Las primeras veces sólo sentí repulsión por lo que aquellos cuerpos hacían con el mío, en esa sensación de estar flotando como un cadáver bajo el agua de sus babas; las restantes, mi sangre había comenzado a saciarse con el sabor de lo prohibido, habitando esas lúgubres siluetas que atentaban una y otra vez mi carne. Luego, el vértigo de reptar entre infinitas caras se fue instalando en mí como una tarea más, hasta rozar lo insospechado dentro de la mente. Fui gata furiosa instigando a mis presas o una adolescente mansa recibiendo golpes, dama, amante, lesbiana, emperatriz, pordiosera, esposa. Y en lo oscuro de mis huellas dejé la vida en cada instante que alternaba con extraños, hasta perderme dentro de ese recorrido. El mundo observó mi desnudez agazapada en cada hombre, las infinitas posiciones de los huesos junto al desenfreno de unos labios, como también un prontuario de morbos que yo nunca había escuchado ni sentido. Anochecía con el calor de un nuevo dueño que se proyectaba en eternos compradores de mi alma, para despertar en esa misma habitación de sábanas y alcohol.
Ahora que todo sucedió en lo remoto de mis vísceras, esta vieja figura vuelve a caminar casi sin ver, las mismas calles que otrora fueron partícipes de culpas y de ultrajes.
Ana Cecilia.
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