Oscuridad. Camina y piensa descalzo, con las zapatillas entre los dedos de la mano derecha. Va entre árboles y casas, pisando baldosas con ramitas y coquitos y piedras. Hay, en ciertas oportunidades, entre dos árboles, un farol alumbrando el piso que en esos lugares aloja grandes hileras de hormigas. Pasa frente a un gran número de puertas, algunas de madera, otras de chapa con vidrio; timbres también de chapa u otros de plástico con una luz verde. Corre un poco de viento que le acomoda el pelo y le pega la remera contra el cuerpo. El pavimento (camina ahora por la calle) libera a sus pies de ardor entre el propio frío y con ayuda del viento. Es varón y tiene pantalones cortos que no le molestan para caminar. Ella es mujer de pollera y en ojotas camina por un diagonal; nada de medias ni ojos pintados, pelo cómodo con hebillas. Todavía hay mucha luz en el lugar por el que va y gente y baldosas rotas con papeles y edificios con timbres en cuadros de doble entrada. El sol cae para ella en una plaza atrás de los árboles, y el cielo está coloreado. No se quiere sentar, ni mira el reloj. Querría, creo, tener zapatos para llevarlos en la mano y liberar a sus pies, y mira el diagonal que escapa, de la plaza y sale. Le molesta ver a las pocas estrellas de su cielo ahora homogéneo y saber que el diagonal termina en la próxima plaza. Las estrellas no le llaman la atención y entonces dobla a su izquierda sin pensar en horizontales ni verticales. Para él no pasó el tiempo, está mirando a las Tres Marías y a la Osa Mayor aunque sin saberlo, las mira porque es noche sin luna y no por querer cerrar los ojos como alguien le insinuó. Baja la vista para buscar una pared que le sirva de respaldo, pero no quiere asustar a un buen vecino que esté intentando dormir en su casa enrejada con cortinas. El buen vecino debe necesitar un ventilador – piensa – y su noche ha de terminar compartiendo la cama evaluadora y con despertador en la mesita de luz. Se saca la remera y se apoya en una cortina de metal que de día debe ser algún pequeño negocio y que ahora está fría, y apoya las zapatillas y ve pocas estrellas entre las ramas de un árbol. Para ella si pasaron algunas horas y ya está en un barrio que no conoce, busca un diagonal que la pierda de verticales y horizontales. Querría sacarse la musculosa, pero no en éste mundo, querría quizá, estar en otro mundo. Y sigue con las ojotas del color de la pollera que no le tapa las rodillas y que combina con el collar y con su musculosa blanca. Y sigue sin reloj y sigue sin fumar pero con un chicle y sin cartera ni uñas pintadas. Ya se quiere sentar y las estrellas no le gustan, pero está cansada; y las casas de ese barrio tampoco le gustan, pero está cansada. No frena. Piensa en dónde frenar. Hará un esfuerzo para poder descansar tranquila. Ella querría estar en una casa vacía y suya y desnudarse y bañarse y acostarse. Que la pieza tenga poca luz y que al lado de la cama haya una vaso de agua con cubitos, que en toda la casa no haya ni siquiera un espejo, que el baño, la pieza y la cocina sean una sola cosa, que haya una escalera al techo y no tener vecinos, que la gente que la visite no se asombre, ni se excite, ni se moleste si ella decide estar desnuda en la bañadera en el medio de la casa. Pero no está segura, ni siquiera sabe si se animaría o si se sentiría ofendida si el visitante no se excitara. Él prende un cigarrillo después de pararse, guarda el encendedor mientras camina, conoce perfectamente a todas las cuadras que cruzan el diagonal, pero insiste en el miedo a alejarse. Piensa o recuerda, o más bien dialoga con su memoria, pero no logra olvidarse que el pasado es incorregible, entonces mira a su futuro, lo ve, lo toca, siente, que no es menos incorregible y dobla. Y se impacienta en ver casas o vereda o árboles distintos y es peor. Se pone las zapatillas y acelera el paso, la calle inmutable. El hambre lo toma por sorpresa. Escucha gritos y gente y silbidos, y se asusta. El grupo de gente está derecho a él y debe pasar ileso, y recuerda que los perros olfatean el miedo, poder que muchas personas adquieren. Son tres varones de unos veinte años, no mucho más puede distinguir, quizás sólo charlan. Después de unos cuantos pasos ve que son dos mujeres y un varón y se tranquiliza. Ella ya no quiere caminar, odia a sus vómitos nocturnos de grandes revoluciones, sobre todo odia las mañanas en que se despierta vomitada y apática. Camina porque no puede resistir las arcadas, y sueña utopías de mundos libres. Tiene hambre y va a intentar buscar su comida en un lugar pintoresco, esos que están fuera del tiempo. En el barrio sobran clubes y pules, apunta a uno que no conoce. Las dos manos empujan a la doble puerta, la cabeza bien alto cuando entra; los viejos agachan la vista y sólo la miran cuando pasa. Silencio en el antro, goce en ella. Se sienta en una mesita perdida al lado de la pared, apoya los codos y mira. Y como siempre después del miedo se preocupa tranquilo, pero sus temores giran y piensa en ella. Camina y la imagina pulcra de sociedades, huyendo (pelear es cosa de civilizados) quizás loca y riendo en la huida. Y nuevamente el hambre, tiene tres pesos y comer solo en algún lado lo saciaría de orgullo. No necesita mucho planear, se desata de a poco las zapatillas arrodillado en el suelo, ya sabe a donde irá. Camina ansioso ahora las cuadras, las calles no aportan novedad, piensa en ella. La luz aumenta con su acercamiento a la comida, las estrellas siguen ahí, aunque algo tapadas por las nubes. Ella se para y encara directamente al hombre detrás de la barra, lo mira fijo, después mira a todas esas botellas de vino polvorientas y vuelve a mirarlo. Le pide un sánguche de jamón y queso acompañado de un vaso de agua. El hombre la ve darse vuelta y caminar hasta la mesa. Apoya nuevamente los codos, se saca el chicle y lo pega en el cenicero. El partido de pool continua aunque timidamente. Llega el sánguche y el agua, el mozo no habla y apenas con un gesto devuelve el “gracias” de ella. Toma el sánguche con las dos manos y de a grandes bocados lo termina, ya abstraída del pool y de los hombres y de sencillos mundos ideales, no piensa cuando come, aún menos cuando de un trago se termina el agua. Se pasa, áspero, el antebrazo y el reverso de la mano por los labios y se recuesta un poco sobre la silla. Él está llegando ya, tira el cigarrillo por miedo a una explosión y pasa entre surtidores. La puerta se cierra tras su paso y el aire lo ataca. Las mesas son todas iguales, pero antes de sentarse debe seleccionar su comida. Hay salchichas girando sin cosechar desde la primavera, hay sánguches algo deformes en su envoltura de nylon, hay patys pero sólo en los carteles. Decide sánguche y Fanta y paga mirándose en el monitor. El primer bocado le saca la ansiedad y el segundo lo hace pensar en error; toma Fanta, piensa en ella. Mira por la ventana la avenida, pasa algún que otro taxi sin silenciador, los árboles firmes y la rambla finita y de sólo pasto. Altas casas pasando la rambla y tienen demasiadas ventanas por lo poco que hay para ver; pero cada una tiene un cantero con flores distintas y quizá la variedad vale la pena. Ella vuelve del baño y le pide un cigarrillo a un viejo que fuma esperando su turno al costado de un partido. Lo enciende y se sienta. Consume el cigarrillo entero con el sólo movimiento de mano y boca. Los viejos intentan ya no mirarla, resisten ahora por miedo a romperla. El cigarrillo le quema los dedos, lo suelta y con un movimiento de cabeza mira todo el bar. Deja cinco pesos en la mesa y sale sin despedirse. Camina rápido, no ve casas ni árboles, sólo baldosas. Él tira el sánguche – seguro que el jamón está pasado - y lo que quedó de Fanta al tacho con una servilleta, mira detrás del mostrador mientras el que atiende mira un partido de fútbol en el televisor. Saluda bajito, pisa cerca de la puerta, se abre y sale. Ahora ve las casas sin el vidrio de intermediario, no nota diferencia alguna. Quiere caminar descalzo por el pasto que hay en la rambla. Lo siente frío y tocado por la húmeda de la noche. La Luna sigue sin aparecer, las nubes ganan preponderancia en el cielo; está tranquilo y volviendo. Ella apurada, ya no cree en huir, cree si en volver, pero no en el trabajo diario (su mente es comúnmente impenetrable, pero no sus gestos) y cuando levanta la cabeza ve un gran número de casas, y sabe que hay otro gran número, más grande aún, de casas que no ve. La mayoría en esas casas duerme en este momento, algunos habrá charlando; nada que a ella le sirva. Y ve que no tiene cartera, y siente que la pollera es cómoda y se saca las chancletas y una en cada mano comienza a correr. Y correr le quita algo de concentración y no puede pensar mucho y se agita rápido pero sigue, con dolor. El calor y la falta de aire se le presentan insoportables, para y camina muy despacio exhalando por la boca.
Ella llegando a la casa camina con decisión, revisa en su ínfimo bolsillo la llave. Ya la tiene en la mano, abre la puerta, gran silencio en la oscuridad, camina tanteando entre objetos indistinguibles y se tranquiliza al ver una braza al rojo flotando en el living.
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