Desbordado por los símbolos, les concedió primero la deplorable vida -en aberrante inversión contra natura-: siempre fue antes la vida y luego, el símbolo.
Luego la urgencia que procuraba el ultraje de aquella simiente que había creado le impelía a darse vida en el caballero andante, con todos los elementos que habrían de tolerar su alucinada empresa -las potentes armas, el rocín, el fiel escudero-. Y así entre lo favorable y lo adverso por él creado, nacía, se confirmaba, con su ansia de gloria, a la vez, que se encaminaba hacia su propia claudicación.
En esos inicios fue el tenaz creador y el creado. Presumimos que en aquel íntimo parto escondido al juicio ajeno -tal vez, los restos de su lucidez así aconsejaban que fuera- tuvo su única y verdadera dicha en lo que le restaba de vida.
Ya, en el otro lado, en el delirio, perdido y con júbilo secreto, asumió vivir la inquina de sus enemigos, el desaliento del escudero, las lealtades, las traiciones, los desafueros ominosos, el sacrificio y el desamor.
¿Acaso no simpatizamos con esta historia?
¿No la estaremos replicando sin saber?
¿Acaso no nos concierne a todos nosotros, los ociosos hombres del mundo, esa inversión de la realidad que ella consiente?
¿Acaso no nos interpela a través de los siglos porque, como el hidalgo, también somos sus prisioneros?
David Galán Parro
26 de octubre de 2024 |