En contra de esta primera impresión, Laszlo no fue siempre un joven achacoso, sino más bien uno de esos rebeldes que se hartan de la tiranía de sus progenitores. Ya en la adolescencia, caminaba sin temor ante la mirada retadora de sus congéneres, haciendo destellar su espíritu inmaculado ahí donde le llevaran sus pasos. Si por casualidad uno de los agentes migratorios le hubiese detenido ahora que bajaba del avión, riéndose de su osada aventura viajera, diciéndole, «Otro que dice que viene de turismo», Lazlo seguramente le hubiese dado la razón, recitándole un discurso sobre la necesidad de un control migratorio eficiente y la forma menos costosa de implementarlo. Por último, le habría solicitado con confianza su pasaporte de vuelta, para acabar largándose como si nada hubiese ocurrido, recibiendo además un saludo fraternal de bienvenida.
Laszlo había conocido las «artes plásticas» en los puestos de venta de los mercadillos, y conocía a clásicos de la talla de Zola y Stendhal. Quizá estas lecturas le convencieron de que estaba destinado a cubrirse de gloria, y tan seguro estaba de ello, que no perdía ocasión en distinguirse con sus dotes brillantes y su enorme amor propio. No era más bajo que la media, estaba hermosamente constituido y un cabello largo, negrísimo, le daba el aspecto de un héroe; con justificada razón, se podía decir que era un dechado de belleza masculina. Las montañas, el campo y una vida despreocupada habían hecho bien su trabajo. Para complementar semejante monumento, le coronaba una inteligencia artística que se enseñoreaba de los escenarios. Solo se veían ensombrecidas estas virtudes por un único defecto: el crónico dolor de espaldas. Laszlo había acabado por tomarlo como un voto monástico de cartujo donado que le servía para purgar el «castigo legítimo» de haber arruinado la relación con su padre. Esto último le pesaba, y sucedía que desde aquel rompimiento su vida emocional había sido un rotundo fracaso.
Laszlo había visto luz en el seno de una familia conservadora que descendía del antiguo funcionariado de la época colonial. Nació el segundo de un trío de hermanos bajo una lluvia torrencial que por poco derriba la casona de tejas y paredes blancas ubicada en medio de la finca. Fue el consuelo de su madre, cuyo matrimonio infeliz la condenó a pasar desapercibida. El mayor de sus hijos, Joaquín, se había graduado de ingeniero agrónomo y modernizó los procesos de trabajo, por tanto, llegó a ser el más querido por Laszlo padre. El menor, que abandonó los estudios, ocupaba el puesto de capataz y trataba horrendamente a los trabajadores. Laszlo padre era un hombre muy pagado de sí mismo. En otros tiempos, había sido un gran cacique, pero años después sucumbió a una asonada liberal en el gobierno del pueblo. Vencido, se dedicó a intrigar en la administración pública; finalmente terminó por ocuparse de la crianza de ganado y la siembra de grandes extensiones de tierra, la mayoría arrebatadas al municipio.
Viajaba regularmente al centro del pueblo para que se enteraran de que seguía vigente y no olvidaran de que era sumamente rico. Le respetaban, le tenían por un señor honrado y decente, llamándole para tal efecto «don». Se mostraba afable ante sus amistades, severo ante la presencia de sus hijos, pero un desconocido para su mujer. Aparentaba amar a todos, salvo a uno, Laszlo hijo, al que señalaba de opositor y trataba con dureza extrema. «Un rollo de alambre es más útil que tú», le espetaba. Lo consideraba un vago, un sublevado a la autoridad paternal, y por mucho que trató de enderezarlo hacia la buena senda de la industriosidad, incluso después de hacer una quema pública de sus libros que versaban sobre teatro hispanoamericano y de revistas sobre espectáculos de Broadway, su hijo no dejó de soñar con el oficio de artista —actor y bailarín—, ni renunció a su deseo manifiesto de verse rodeado de personajes aclamados en la alfombra roja de una ciudad nocturna y repleta de cristales. Fracasaba en sus intentos una y otra vez, y enrojecía de tan solo de imaginar que un hijo suyo tuviese tales apetitos de perderse en ese «universo de libertinaje» que consideraba henchido de individuos malvados y hedonistas, «un anillo de mentiras, fingimiento y depravación.»
—Escúchame —le gritaba en medio de los pasillos de la casa—: Vas a arrepentirte para toda la vida. Esos monstruos te atraparán, invitándote de fiesta en fiesta, hasta degenerarte o convertirte en su esclavo. Si algo te queda de inteligencia, toma mi consejo: Trabaja y quédate conmigo en la finca. Aquí la tierra te lo dará todo. Es tu herencia.
—No me quedaré a pudrirme en este círculo de hipócritas y obcecados —le contestaba Lazlo.
Un día de perros acabaron discutiendo fuertemente; Laszlo salió del salón, aventando la puerta y deseando no volver a verlo nunca más. Con el puño alzado, le dijo y se dijo que jamás lo vería convertido en campesino, y no le importó siquiera el dolor ni la contrición de verlo llorar como un crío, con el rostro entre las manos, detrás de un solar yermo y pedregoso. Por supuesto, Laszlo se arrepintió con el tiempo, pero no tuvo el valor de llamarlo ni de disculparse, dejando esto una huella profunda en su forma de sentir, tanto en el alma como en el cuerpo. En ocasiones, despojándose del ropaje de alma alegre y radiante, Laszlo, a poco que un semejante le hubiese molestado con alguna estupidez, él, toda vez un sibarita amable, le habría soltado un puñetazo de la ira, descargado por fin de toda aquella enfermedad que le rompía por dentro. |