En esta tierra de sueño y marea,
el tiempo camina,
no corre.

El tiempo transcurre y se percibe con el sol.
Con el tiempo, recordamos, vivimos, respiramos.
Viajamos.

El viento que finamente se cala entre los ojos, me levanta del sueño aún pesado por el sol radiante que despierta el calor del cuerpo. Mis pies, un tanto hinchados, cobran vida con el baño sutil que las olas invitan en plena subida y bajada de marea fina.

Las piedras preciosas, que ofrecen estos manantiales de tierras fértiles, nos regalan en cada amanecer, las fresas que dulcemente saboreo, los jugosos mangos que jalo del inmenso árbol, las cerezas, los kiwis, los plátanos, ya cansados de estar siempre tan colgados.

Es hermoso estar en este hábitat paradisiaco.
Es hermosa nuestra isla.

Es hermoso estar, después de un tiempo lejano, nuevamente juntos de la mano.
No hay ruido, ni animales, ni carros desgastados que ensordecen nuestra sosiego interior.
No hay gente, pero no estamos solos.
Nunca estamos solos y lo sabemos.
Por eso somos felices,
De sabernos siempre acompañados.

Aquí se despliega la brisa, la paz, la melancolía profunda que con el paso del tiempo, se saborea.
El aroma de mar, limpio y cristalino. Salubre, pacifico.
La tierra, suave y generosa, heredera de toda una civilización histórica.
Nuestro bote, con el que me llevas a pasear por las mañanas.
Tu hamaca, en la que duermes mientras te arrullo con mi canto.

Aquí tenemos nuestra casita.
Frente a este paisaje que levanta el vuelo de mil mariposas.
El cielo, azul, siempre celeste.
Y la marea con sus dos mil ojos de luna.

Solo tenemos esto.
Y claro, mi fina cinta de ceda que se desliza suavemente entre nuestros dedos, con ella juego, la cuido, la tengo.
Y tu me ves,
Y me cuidas, y me proteges.

Caminamos alrededor de nuestra isla. De la mano, paseamos.
Y de pronto, me miraste. Y tu memoria recobró con ternura que el paso del tiempo no había traicionado, que la vida, aún corta, seria inmortal si no nos dejábamos ir.
Me cogiste fuertemente de la mano y tu abrazo, redimió mi alma con el dulce gesto de un beso. La mirada profunda de un te quiero para siempre.

Pero recordé yo también, el cigarrillo que fumabas cuando no sabías que decirme.
La desesperación casi nata de quererlo tener todo a la vez.
La inmediatez del momento que no nos dejaba pensar tranquilos.
La efervescencia de tu cuerpo. Sentí como tu sangre bullía narcotizada.

Ruges como el león que cuida su cría,
Vigilas como el halcón que lo ve todo desde arriba,
Amas como el más tierno delfín,
Fiel, como la paloma que hace su nido.
Valiente, como las olas en la orilla.
Alegre, como el más tierno jardinero.

Y cuando fijé mi mirada intensamente en tus hermosos ojos profundos color caramelo y café, recordé también tu traición. La tiranía máxima de un corazón engarzado, que se cogió un puñal para clavárselo contra la propia alma, en el estómago, en el hígado, en todo el cuerpo.
Sabía que tenías miedo, y fuiste valiente, y lo tuviste que hacer, por la salvación de nosotros, para saber dejar ir.


Pero estoy aquí nuevamente.
Y con el sueño que levanté hoy, al día siguiente, me quieres un poco más.
Filtramos con delicadeza lo bueno que nos unió.
Limpiamos el libro de polvo y ceniza.
Recuperamos la magia en sueño.
Recordaste.
La dulzura eterna de un encuentro, las páginas ahora limpias y frágiles, que esperan ansiosas tener palabras, frases, oraciones. Verbos. Cómo nos gusta la acción. El andar, deambular, observar, despegar, y claro, cómo no, el tararear, hasta también silbar.

Y esperaste que fuera yo la que diera el paso.
Esperaste con ilusión que todo pudiese estar renovado.
Sin miedos, sin sustos. Sin lágrimas, ni odios.

Y sabes que yo nunca odio.
Por eso mi esencia, te es cercana.

Fue entonces que una lágrima tuya cayera, y una mía cediera.
Fue entonces que me dijiste al oído.
Niña, despierta.
Soy yo el que te vigila el sueño.