María se encontró un muñeco en la calle; lo levantó del piso y lo llevó para su casa. Apenas llegó, le lavó la cara que la tenía bien sucia. Luego se dijo a sí misma: "Ojalá que no vaya a tener el alma sucia".
Decidió ponerle un nombre, pensó en cuál le quedaría bien. De tanto pensarlo, sé decidió por Edmundo Rojas Riquelme. Fue a la iglesia del Carmen y convenció al padre Remigio, para que lo bautizara. De tanto rogarle, éste accedió. Le echó el agua bendita en la pila bautismal y le dio la bendición.
De regreso a casa, ella pensó dónde iba a ubicarlo, como era un muñeco gordo, tendría que buscarlo bien, para no tener que estar cambiándolo de lugar en cada momento. Si lo ponía cerca de la puerta, obstaculizara el paso; en el balcón, tampoco, pues los niños que salían de la escuela, lo agarraron a punta de piedra. La maestra de biología, les había enseñado, con lujo de detalles, cómo y qué deberían comer, ya que ser gordo es un problema bien jodido.
Si lo ponía en la sala, dañaría la estética de ese lugar que estaba decorado con un gusto muy fino, ahí se destacan pinturas de gaviotas al vuelo.
María, tenía un Quijote de mármol, pues le pareció que ahí quedaría bien; pero el caballero de la triste figura, le dio una patada y lo hizo gritar de dolor. En fin, ese estorbo no quedará bien en ninguna parte. María hizo el último esfuerzo, lo agarró y lo llevó al pesebre. Al menos, tenía la certeza, que ahí nada malo le iba a suceder. A los dos días el buey se volvió pedazos. A los pocos días María, empezó a guardar los juguetes en cajas de cartón. Al ver lo que quedaba de Edmundo, recogió sus restos y los echó a la calle. Poco a poco los carros lo volvieron polvo. Una tarde de lluvia llevó el polvo de Edmundo al desagüe. Desde ese día, María, fue una muñeca feliz.
Pedro Moreno Mora |