Puestos los pies en las calles de Madrid, Laszlo se encontró de frente a un bloque de edificios de la Gran Vía que lo recibía con una gigantesca cruz caballeresca grabada sobre una fachada parecida a la «Puerta de Alcalá», cuyo arco tensor estaba tapiado por una pared y le inspiraba la forma de un oratorio. «Ah, la santa y madre religión», se dijo, irónico. Sin que lo esperara, sus compañeros de viaje —una larga comitiva de artistas provenientes de varias academias de Latinoamérica—comenzaron a celebrar como si hubiesen llegado a la Tierra Prometida —¡Lo logramos!—, sin comprender todavía que llegaban para abrirse camino —en una competencia dura y salvaje— a través del prodigio artístico del momento y sonado musical de la temporada, conocido por el público madrileño como «El festín de Hernán Cortés», obra escrita y montada por el icono de la cultura pop, el Gran Makano.
Como todo gran empeño, no estaba exento de crítica. Los intelectuales ubicados a la derecha del espectro ideológico, la consideraban como «la mayor producción de su tiempo, debido a su alcance musical y literario», y añadían que solo una lumbrera de la talla de Manuel Falla o Stephen Sondheim podía haber escrito y dirigido un musical transformado automáticamente en un clásico de las artes escénicas. No escatimaban elogios para exaltar su singularidad: «Intrépida, colosal, exquisitamente inconformista, fenomenal vademécum, a la altura de Góngora, Lope de Vega y Calderón de la Barca… una nueva manifestación del lenguaje artístico que va más allá de la expresión imaginativa...», seguido de un largo etcétera. Pero, para aquellos que se ubicaban del lado izquierdo, no pasaba de ser una «una bazofia chapucera que se lucra con la comercialización de un genocidio continental, un enano mezquino de pocos recursos literarios que con su miopía revisionista atenta contra la paz y la buena voluntad de los pueblos». Solo había un punto de encuentro en el que estaban todos de acuerdo, su ampulosidad estética. Por supuesto, no debía dejarse de lado el inmenso aparato publicitario que le brindaba una omnipresencia que la hacía estar en boca de todos. Multitudes asistían al teatro para verla.
Expectante en aquella acera angosta, Laszlo vio aparecer en la negrura de la puerta a un señor de la tercera edad de cabello largo y rubio, con la estampa de roquero de banda antañona y el rostro demacrado que le revelaba que había llevado una vida cargada de excesos y colmada de placeres, pero desgraciada. Con una seña, pidió que le siguieran y se adentraran al edificio.
—Seguidme —dijo, agostado y seco de palabras.
Nadie, ni el propio Laszlo, reparó en la identidad de aquel personaje endeble; la mayoría creyó que se trataba del conserje del lugar. Los chicos comenzaron a gastarse bromas. Uno, con labios de guasón, susurró que, por el porte accidentado, el acento ceceante y la camiseta de pastor de ovejas, debía ser el «Gandalf» del Señor de los Anillos. Al parecer, el anciano, de buen oído, lo escuchó en plena subida y se les plantó en una media vuelta, diciéndoles:
—Soy el señor Makano, para vosotros. —Se alzó de puntillas para remarcar su demanda. —Llamadme el «Señor Makano»; no Makano a secas, ni amigo, ni compa, ni wey, ni paisa, ni habibi, ni ninguna otra frase ridícula.
Se propició un escándalo de tan solo escuchar su nombre, que el propio Gran Makano intentó sofocar sin éxito. Los muchachos, bastante torpes y alborotados, se agolparon para formar una fila india. El Gran Makano les echó una mirada de insatisfacción, como dejándoles entrever que vivía en una realidad aparte y no le convencía ninguna de las lumbreras que tenía enfrente. Empleaba un tono seguro, rayano en la superioridad, para dirigirse a ellos. Una tenue arruga en la comisura de los labios manifestaba su leve desprecio. Con todo, sintiendo que había dado por aceptadas las normas de convivencia, pasó a mostrarles el edificio. El Foyer no les impresionó ni tampoco el decorado, que esperaban de un estilo rococó, como imaginaban todo de Europa. Ni siquiera había un cuadro de Molière haciendo de arlequín frente a un remilgado Rey Sol. Pronto salieron de su error cuando se toparon con el patio de butacas y el escenario, que exudaban de elegancia, opulencia, colores pasteles y luz. Una hilera tras otra de sillas descansaban bellamente tapizadas en terciopelo rojo, muy al estilo clásico del Rey Luis XIV, en armonía con las cortinas de seda que colgaban de forma voluptuosa. Laszlo se imaginó actuando sobre ese escenario en una comedia de capa y espadas, haciéndole sentir como un verdadero artista.
Este asombro se difuminó con la rapidez de las palabras del Gran Makano, que se embrolló en una explicación sosa sobre su delicado funcionamiento, remarcando la importancia del cuidado de aquellos espacios. Arrastraba las palabras, repitiéndolas, como si aquel grupo de artistas no fuera capaz de entenderle o, peor aún, como si estuviese avisado de su mala fama de seres descuidados y aculturales, palabras no pronunciadas que flotaban en el aire, advirtiéndoles que estas actitudes no serían toleradas en su mesa de trabajo. |