró de nuevo al horizonte, imaginando un unicornio corriendo por el cielo. Andrés, sin embargo, quedó en silencio, pensando en la razón detrás de su respuesta. ¿Por qué, en lugar de negarle directamente la existencia de los unicornios, había decidido hacerle soñar con la posibilidad?
Fue entonces cuando otra idea surgió en su mente: en un universo infinito, muchas cosas podrían existir, pero, ¿habría ideas que fueran imposibles de concretarse, ideas tan abstractas o poderosas que ni siquiera el infinito pudiera crear? Pensó en la idea de Dios, la esencia de lo absoluto y perfecto, que parecía existir en el mismo límite del entendimiento humano.
Sintió un extraño escalofrío al considerar que, en la vastedad del cosmos, ciertas ideas podían ser demasiado profundas para convertirse en realidad. Miró a su hija, que ahora daba vueltas alrededor de una banca, riendo mientras extendía los brazos como si volara. En ese instante, Andrés sintió que, tal vez, la vida misma era una de esas maravillas que escapaban a toda explicación lógica.
—Papá, ¿entonces sí podría existir un unicornio? —preguntó Sofía de repente, interrumpiendo sus pensamientos.
Andrés sonrió y se arrodilló a su lado, mirándola a los ojos.
—Tal vez, en algún lugar muy, muy lejano o en un tiempo muy, muy lejano, sí. Pero, mientras tanto, yo ya tengo a alguien más mágico aquí mismo.
Sofía sonrió y lo abrazó. Andrés se quedó mirando al cielo, recordando sus pensamientos de infinitud, de unicornios y de Dios, y una paz extraña lo envolvió, como si, en ese momento, todo fuera posible. |